Aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en Paris, en 1948. ONU
Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro*
// “Este Plan de Acción contribuye a fortalecer la ventaja competitiva
de las empresas españolas en el mercado global y ofrece a las empresas
el marco óptimo para desarrollar sus operaciones”. El Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos,
aprobado por el Gobierno español en Consejo de Ministros el pasado 28
de julio, deja bien claro sus objetivos desde el principio del texto.
Acompañado de la retórica habitual sobre este tema –“la protección y la
promoción de los derechos humanos constituyen una prioridad para
España”, se dice sin rubor ya en la primera frase–, lo que este plan
viene a proponer es toda una batería de medidas basadas en la
autorregulación empresarial. Y supone, tanto por la forma en que se ha
elaborado como por su resultado final, una falta de respeto a todas las
personas, organizaciones sociales y comunidades afectadas por los abusos
sobre los derechos humanos cometidos por las grandes corporaciones.
Sobre la forma
El proceso de elaboración del plan empezó
hace casi cinco años. A principios de 2013, la Oficina de Derechos
Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación llamó a la
apertura de un “proceso de diálogo con la sociedad civil” y lanzó una
convocatoria a miembros de organizaciones sociales, sindicales,
académicas y empresariales para “desarrollar un plan nacional para
implementar los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre empresas y
derechos humanos”. Dicho “diálogo” –así, entre comillas, porque nunca
tuvo nada de conversación entre iguales y sí mucho de participación
ritualizada– se prolongó hasta finales de ese mismo año. Entonces, muchas organizaciones
que habían colaborado en el proceso se desmarcaron de él al constatar
que sus demandas no estaban siendo escuchadas y que, justo en sentido
contrario, el contenido del plan se iba aligerando cada vez más. El
texto resultante de esa “consulta con la sociedad civil” mucho más
formal que real se publicó finalmente en junio de 2014, como un borrador elevado para su tramitación al Consejo de Ministros.
A partir de ahí, en los tres últimos
años, apenas volvimos a saber nada más del plan. Y eso que diferentes
organizaciones enviaron cartas al ministerio para ver si en algún
momento tenían prevista su aprobación, a la vez que otras nos
preguntábamos a qué respondía el secretismo en torno a ese documento y por qué parecía que se lo habían dejado olvidado en un cajón.
No hubo más noticias hasta principios de este año, cuando el Partido
Popular presentó una proposición en el Senado para instar al Gobierno a
recuperar en 2017 el Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos. En
realidad, todo respondía a una razón muy simple: como decíamos varias
organizaciones en un artículo publicado hace unos meses en La Marea,
“el Gobierno ha decidido sacarlo del cajón precisamente ahora que
España aspira a un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones
Unidas”. Y es que para tener opciones a formar parte de ese organismo,
con tres países compitiendo por dos puestos, el Ejecutivo español
necesitaba presentar el plan para sumar puntos en su candidatura.
Por eso había tanto interés en que el
proceso se acelerara y, como así fue, se aprobara el plan durante el
verano. Sin ningún tipo de consulta a la sociedad civil ni cauces de
participación, con una absoluta falta de transparencia y sin que hubiera
constancia previa de las modificaciones introducidas en el texto por
las presiones de la patronal y los Ministerios de Economía e Industria,
nadie que no fuera el Gobierno pudo enterarse del contenido del
documento hasta que fue publicado. Así lo han denunciado la Coordinadora de ONG por el Desarrollo, Amnistía Internacional, Greenpeace y otras organizaciones,
mostrando su “disconformidad con la opacidad y ausencia de
participación en la fase de relanzamiento del plan”. Finalmente, en este
mes de octubre, después de que Francia se retirara de la pugna y de que
el trámite fuera votado en la ONU, España ha logrado su objetivo y se sentará en el Consejo de Derechos Humanos durante los próximos tres años.
Sobre el fondo
El contenido formal y material se vincula con los Principios Rectores, que son el anclaje de la arquitectura jurídica de la impunidad
en Naciones Unidas. Porque no olvidemos que, en el marco “proteger,
respetar y remediar” promovido por Ruggie, las prácticas voluntarias y
unilaterales de las empresas transnacionales se convierten en el único
referente de sus obligaciones. Ahí se ubica perfectamente la idea de
respetar los derechos humanos al margen de las cuestiones relativas a su
responsabilidad legal y el cumplimiento de las leyes. Los Principios
Rectores, al fin y al cabo, no son otra cosa que una sofisticación
jurídica que devalúa la verdadera dimensión del respeto de los derechos
humanos por parte de las grandes empresas, puesto que –como se dice en
su preámbulo– “no implican la creación de nuevas obligaciones de derecho
internacional, sino en precisar las implicaciones de las normas y
métodos actuales para los Estados y las empresas”. Esto no supone un
avance en el control normativo de las grandes corporaciones, ya que la
realidad transita en sentido inverso: la asimetría entre la fortaleza de la lex mercatoria y la debilidad de los acuerdos voluntarios se consolida como elemento central de la supuesta regulación.
En este contexto, el Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos
es el aterrizaje de estos principios en el Estado español: “Este plan
pretende apoyar a las empresas que ya han integrado los Principios
Rectores en su estrategia empresarial a la vez que sensibilizar a las
que todavía no han completado ese proceso”. Esa es la idea que, como se
traduce en todas y cada una de las medidas propuestas, atraviesa todo el
documento: parecería que la única relación posible entre las grandes
compañías españolas y los derechos humanos pasa por establecer un
sistema de incentivos, sensibilización y reconocimiento de buenas
prácticas empresariales. No hay ninguna mención al diseño de mecanismos
de evaluación y seguimiento, nada que decir sobre la necesidad de
promover instancias de control para afrontar los incumplimientos de una
normativa internacional sobre derechos humanos… que debería ser de
obligado cumplimiento.
Desde sus orígenes, el Plan Nacional
sobre Empresas y Derechos Humanos nunca contempló varias cuestiones
fundamentales: ampliar las obligaciones extraterritoriales desde la
empresa matriz a sus filiales, proveedores y subcontratas en otros
países; asumir la noción de interdependencia e indivisibilidad de las
normas aplicables en materia de derechos humanos; obligar al
cumplimiento directo por parte de las transnacionales del Derecho
Internacional; incluir la responsabilidad penal de las personas
jurídicas y la doble imputación de empresas y directivos. Y tras
sucederse las distintas versiones
de un plan que se iba descafeinando cada vez más, ni siquiera algunas
de las pocas medidas interesantes que se contemplaban al principio
–como, por ejemplo, excluir de subvenciones y apoyos públicos a aquellas
compañías que hubieran sido declaradas culpables, mediante sentencia
firme de la autoridad judicial correspondiente, de violar los derechos
humanos– han permanecido en el texto final.
En los sucesivos borradores, una y otra
vez, han ido rebajándose las exigencias para controlar de manera
efectiva las prácticas de las empresas transnacionales. Hasta quedar,
finalmente, en nada: “Se presenta, por tanto, como un Plan de Empresas y
Derechos Humanos con vocación de sensibilización y de promoción de los
derechos humanos entre los actores empresariales, públicos y privados”,
leemos en el plan que se aprobó este verano. Y las medidas que en él se
incluyen son coherentes con esa declaración de intenciones: acciones y
estrategias de sensibilización, campañas de formación, códigos de
autorregulación, un sistema de incentivos y colaboración, medidas de
información, capacitación y asesoramiento a empresas, etc. Pero, como hemos venido insistiendo en todos estos años,
el Estado no debería informar y asesorar a las empresas sobre cómo
respetar los derechos humanos en sus operaciones; su función tendría que
ser exigir, y en su caso sancionar, el cumplimiento efectivo de las
normas que los regulan.
Sobre control y regulación
“Es mejor tener un plan que no contente a
todo el mundo que no tener ninguno”, argumentan desde la Oficina de
Derechos Humanos. A nuestro entender, sin embargo, este plan ni siquiera
va a funcionar como un “mal menor”. Porque, de hecho, puede operar como
un freno normativo a la hora de exigir responsabilidades efectivas a
las grandes corporaciones por los impactos de sus negocios sobre los
derechos humanos. Dicho de otro modo: si se consolidan las medidas
basadas en la sensibilización del mundo empresarial, la comunicación y
el diálogo, las prácticas de buen gobierno, la ética y la transparencia,
la elaboración de memorias y guías, los códigos de buenas prácticas y
la acción social, será imposible avanzar de manera efectiva en la
instauración de mecanismos de control y normas vinculantes para obligar a
las empresas a respetar los derechos humanos en cualquier parte del
mundo.
Que es lo que, por cierto, se está
debatiendo precisamente estos momentos en Naciones Unidas, donde esta
semana está teniendo lugar la 3ª sesión del grupo de trabajo
intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos.
Mientras el Gobierno español sigue demostrando su “compromiso con los
derechos humanos” con la visita del ministro de Economía a los Emiratos Árabes Unidos
para firmar un acuerdo que aumente el comercio bilateral, en el Consejo
de Derechos Humanos de la ONU ahora se está tratando de avanzar en la negociación de un tratado vinculante
que obligue a las multinacionales a respetar los derechos humanos en
todos los países por igual. No en vano, en Ginebra se están oponiendo
dos lógicas: la que aboga por la “responsabilidad social”, los
Principios Rectores y los Planes de Empresas y Derechos Humanos, por un
lado, frente a la que promueve la elaboración de un instrumento
internacional jurídicamente vinculante para asegurar el cumplimiento de
los derechos humanos por parte de las grandes corporaciones, por otro.
Es decir, la impunidad del poder corporativo frente a los derechos de
las mayorías sociales.
* Juan Hernández Zubizarreta (@JuanHZubiza) y Pedro Ramiro (@pramiro_) son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
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