La histeria desatada en estos días por la utilización de datos de los usuarios de Facebook,
recuerda la conmoción que se vivió hace seis décadas al conocerse la
mercadotecnia que utilizaban los gigantes publicitarios de Madison Avenue. Recuerdo que una escala en Barcelona, en diciembre de 1987, sirvió para hacerme con un ejemplar del libro de William Meyers Los creadores de Imagen (1984) sobre la industria de las agencias de publicidad.
Hacia ya cerca de 30 años que Vance Packard había escrito The Hidden Persuaders, una obra sobre la capacidad de la publicidad para controlar nuestras vidas, que tuvo un enorme impacto en la sociedad norteamericana. Aún así, la solapa interior del libro de Meyers resultaba sugestiva: “En la actualidad los publicitarios no son meros persuasores, son psicólogos/vendedores. Para ellos no somos meros consumidores, sino que nos han dividido y clasificado en grupos, cada uno con necesidades emocionales claramente definidas, que pueden ser medidas de forma científica, y para cada una de ellas existe su correspondiente producto”.
Hacia ya cerca de 30 años que Vance Packard había escrito The Hidden Persuaders, una obra sobre la capacidad de la publicidad para controlar nuestras vidas, que tuvo un enorme impacto en la sociedad norteamericana. Aún así, la solapa interior del libro de Meyers resultaba sugestiva: “En la actualidad los publicitarios no son meros persuasores, son psicólogos/vendedores. Para ellos no somos meros consumidores, sino que nos han dividido y clasificado en grupos, cada uno con necesidades emocionales claramente definidas, que pueden ser medidas de forma científica, y para cada una de ellas existe su correspondiente producto”.
Los once capítulos de la obra versan sobre diferentes casos de
productos y servicios a los que, tras el suministro de las misteriosas
pócimas de los habitantes de la calle Madison, se convertían en fórmulas de éxito como por arte de magia. El medio en el que estos alquimistas y manipuladores de mentes operaban era la televisión, de cuya tecnología se aprovechaba un naciente negocio que acabaría rindiendo extraordinarios beneficios económicos.
Visto con la perspectiva de los años, la monstruosa industria emocional y los enigmáticos psicogramas de los ‘Hombres de Madison’ que tan bien retrata Mad Men, se nos antoja más bien propios de una época naif, con su cirugía plástica aplicada a los productos para hacerlos apetecibles mediante imágenes sugestivas, slogans pegadizos y recompensas esencialmente simplonas que venían a dar respuesta a las necesidades de bienestar y confort de la nueva sociedad salida de la Segunda Guerra Mundial.
Muy lejos, por tanto, de la brujería siniestra y maliciosa que durante años se atribuyó a los publicistas, pero bastante más cerca de lo que ahora conocemos como “Fake News”: noticias que uno quiere creer aunque sepa que no son ciertas (el reclamo de una Sonrisa Profiden sin ir más lejos).
No viene al caso aquí analizar el doble rasero con el que se trata al presidente hawaiano y al magnate neoyorquino. Lo importante es hacer hincapié en que tanto ahora como en los tiempos de Mad Men, la información sobre el público objetivo destinatario de los mensajes sigue siendo un activo muy valioso ya sea para vender un producto cosmético o un candidato político.
En ambos casos se trata de analizar las necesidades y preferencias de los consumidores o votantes para brindarles la mejor oferta posible, algo que no implica, ni mucho menos, que la clientela se trague la píldora sin rechistar. La experiencia parece demostrarnos, más bien, que la gente hace uso de su libertad individual con mayor frecuencia de lo que parece.
No. El problema de Facebook no son los datos que puedan tener de cientos de millones personas, sino el imparable deterioro económico y de credibilidad que ha propiciado en el llamado Main Stream Media, las terminales mediáticas de las élites político-económicas a cuenta de plataformas como la de Zuckerberg. Antes de la llegada de la televisión los ingresos mayoritarios de la prensa provenían de las suscripciones, y lo más parecido a la publicidad que uno podía encontrar en sus páginas eran los anuncios por palabras o algún elixir de efectos milagrosos.
El proceso ha sido tan gradual como implacable: primero y al igual que ocurrió tras él nacimiento de la industria publicitaria, surgieron los ‘arrepentidos’ expresando sus remordimientos por los perniciosos efectos de la criatura por ellos creada. Más tarde la reacción de las autoridades, con anuncios de nuevas medidas regulatorias, seguidas por el consiguiente mea culpa de la empresa, comprometiéndose a censurar contenidos y primar las informaciones ‘de calidad’, es decir, las de siempre.
El doble reto al que se enfrenta Zuckerberg es pues de enorme envergadura. Por un lado tiene a todo el aparato de información tradicional clamando contra el daño que su plataforma les ha infligido y exigiendo compensaciones por medio de un mayor reparto de los beneficios. Por otro, se le impone la tarea de silenciar a quienes puedan resultar una amenaza para el poder establecido. No es poca cosa para un joven solitario cuyo principal objetivo era aumentar sus posibilidades de ligar en el campus.
Si en las comparecencias parlamentarias que le aguardan, Zuckerberg opta por el traje y la corbata, podremos visualizar con mayor claridad que no es tanta la distancia que le separa de Don Draper. Igual hasta caemos en la cuenta de que, en unos años, las sofisticadas técnicas que hoy nos abruman parecerán tan pedestres como las que utilizaban los genios de la avenida Madison.
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Según William Meyers, los publicistas manipulaban las mentes mediante exageraciones, mensajes subliminales, ardides y engañosLas fórmulas para conseguir tan perversos efectos estaban ligadas a las exageraciones, los mensajes subliminales, los ardides y los engaños de una industria que aprovechaba la nueva era de abundancia en la América triunfante. “Anunciar es hurgar en heridas abiertas… miedo, ambición, angustia, hostilidad” confesaba Jerry Della Famina uno de los más exitosos miembros del gremio, y de los primeros ‘arrepentidos’ del monstruo que había creado la industria de la publicidad. El propio Packard, por su parte, sentenciaba que “si el negocio de la publicidad se deja sin control, lo más probable es que acabe por controlar nuestras vidas”.
Visto con la perspectiva de los años, la monstruosa industria emocional y los enigmáticos psicogramas de los ‘Hombres de Madison’ que tan bien retrata Mad Men, se nos antoja más bien propios de una época naif, con su cirugía plástica aplicada a los productos para hacerlos apetecibles mediante imágenes sugestivas, slogans pegadizos y recompensas esencialmente simplonas que venían a dar respuesta a las necesidades de bienestar y confort de la nueva sociedad salida de la Segunda Guerra Mundial.
Muy lejos, por tanto, de la brujería siniestra y maliciosa que durante años se atribuyó a los publicistas, pero bastante más cerca de lo que ahora conocemos como “Fake News”: noticias que uno quiere creer aunque sepa que no son ciertas (el reclamo de una Sonrisa Profiden sin ir más lejos).
El calvario de Zuckerberg, el hombre de la camiseta y las zapatillas
Estos días atrás, al joven fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, se le congeló la sonrisa tras saberse que una aplicación de la firma Cambridge Analytica había accedido a los datos de 50 millones de usuarios de la red social, utilizados posteriormente para favorecer la campaña de Donald Trump. Poco se habla, sin embargo, de que Barack Obama hizo exactamente lo mismo en su campaña de reelección en 2012, tal y como confesaba en su cuenta de Twitter Carol Davidsen, su directora de Integración y Análisis de Datos, quien utilizó la misma herramienta de Cambridge Analytica (conocida como API) para establecer una base de votantes afectos a Barack Obama.La información sobre el público objetivo destinatario de los mensajes ha sido siempre un activo muy valioso para vender cualquier producto
No viene al caso aquí analizar el doble rasero con el que se trata al presidente hawaiano y al magnate neoyorquino. Lo importante es hacer hincapié en que tanto ahora como en los tiempos de Mad Men, la información sobre el público objetivo destinatario de los mensajes sigue siendo un activo muy valioso ya sea para vender un producto cosmético o un candidato político.
En ambos casos se trata de analizar las necesidades y preferencias de los consumidores o votantes para brindarles la mejor oferta posible, algo que no implica, ni mucho menos, que la clientela se trague la píldora sin rechistar. La experiencia parece demostrarnos, más bien, que la gente hace uso de su libertad individual con mayor frecuencia de lo que parece.
La clientela no se traga la publicidad sin rechistar: la gente hace uso de su libertad individual con mayor frecuencia de lo que pareceDe ahí que no se pueda atribuir a las agencias de publicidad o a las plataformas como Facebook el papel determinante que se nos quiere hacer creer en los últimos tiempos. Ni las agencias entonces ni las plataformas ahora representan peligro alguno para la sociedad o la democracia. Ambas buscan necesidades no cubiertas, demandas insatisfechas y opciones que sintonicen con un sentir colectivo. De no partir de esta premisa, se podrá crear momentáneamente una demanda artificial y efímera que tarde o temprano acabará extinguiéndose o tornándose residual.
No. El problema de Facebook no son los datos que puedan tener de cientos de millones personas, sino el imparable deterioro económico y de credibilidad que ha propiciado en el llamado Main Stream Media, las terminales mediáticas de las élites político-económicas a cuenta de plataformas como la de Zuckerberg. Antes de la llegada de la televisión los ingresos mayoritarios de la prensa provenían de las suscripciones, y lo más parecido a la publicidad que uno podía encontrar en sus páginas eran los anuncios por palabras o algún elixir de efectos milagrosos.
El imparable ascenso de las plataformas de Internet ha dejado a la prensa en estado terminal y a las cadenas de televisión convencionales seriamente tocadasFue la televisión la que catapultó la industria de la publicidad y esta a su vez hizo posible la edad de oro de la prensa escrita, un reinado compartido que se ha mantenido hasta la aparición de Internet y las nuevas plataformas digitales. El imparable ascenso de la empresa de Zuckerberg y sus adláteres en estos últimos años ha dejado muy tocadas a ambas industrias. La prensa, en estado terminal. Las cadenas de televisión convencionales, muy tocadas por los nuevos hábitos de consumo en tabletas y móviles. Demasiadas víctimas por el camino como para que estas no intentaran resarcirse con oportunidades tan propicias para el contraataque como el Brexit o la victoria de Trump.
El proceso ha sido tan gradual como implacable: primero y al igual que ocurrió tras él nacimiento de la industria publicitaria, surgieron los ‘arrepentidos’ expresando sus remordimientos por los perniciosos efectos de la criatura por ellos creada. Más tarde la reacción de las autoridades, con anuncios de nuevas medidas regulatorias, seguidas por el consiguiente mea culpa de la empresa, comprometiéndose a censurar contenidos y primar las informaciones ‘de calidad’, es decir, las de siempre.
Los medios convencionales intentan resarcirse induciendo a las autoridades a imponer regulaciones que obliguen a las plataformas de Internet a censurar contenidosFinalmente, un episodio vendido como un supuesto robo de datos brinda la excusa perfecta para iniciar una investigación a escala internacional que daña económicamente a la compañía, y crea un serio problema reputacional a su fundador. Tras un inexplicable silencio de seis días, Zuckerberg ha comparecido para reconocer los errores cometidos y anunciar medidas para subsanarlos. Entretanto, se le acumulan las citaciones en Londres, Bruselas y Washington para dar explicaciones de lo sucedido.
La Red: el último reducto de libertad
Hay muchos aspectos cuestionables en la influencia de las redes sociales en estos últimos tiempos. Los linchamientos públicos, la degradación de los debates a meros intercambios de insultos y descalificaciones. El activismo militante de quienes buscan imponer nuevos mecanismos de ingeniería social a través de un Pensamiento Único sin resquicios para la disidencia.Son esos islotes de libertad, alejados las consignas oficiales los que ahora se pretende neutralizar, máxime cuando las sociedades pudieran estar saliendo del letargo de las últimas décadasPero no es menos cierto que a su amparo han hecho acto de presencia quienes están dispuestos a plantar cara a esas nuevas fórmulas de totalitarismo postmoderno con argumentos que chirrían con los postulados de agenda progresista. Son esos islotes de libertad, alejados de los tópicos, los mantras y las consignas oficiales los que ahora se pretende neutralizar, máxime cuando hay indicios fundados de que las sociedades pudieran estar desperezándose y saliendo del letargo de las últimas décadas.
El doble reto al que se enfrenta Zuckerberg es pues de enorme envergadura. Por un lado tiene a todo el aparato de información tradicional clamando contra el daño que su plataforma les ha infligido y exigiendo compensaciones por medio de un mayor reparto de los beneficios. Por otro, se le impone la tarea de silenciar a quienes puedan resultar una amenaza para el poder establecido. No es poca cosa para un joven solitario cuyo principal objetivo era aumentar sus posibilidades de ligar en el campus.
Se impone a las plataformas de Internet la tarea de silenciar a quienes pudieran resultar una amenaza para el poder establecidoSi bien tengo para mí que dentro unos años el “Affair Zuckerberg” nos evocará la misma sensación que ahora nos producen quienes creían que los Chicos de Madison dominarían el mundo, es muy posible que, a sus 33 años, este antiguo estudiante de Harvard haya iniciado su particular calvario, en el que descubrirá lo difícil que es jugar a formar parte de las estructuras de poder mundial, por mucho que haya intentado disimular el intento vistiendo su sempiterna camiseta gris y zapatillas de deporte.
Si en las comparecencias parlamentarias que le aguardan, Zuckerberg opta por el traje y la corbata, podremos visualizar con mayor claridad que no es tanta la distancia que le separa de Don Draper. Igual hasta caemos en la cuenta de que, en unos años, las sofisticadas técnicas que hoy nos abruman parecerán tan pedestres como las que utilizaban los genios de la avenida Madison.
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