Presidente, señoras y señores, colegas: les pido un momento de atención en medio de las convulsiones de estos días, una pausa de reflexión puede hacer bien.
Quería recordar un evento, del que se cumple este año el centenario. El 24 de octubre, según el calendario Juliano, o el 7 de noviembre según el calendario gregoriano, de 1917, explotaba en el mundo la revolución en Rusia. Me he estado preguntando sobre la conveniencia de proponer aquí en el Senado de la República recordar esta fecha.
Soy consciente que esto puede molestar la sensibilidad de algunos y algunas, que legítimamente pueden alimentar, con respecto a aquel evento, una hostilidad absoluta.
Pero estamos a cien años de aquella fecha y podemos hablar, como yo lo intento, con pasión y al mismo tiempo con desencanto.
No sé si es verdad o leyenda, que una vez le preguntaron a Chou En-Lai, en los años cincuenta del Siglo pasado, sobre qué opinaba sobre la revolución francesa de 1789. Y la respuesta fue: “es muy pronto para hablar de ello”. De aquellos “Diez días que conmovieron al mundo”, según el reportaje que hizo el periodista estadounidense John Reed, del que tratan hoy muchos diarios, muchas revistas, muchos libros, se podría decir lo mismo. Además, para poner un poco de ironía en acontecimientos que tienen no poco de visión trágica, se podría decir que también ésta, como hacemos frecuentemente en este recinto, es la conmemoración de un difunto.
Aquí, en el Palazzo Madama, especialmente en la primer Legislatura, tras la Constituyente, ocuparon un lugar algunos protagonistas que habían vivido aquella historia en primera persona. Y este recuerdo quiere ser un homenaje a esos padres.
1917 es consecuencia de 1914. Sin la Gran Guerra, no hubiese sucedido la Gran Revolución.
Y lo que hay que recordar de inmediato es que el primer reclamo, que tal vez más que otros produjeron el éxito de la revolución, fue el reclamo de paz: paz a toda costa, se dijo, incluso a costa de perder la guerra.
Cuando Lenin, en contra de todos, firmó el tratado de Brest Litovsk, aceptó las más penosas condiciones, con tal de que los soldados volvieran a sus casas. Lenin era el autor de aquella que, en mi opinión es la más audaz de todas las consignas subversivas, cuando dijo: soldados, trabajadores y campesinos rusos no disparen a los soldados y campesinos alemanes, den vuelta sus fusiles y disparen a sus generales zaristas.
Era aquella idea, expresada por primera vez por Marx, del internacionalismo proletariado, “proletarios de todos los países, uníos”, una idea nunca dejada de lado, que profundiza sus largas raíces en el humanismo moderno.
Ya en la revuelta revolucionaria de 1905, los soldados se habían negado a dispar a la multitud, y habían disparado a sus oficiales.
1905 y 1917 son las dos etapas de la revolución en Rusia. La lúcida estrategia, que será la de los bolcheviques contra los mencheviques, era que los comunistas debían convencerse de que la revolución democrática había que llevarla a sus consecuencias naturales, que estaban en la revolución socialista.
Si democracia es de hecho el kratos en manos del demos, el poder en manos del pueblo, ¿cuál instrumento puede ser más democrático que el soviet, de los consejos de los trabajadores y los campesinos?
Pero, atención, los soviets debían convertirse en Estado, debían asumir los intereses generales. Y, en la práctica, en lugar de hacerse Estado, se convirtieron en partido, tal vez que no haya sido Estado sea el verdadero punto catastrófico del conjunto del proyecto.
Sin embargo, aquella democracia directa no tiene nada que ver con las democracias actuales. Ésta no solo no se hace institución, sino que es anti institucional y también anti política y entonces es no solo conservadora, sino incluso reaccionaria.
La revolución comenzó con tres palabras como consignas: paz, pan y tierra. Palabras simples que tocaron el corazón del antiguo pueblo ruso.
Tres cosas que habían sido quitadas a aquel pueblo. La revolución se las restituyó. Por esto “el asalto al cielo”, que habían intentado en vano los heroicos comuneros de Paris, ganaron en San Petersburgo con el asalto al Palacio de Invierno.
Colegas: conozco bien cómo sigue la historia. Una revolución, que había nacido de la guerra, se encontró en guerra con el resto del mundo, cercada y combatida. No intento, por esto, esconder, y menos justificar, las desviaciones, los errores, la violencia, los verdaderos y propios crímenes cometidos.
Aquí, está el gran problema de por qué la revolución, es decir el gran proyecto de transformación del curso de las cosas, desemboca históricamente en el terror.
Y el problema no involucra solo a los proletarios. Los burgueses no han resuelto de manera diferente la toma del poder. La revolución inglesa a mediados del Seiscientos, la revolución francesa de fines del Setecientos, ambas han hecho caer en el canasto la cabeza del rey. Y la revolución estadounidense, para lograr la más estable democracia del mundo, pasó por una terrible guerra civil.
Revolución y guerra, revolución y terror, ¿son entonces inseparables? ¿Debemos entonces por esto renunciar al intento de un cambio total? ¿Es necesario resignarse a las prácticas de reformas graduales, que nunca arriesgan a poner en discusión la relación, que es una relación forzada, entre el abajo y el arriba, entre lo bajo y lo alto de la sociedad?
Este es el problema que nos presenta aún hoy, después de un siglo, aquel octubre del 17.
Es por esto por lo que, de ser posible, aislaría el valor liberador de aquel acto revolucionario de los fracasos de la época y también de las restricciones anti libertarias, que lo siguieron en su realización.
Recuerdo una fecha y condeno su negación. Aquel acto encuentra su fundación en el admirable inicio del Siglo. El primer decenio del Novecientos presencia la irrupción, y eso también es subversivo, de la transmutación de todas las formas: en el campo artístico, con las vanguardias, el arte figurativo, poesía, narrativa, música; en el campo científico, con el fin de la mecánica newtoniana y el avance del principio de indeterminación; en el pensamiento filosófico con el cuestionamiento de la razón iluminista.
¿Cómo podían las formas de la política, organizaciones e instituciones no ser modificadas por este Sturm und Dang, por este ímpetu y asalto? Así como la gran Viena es el corazón de esta convulsión cultural, así San Petersburgo se convierte en el corazón de esta convulsión política.
El siglo será totalmente marcado. El alma y las formas es el espléndido título de un libro del joven Lukács, en 1911. Era el alma de Europa, y era, como dirá años después Husserl, la crisis de las ciencias europeas, a tirar todas las formas del ochocientos. El espíritu se anticipa siempre a la historia
La revolución del 17 en Rusia está en medio de este fermento total. Acto de liberación, que pondrá en movimiento masas enormes del pueblo y provocará elecciones de vida de pequeñas y grandes personalidades.
Muchos de los rebeldes antifascistas fueron convocados; mientras iban a la cárcel o en el exilio, muchos de los combatientes en la Guerra de España contra los franquistas, muchos de los partisanos que subieron la montaña para luchar contra los nazis.
Si leyeran las cartas de los condenados a muerte durante la Resistencia, en Italia y en Europa, encontrarán frecuentemente un último grito de saludo por aquel evento.
Me doy cuenta de que hablo con demasiada participación, e incluso énfasis. Pero vean, colegas, yo me considero hijo de aquella historia.
Y francamente les digo que ni siquiera estaría aquí sino hubiera comenzado allí. Aquí, para hacer política por los mismos fines con otros medios, sin repetir nada de aquel tiempo lejano, que pasó por tantas transformaciones, permaneciendo idéntico.
Les aseguro, un ejercicio incluso temerario, pero entusiasmante. Si aún se nos permite ser entusiastas en estos tiempos tristes. Les pido disculpas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario