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sábado, 4 de noviembre de 2017
Cómo triunfa la oligarquía: Lecciones de la Antigua Grecia
Cómo triunfa la oligarquía: Lecciones de la Antigua Grecia
Ganesh Sitaraman
http://www.sinpermiso.info/textos/como-triunfa-la-oligarquia-lecciones-de-la-antigua-grecia
Hace unos cuantos años, mientras investigaba para un libro acerca de cómo afecta la desigualdad económica a la democracia, un colega mío preguntó si Norteamérica corría verdaderamente el riesgo de convertirse en una oligarquía. Nuestro sistema político, afirmaba, es una democracia. Si la gente no quiere verse gobernada por élites opulentas, podemos votar para echarlas.
El sistema, dicho de otro modo, no se puede “amañar” para que funcione en favor de los ricos y poderosos, a no ser que la gente esté como mínimo dispuesta a aceptar un gobierno de los ricos poderosos. Si la opinión pública en general se opone al gobierno de las élites económicas, ¿cómo es, entonces, que los opulentos controlan tanto del gobierno?
La pregunta era buena y si bien yo tenía mis propias explicaciones, no disponía de una respuesta sistemática. Afortunadamente, dos libros recientes sí la proporcionan. La oligarquía funciona, en una palabra, gracias a las instituciones.
En su fascinante y perpicaz libro, Classical Greek Oligarchy, Matthew Simonton nos lleva de vuelta al mundo antiguo, en el que se acuñó el término oligarquía. Una de las amenazas primordiales consistía en que los oligarcas llegaran a dividirse y que alguien de entre sus filas desertara, se pusiera al frente del pueblo y derribara a la oligarquía.
Para impedir que esto ocurriera, las élites de la antigua Grecia desarrollaron instituciones y prácticas para mantenerse unidas. Entre otras cosas, aprobaban leyes suntuarias, que impedían extravagantes demostraciones de su riqueza que pudieran atizar la envidia, y utilizaban el voto secreto y las prácticas de creación de consenso para garantizar que las decisiones no condujeran a a un mayor conflicto dentro de sus cuadros.
De modo adecuado para un especialista académico en los clásicos, Simonton se centra en detalle en estas antiguas prácticas concretas. Pero su intuición clave estriba en que a las élites en el poder les hace falta solidaridad si desean permanecer en el poder. La unidad podía provenir de relaciones personales, de la confianza, de las prácticas de votación, o bien – como es más probable en la sociedad meritocrática de hoy – de la homogeneidad de cultura y valores que resulta de deambular por los mismos círculos limitados.
Si bien la clase dominante debe permanecer unida para que la oligarquía permanezca en el poder, la gente tiene asimismo que estar dividida, de modo que no pueda derribar a sus opresores. Los oligarcas de la antigua Grecia utilizaban por tanto una combinación de coacción y cooptación para mantener a raya a la democracia. Concedían recompensas a los informantes y encontraban ciudadanos maleables que desempeñaran cargos en el gobierno.
Esos colaboradores legitimaban el régimen y le proporcionaban cabezas de puente para llegar hasta el pueblo. Por añadidura, los oligarcas controlaban los espacios públicos y los medios de vida para impedir que la gente se organizara. Echaban a la gente de las plazas ciudadanas: una población difusa en el campo se veía incapaz de protestar y derrocar a un gobierno de un modo tan efectivo como un grupo urbano concentrado.
Trataban también de mantener la dependencia de la gente común de oligarcas individuales concretos para su supervivencia económica, de modo semejante a cómo los jefes de la mafia de las películas mantienen relaciones paternalistas con el vecindario. Leyendo el relato de Simonton, resulta difícil no pensar en cómo la fragmentación de nuestras plataformas de medios de comunicación constituye una ejemplificación moderna de división de la esfera pública, o de cómo a empleados y trabajadores se les disuade de expresarse.
La discusión más interesante se centra en cómo los antiguos oligarcas utilizaban la información para preservar su régimen. Combinaban el secreto en la gobernación con mensajes selectivos dirigidos a públicos determinados, de un modo no muy distinto del de nuestros modernos asesores y consultores de comunicación. Proyectaban poder mediante rituales y procesiones.
Al mismo tiempo, trataban de destruir los monumentos que eran símbolos del éxito democrático. En lugar de proyectos de obras públicas, dedicados nominalmente al pueblo, se atenían a lo que podemos entender como filantropía para sostener su poder. Los oligarcas financiaban la creación de un nuevo edificio o el embellecimiento de un espacio público. Resultado: la gente apreciaba el gasto de la élite en esos proyectos y la clase alta, que quedara memoria de su nombre para todos los tiempos. Al fin y al cabo, ¿quién podía estar en contra de oligarcas que demostraban tal generosidad?
Profesor ayudante de Historia en la Universidad del Estado de Arizona, Simonton recurre abundantemente a los conocimientos de las ciencias sociales y los aplica bien para diseccionar antiguas prácticas. Pero si bien reconoce que las antiguas oligarquías salían de entre los opulentos, una limitación de su trabajo es que se centra primordialmente en cómo perpetuaban su poder político los oligarcas, no su poder económico.
Para comprender eso, debemos pasar a un clásico inmediato de hace solo unos años, Oligarchy, de Jeffrey Winters. Winters sostiene que la clave de la oligarquía estriba en que un conjunto de élites dispone de suficientes recursos materiales para gastarlos en asegurar su estatus e intereses. A esto lo llama “defensa de la riqueza”, y lo divide en dos categorías. “Defensa de la propiedad” implica protección de la propiedad existente: en los viejos tiempos esto significaba construir castillos y muros, hoy implica el imperio de la Ley. La “defensa de la renta” se refiere a proteger las ganancias; en nuestro tiempo, significa abogar por impuestos reducidos.
El desafío de observar cómo opera la oligarquía, afirma Winters, es que normalmente no pensamos en el dominio de la política y el de la economía como algo fusionado. En su núcleo central, la oligarquía entraña concentrar poder económico y utilizarlo para fines políticos. La democracia se hace vulnerable a la oligarquía porque los demócratas se centran tanto en garantizar la igualdad política que pasan por alto la amenaza indirecta que surge de la desigualdad económica.
Winters sostiene que existen cuatro clases de oligarquías, cada una de las cuales persigue la defensa de la riqueza por medio de diferentes instituciones. Estas oligarquías se categorizan basándose en si el dominio de los oligarcas es personal o colectivo, y en si los oligarcas recurren a la coacción.
Las oligarquías guerreras, como los señores de la guerra, son personales y están armadas. Las oligarquías de dominio como la mafía son colectivas y están armadas. En la categoría de las oligarquías desarmadas, las oligarquías de sultanato (como la Indonesia de Suharto) se gobiernan por medio de conexiones personales. En las oligarquías civiles, la gobernación es colectiva y se aplica mediante leyes, en lugar de serlo por medio de las armas.
Equipado con esta tipología, Winters declara que Norteamérica es ya una oligarquía civil. Por usar el lenguaje de campañas políticas recientes, nuestros oligarcas tratan de amañar el sistema para defender su riqueza. Se centran en rebajar impuestos y reducir regulaciones que protegen a trabajadores y ciudadanos de las fechorías empresariales.
Erigen un sistema legal que está distorsionado para que obre a su favor, de manera que su comportamiento ilegal rara vez resulta castigado. Y sostienen todo esto mediante la financiación de campañas y un sistema de cabildeo que les permite influir de modo indebido en la política. En una oligarquía civil, estas acciones se sostienen no a partir del cañón de un fusil o por la palabra de un hombre, sino mediante el imperio de la Ley.
Si la oligarquía funciona gracias a que sus dirigentes institucionalizan su poder mediante la ley, los medios de comunicación, los rituales políticos, ¿qué hacer? ¿Cómo puede tomar la delantera la democracia? Winter hace notar que el poder político depende del poder económico. Esto sugiere que la única solución consiste en crear una sociedad más económicamente igualitaria.
El problema, por supuesto, estriba en que si son los oligarcas los que están al mando, no queda claro por qué iban a aprobar leyes que redujeran su riqueza e hicieran más igualitaria la sociedad. Mientras puedan mantener dividida a la sociedad, tienen poco que temer de la ocasional revuelta o protesta.
Ciertamente, algunos comentaristas han sugerido que la igualdad económica de finales del siglo XX resultó excepcional porque dos guerras mundiales y una Gran Depresión liquidaron las propiedades de los extremadamente opulentos. A este respecto, no es mucho lo que podemos hacer sin una catástrofe global de envergadura.
Simonton ofrece otra solución. Sostiene que la democracia derrotó a la oligarquía en la antigua Grecia debido a la “descomposición oligárquica”. Las instituciones oligárquicas están sometidas a la corrosión y el derrumbe, como cualquier otra clase de instituciones. Conforme la solidaridad y las prácticas de los oligarcas comienzan a descomponerse, aparece la oportunidad de la democracia de devolver al pueblo el gobierno.
En ese momento, el pueblo podría unirse durante un tiempo suficiente para que sus protestas lo llevaran al poder. Con todas las sacudidas de la política de hoy, resulta difícil no pensar que este es un momento en el que el futuro del sistema político podría estar más al alcance de lo que ha estado durante generaciones.
La cuestión estriba en saber si surgirá la democracia de esta descomposición, o si los oligarcas reforzaran su control de las palancas del gobierno.
Ganesh Sitaraman
profesor de la Facultad de Derecho de la universidad norteamericana de Vanderbilt. (en Nashville, estado de Tennessee). Autor de The Crisis of the Middle-Class Constitution, fue director de política de la campaña al Senado de Elizabeth Warren, una de las líderes del ala izquierda del Partido Demócrata.
Fuente:
The Guardian, 15 de octubre de 2017
Traducción: Lucas Antón
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