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En
junio de 2016 se difundieron unas grabaciones que removieron las placas
tectónicas del Estado de Derecho. En ellas se oía al ministro del
Interior Jorge Fernández Díaz y al director de la Oficina Antifraude de
Cataluña Daniel de Alfonso conspirando en las semanas previas al 9-N
(2014) para investigar y filtrar información que golpeara a los
políticos soberanistas. La opinión pública convulsionó. A pesar de la
gravedad de las palabras que se escuchaban en los audios tras un velo de
clandestinidad, la gente lo creyó al instante. Los archivos revelaban
que el cieno de las cloacas del Estado seguía hirviendo a fuego vivo.
Daniel de Alfonso fue reprobado por la asamblea catalana y forzado a
dimitir. En esos días, primero discretamente y luego con más ahínco,
deslizó que reuniones del estilo de la mantenida con el ministro se
habían producido también con todos los partidos políticos. Insinuó que
él solo no iba a comerse el marrón y que tiraría de la manta. Por aquel
tiempo, De Alfonso se reveló a la mirada de todos como un hombre duro
con los bolsillos desbordándose de información comprometida: un hombre
que callaba de momento y paseaba un gesto de silencio frágil, a punto de
romperse. El pasado 5 de marzo aterrizó en el Parlamento para responder
a la comisión de investigación sobre el uso partidista del ministerio
del Interior. Fernández Díaz tendría que intervenir después, y en manos
del primero estaba que el exministro saliera entero del asalto.
Cuando
Daniel de Alfonso irrumpió en la Sala Cánovas del Congreso se
proyectaba sobre él la sombra de haber sido uno de esos ases en la manga
del poder. Los presentes contemplaban todos sus movimientos a través de
ese filtro. Era una mina a punto de estallar bajo los pies de los
partidos políticos de Cataluña. Surgió entre las cámaras como un tipo
compacto y de barba disciplinada. Después de tantos datos y tantas
especulaciones sobre él, era como ver a una parodia de Lavrenti Beria en
color, saludando al presidente y a los vocales de la comisión,
sonriendo, o poco después, y lo más increíble: Lavrenti Beria sentándose
en un banco al fondo de la sala, recostándose, posando, galanteando
ante las cámaras. Uno sólo desafía con los ojos cuando esconde una
navaja debajo de la chaqueta.
De Alfonso y Fernández Díaz trataron de hacer pasar aquellas dos reuniones como normales y lógicas. Sin embargo, la normalidad desapareció de un plumazo cuando ambos negaron haber convocado el encuentro
Sin embargo, De Alfonso prefirió callar. “El
ruido no hace bien ni el bien hace ruido”, recitó al inicio, y usó
después la frase para justificar que, al final, no hubiera ningún tirón
de manta. Xavier Domènech, en su turno de intervención se mostró
perplejo: le sorprendió que comparara las negligencias y las
informaciones oscuras que afectaban a algunos políticos con el ruido. No
es mover ruido, dijo el de En Comú, es su obligación. Pero él calló y
se limitó a repetir, de tanto en tanto, que se llevaba muy bien con
líderes de partidos políticos de todos los colores. Contó que con el
Conseller de Interior de la Generalitat se llegaba a reunir hasta tres
veces al día y no sólo en su despacho, también en cafeterías. Incluso
habló de llamadas urgentes a las 11 de la noche para verse
precipitadamente.
De Alfonso presumió de que acudía
voluntariamente a declarar porque no estaba obligado (aunque Mikel
Legarda, presidente del órgano, le recordó que el artículo 76.2 de la
Constitución le obligaba). Destacó su ánimo de colaborar, pero acto
seguido avisó de que no iba a responder a ninguna cuestión sobre el
contenido de las grabaciones, que eran el objeto de la comisión. O sea,
que fue a la comisión a sentarse y poco más. Aseguró que no había
escuchado todos los archivos por higiene mental. Se quejó de la
“ilegalidad” de las grabaciones y negó que probaran nada. Así se abrió a
sí mismo la veda de las lagunas de memoria selectivas. No se acordaba
de muchos detalles comprometidos, pero sí de que pidió agua y no café en
la reunión con el ministro.
Preguntado por sus
ofrecimientos de colaboración a Díaz en las grabaciones (“yo soy español
por encima de todo”, “considérame como el cabo de tu cuerpo nacional”),
el exjefe de la OAC se justificó: eran estrategias para obtener la
confianza del ministro. Confesó que solía adaptar su discurso al color
de los líderes con que se reunía con el objetivo de seducirlos y pescar
información que le ayudara a cazar corruptos.
Tanto De
Alfonso como Fernández Díaz trataron de hacer pasar aquellas dos
reuniones como normales y lógicas entre cargos de su categoría. Sin
embargo, la normalidad desapareció de un plumazo cuando ambos negaron
haber convocado el encuentro. Un nombre, Fuentes Gago, miembro de la
cúpula policial del PP, sonó como intermediario. Pero nadie había dado
la orden al mediador para mover ficha. La reunión, por tanto, se convocó
sola. Y, además, para mantener la textura paranormal que tienen todos
los movimientos de las películas de espionaje, el paso del director de
la OAC por las estancias de Interior no quedó registrado en ninguna
parte.
Durante las casi cinco horas de sesión afloraron
alusiones a los comisarios Villarejo, Martín Blas o a Eugenio Pino.
Sonaban sus nombres como retortijones del Estado: se oían de tanto en
tanto en la sala como una demostración de que hay algo descompuesto en
Interior, pero resultaban imposibles de detectar o localizar. Según dijo
Gabriel Rufián, PP y PSOE han bloqueado la posibilidad de que
comparecieran los protagonistas policiales del caso. De este modo, la
comisión de investigación acusa una cojera difícil de subsanar.
Fernández
Díaz inició su intervención identificándose como una víctima: “Se ha
investigado a las víctimas y nadie se ha interesado por los autores
intelectuales y materiales de esto”. Perjudicar el resultado electoral
del PP fue “la única conspiración”. Acto seguido advirtió de que se
había sentado precedente en el Congreso para que, desde ahora, se pueda
investigar a la gente a partir de grabaciones “ilegales”. “Nadie está a
salvo”.
El exministro centró sus iras en el hecho de que
se difundieran las cintas justo antes de las elecciones. Para él, el
caso se cerraba en el sacrilegio de la difusión; pero era el contenido
de los audios lo que se investiga. Para esquivar ese frente se sumó a la
doctrina Gürtel y cuestionó la integridad de las grabaciones, que, por
otra parte, tampoco había escuchado. “Están manipuladas”, sentenció
antes de lanzar el órdago de pedir un informe pericial: “Y si tengo
razón que me pidan perdón públicamente”. Se encorajinó en muchos
momentos, sobre todo, cuando se mencionó aquello de “les hemos
destrozado el sistema sanitario”. Según ambos comparecientes, aquello no
se refería a la sanidad en sí, sino a la corrupción dentro de la
sanidad.
Al final de la sesión, no quedó claro quién
había grabado las reuniones. El sentido común, meditó Díaz, le impedía
culpar a De Alfonso. “Tengo la idea de quién las ha grabado. En una
conversación personal lo comentaría, pero no tengo pruebas para darlas
en una comisión parlamentaria”, terció.
En los términos
en que se desarrolló cuesta encontrar utilidad a la comisión de
investigación. Díaz demostró un buen juego de cadera. Se indignó mucho
para esquivar algunas preguntas y trató de ensanchar todo aquello que
pudiera parecer una brecha en la acusación. Los diputados mencionaban
pruebas, los comparecientes las negaban y referían otras. La comisión de
investigación estuvo bien como lo que no debiera ser: un pleno
parlamentario caldeado.
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