“…Desmintiendo tópicos y sugiriendo incómodos
paralelismos para todo lector occidental, este libro nos abre los ojos
al desalentador espectáculo de una gente embrutecida, endeudada,
fundamentalista cristiana y amante de la caza, a la que no le alcanza ni
para pagar las medicinas. Personas que, sin embargo, en defensa del
«estilo de vida americano», votan a los republicanos «porque tienen más
pelotas», y de este modo acaban decidiendo el destino de un mundo que ni conocen ni comprenden.”
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Esta es parte de la reseña comercial del libro “Crónicas de la América profunda” (2007), de Joe Bageant, toda una declaración de intenciones que, al menos honestamente, nos advierte que el texto contiene una crítica despiadada hacia la amplia clase media rural norteamericana. Una clase decrépita que, no obstante, se resiste a asumir el cambio de paradigma que las élites de expertos radicados en las grandes ciudades tratan de imponer “en bien de ellos“.
Por el libro, escrito poco antes de la victoria de Barack Obama, desfilan personajes muy variados, hombres y mujeres en una aparente situación terminal de la que son plenamente conscientes. Y sin embargo, aborrecen a los escasísimos políticos demócratas que se acercan a hacer campaña a sus pequeños y polvorientos pueblos para recordarles lo que ya saben, que viven bordeando la miseria, y ofrecerles servicios sociales a cambio de su voto.
Se trata de gente como Joey, que no puede costearse un caro trasplante de cadera y camina de un lado a otro cojeando, como si fuera un androide destartalado. O Dotie, una mujer de cincuenta y nueve años, que pesa ciento treinta kilos y puede cantar las canciones de Patsy Cline casi tan bien como la propia Patsy, pero que padece una insuficiencia cardíaca grave para la que necesita una costosa medicación que, cuando le surge un gasto imprevisto, no puede comprar.
En definitiva, no votarán a Obama en las elecciones presidenciales de 2009, porque no creen en el “Ye We Can” sino en el mucho más americano “Yes I can“. Y si uno no puede, tocará aguantarse. Para ellos la libertad individual es eso: un valor sagrado. Tan sagrado o más que las escrituras de la Biblia que muchos escuchan regularmente todos los domingos.
“La gente trabajadora no niega la realidad: la crea desde lo más profundo de su ignorancia, mientras la presunta izquierda reflexiona y se pregunta por qué no puede obtener ninguna influencia política sobre esas almas. Para esta gente la realidad es el fútbol americano, las carreras NASCAR y una república con armas de fuego. Ésa es la realidad por la que votan: una República armada y con principios éticos.”
Pero esta ignorancia, siendo en muchos casos innegable, no puede explicar por sí sola las razones últimas por las que este ejército de parias se niega a depender de los burócratas, a vivir del Estado del Bienestar. En realidad, tanto el culto como el ignorante se rendirían ante una causa mayor como es el instinto de supervivencia.
Que la gente llegue al extremo de poner en riesgo su salud, o incluso su vida, por conservar sus convicciones o su estilo de vida no puede explicarse simplemente por la ignorancia ni por un trastorno mental colectivo: el instinto de supervivencia puede anularse en algunas personas, pero nunca en tantas y al mismo tiempo.
Este no es sólo un problema norteamericano, exclusivo de su idiosincrasia. Algo similar sucede en otros países de Europa e Iberoamérica; también en España. El “problema” no son sólo de los Tommy y Mary, también son los Antonio y María. Un movimiento contestario, hasta ayer silencioso, empieza a propagarse por las sociedades desarrolladas.
Pero los diagnósticos de los expertos siguen inasequibles a la realidad. Mientras el mundo parece reaccionar ante lo que podría ser una indigestión de Corrección Política, algunos de estos expertos prometen conjurar el peligro reinventando “lo liberal”, porque, en su opinión, los liberales clásicos reclamarían hoy políticas sociales tan amplias como las que poseen los países del centro y norte de Europa. Pero lo más probable es que tales clásicos contemplasen con espanto sociedades donde las personas viven y mueren en soledad, tras haber delegado toda contingencia humana, toda responsabilidad en el Estado, convirtiéndose en seres deshumanizados.
Los expertos de la posmodernidad siempre aluden a la sociedad como un ente tenebroso, que debe ser reconducido. Nunca apelan al individuo porque éste, con sus preferencias, convicciones y convenciones, resulta incómodo, inmanejable y, en ocasiones, irritantemente indisciplinado. Pero, en el fondo, el ciudadano es tanto o más racional y coherente que los ingenieros sociales, que formulan sus juicios muy condicionados por conflictos de intereses y sesgos ideológicos. Aun así, el mensaje de las élites no varía: si quieres bienestar material debes renunciar a tu libertad. Es el dulce sabor de su arsénico.
De esta forma, Occidente fue abjurando de su historia, de hábitos y conocimientos sociales acumulados por la experiencia de siglos, quebrando ese frágil proceso por el que los nuevos descubrimientos se van incorporando paulatinamente al acervo cultural. En adelante, la sociedad se diseñaría y construiría partiendo de cero, sin aprovechar la experiencia histórica, una suerte de adanismo que marca a fuego el mundo de hoy.
Lasch también puso el dedo en la llaga cuando distinguió entre la ética de la compasión, propia de los ingenieros sociales, del Estado intrusivo, y la ética del respeto, propia de los habitantes de esa América profunda, cuyo comportamiento pudiera parecer irracional pero que, en realidad, obedece al principio de responsabilidad. Las comunidades rurales de clase media, fundamentadas en la pequeña propiedad, se basan en la confianza en sus propios medios, en la superación individual y en una red de lazos familiares y comunitarios, que sirven de estructuras de ayuda y apoyo voluntario.
Sin embargo, sostiene Lasch, el recurso al Estado como elemento protector, de ayuda universal, reemplaza estos los lazos informales por vínculos legales, debilitando la confianza en los demás, socavando la disposición a asumir las propias obligaciones y destruyendo el respeto por la autoridad.
Hoy, las élites dirigentes nos hacen creer, de forma interesada, que el sistema es inherentemente opresivo, que discrimina a ciertos grupos minoritarios: justifican así su omnipresente intervención. Pero la aparente compasión acaba convirtiéndose realmente en desprecio y en un tratamiento distinto según el grupo al que pertenece cada uno, algo que socava gravemente las bases de la democracia que, por definición, no admite distintos tratos, ni los dobles raseros que los expertos tratan de imponer.
Como explicaba el sociólogo Donald Black, los conflictos sobre cuestiones que afectan a principios básicos, a valores fundamentales y cuestiones éticas, acertadas o equivocadas, generan en la sociedad tensiones y desacuerdos insuperables. Las personas, aun a disgusto, pueden adaptarse a una subida de impuestos, pero difícilmente aceptarán una ley que violente sus convicciones más íntimas.
De ahí, que cada vez más gente se levante contra esa ingeniería social que impone una absurda corrección política, que trata al ciudadano como un niño, incapaz de tomar decisiones, siempre a merced de las paternales instrucciones de los expertos. Y es que muchas personas se han percatado de que esa milagrosa medicina, de sabor dulce y agradable, que recetan constantemente los ingenieros sociales constituye, en realidad, la mayor conspiración contra la libertad desde que fueron desapareciendo aquellos totalitarismos basados en la fuerza.
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Esta es parte de la reseña comercial del libro “Crónicas de la América profunda” (2007), de Joe Bageant, toda una declaración de intenciones que, al menos honestamente, nos advierte que el texto contiene una crítica despiadada hacia la amplia clase media rural norteamericana. Una clase decrépita que, no obstante, se resiste a asumir el cambio de paradigma que las élites de expertos radicados en las grandes ciudades tratan de imponer “en bien de ellos“.
Por el libro, escrito poco antes de la victoria de Barack Obama, desfilan personajes muy variados, hombres y mujeres en una aparente situación terminal de la que son plenamente conscientes. Y sin embargo, aborrecen a los escasísimos políticos demócratas que se acercan a hacer campaña a sus pequeños y polvorientos pueblos para recordarles lo que ya saben, que viven bordeando la miseria, y ofrecerles servicios sociales a cambio de su voto.
Se trata de gente como Joey, que no puede costearse un caro trasplante de cadera y camina de un lado a otro cojeando, como si fuera un androide destartalado. O Dotie, una mujer de cincuenta y nueve años, que pesa ciento treinta kilos y puede cantar las canciones de Patsy Cline casi tan bien como la propia Patsy, pero que padece una insuficiencia cardíaca grave para la que necesita una costosa medicación que, cuando le surge un gasto imprevisto, no puede comprar.
Para ellos la libertad individual es eso: un valor sagrado. Tan sagrado como las escrituras de la Biblia que escuchan regularmente todos los domingosSin embargo, ni Joey ni Dotie, ni otros muchos personajes que desfilan por las páginas del libro, toleran que se sienta lástima por ellos. Tampoco están dispuestos a dejar de ser quienes son para echarse en brazos de los políticos. Asumirán su destino y tratarán de vivir conforme a sus principios hasta el último instante de sus vidas, sean estas largas o breves.
En definitiva, no votarán a Obama en las elecciones presidenciales de 2009, porque no creen en el “Ye We Can” sino en el mucho más americano “Yes I can“. Y si uno no puede, tocará aguantarse. Para ellos la libertad individual es eso: un valor sagrado. Tan sagrado o más que las escrituras de la Biblia que muchos escuchan regularmente todos los domingos.
¿Simple ignorancia o la punta del iceberg?
Sin embargo, en opinión de Joe Bageant su resistencia numantina al “progreso” se debe a la ignorancia atroz que envuelve a la mayoría de los Joey y Dotie que pueblan la América profunda“La gente trabajadora no niega la realidad: la crea desde lo más profundo de su ignorancia, mientras la presunta izquierda reflexiona y se pregunta por qué no puede obtener ninguna influencia política sobre esas almas. Para esta gente la realidad es el fútbol americano, las carreras NASCAR y una república con armas de fuego. Ésa es la realidad por la que votan: una República armada y con principios éticos.”
Pero esta ignorancia, siendo en muchos casos innegable, no puede explicar por sí sola las razones últimas por las que este ejército de parias se niega a depender de los burócratas, a vivir del Estado del Bienestar. En realidad, tanto el culto como el ignorante se rendirían ante una causa mayor como es el instinto de supervivencia.
Que la gente llegue al extremo de poner en riesgo su salud, o incluso su vida, por conservar sus convicciones o su estilo de vida no puede explicarse simplemente por la ignorancia ni por un trastorno mental colectivo: el instinto de supervivencia puede anularse en algunas personas, pero nunca en tantas y al mismo tiempo.
Detrás de todo aparente error humano se encierra una verdad que muchas veces se nos escapa… o que intencionadamente se hurta a la opinión públicaEn el libro de Bageant hay algo de verdad; pero no “toda la verdad”. Existe algo más que mantiene a estos desheredados en pie, contra viento y marea, resistiéndose a ser salvados. Detrás de todo aparente error humano se encierra una verdad que muchas veces se nos escapa… o que intencionadamente se hurta a la opinión pública.
Este no es sólo un problema norteamericano, exclusivo de su idiosincrasia. Algo similar sucede en otros países de Europa e Iberoamérica; también en España. El “problema” no son sólo de los Tommy y Mary, también son los Antonio y María. Un movimiento contestario, hasta ayer silencioso, empieza a propagarse por las sociedades desarrolladas.
Pero los diagnósticos de los expertos siguen inasequibles a la realidad. Mientras el mundo parece reaccionar ante lo que podría ser una indigestión de Corrección Política, algunos de estos expertos prometen conjurar el peligro reinventando “lo liberal”, porque, en su opinión, los liberales clásicos reclamarían hoy políticas sociales tan amplias como las que poseen los países del centro y norte de Europa. Pero lo más probable es que tales clásicos contemplasen con espanto sociedades donde las personas viven y mueren en soledad, tras haber delegado toda contingencia humana, toda responsabilidad en el Estado, convirtiéndose en seres deshumanizados.
Los expertos de la posmodernidad siempre aluden a la sociedad como un ente tenebroso, que debe ser reconducido. Nunca apelan al individuo porque éste, con sus preferencias, convicciones y convenciones, resulta incómodo, inmanejable y, en ocasiones, irritantemente indisciplinado. Pero, en el fondo, el ciudadano es tanto o más racional y coherente que los ingenieros sociales, que formulan sus juicios muy condicionados por conflictos de intereses y sesgos ideológicos. Aun así, el mensaje de las élites no varía: si quieres bienestar material debes renunciar a tu libertad. Es el dulce sabor de su arsénico.
La otra realidad que se hurta a la opinión pública
El sociólogo norteamericano Christopher Lasch, ya había identificado este conflicto con bastante antelación. En su libro, The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy (1994), señaló que “si en un tiempo fue la Rebelión de las Masas la que amenazó el orden social y la cultura de Occidente, hoy la principal amenaza proviene de aquellos situados en la parte más alta de la jerarquía social […] las nuevas élites se han rebelado contra la América convencional, a la que imaginan tecnológicamente atrasada, retrasada en sus gustos, presuntuosa y complaciente, aburrida y desaliñada”.Las élites consideraron que el apego a las costumbres del pasado era un comportamiento irracional que justificaba la tutela de los ciudadanos por parte del EstadoEstas élites consideraron que el apego a las costumbres del pasado era un comportamiento irracional que justificaba la guía y tutela de los ciudadanos por parte del Estado. Corregir estos “malos hábitos” requería por parte de políticos, técnicos y expertos una ingeniería social intrusiva, que impusiera nuevas formas de ser, de pensar, siempre fundamentadas en una aparente modernidad, basada en los últimos descubrimientos.
De esta forma, Occidente fue abjurando de su historia, de hábitos y conocimientos sociales acumulados por la experiencia de siglos, quebrando ese frágil proceso por el que los nuevos descubrimientos se van incorporando paulatinamente al acervo cultural. En adelante, la sociedad se diseñaría y construiría partiendo de cero, sin aprovechar la experiencia histórica, una suerte de adanismo que marca a fuego el mundo de hoy.
Lasch también puso el dedo en la llaga cuando distinguió entre la ética de la compasión, propia de los ingenieros sociales, del Estado intrusivo, y la ética del respeto, propia de los habitantes de esa América profunda, cuyo comportamiento pudiera parecer irracional pero que, en realidad, obedece al principio de responsabilidad. Las comunidades rurales de clase media, fundamentadas en la pequeña propiedad, se basan en la confianza en sus propios medios, en la superación individual y en una red de lazos familiares y comunitarios, que sirven de estructuras de ayuda y apoyo voluntario.
Sin embargo, sostiene Lasch, el recurso al Estado como elemento protector, de ayuda universal, reemplaza estos los lazos informales por vínculos legales, debilitando la confianza en los demás, socavando la disposición a asumir las propias obligaciones y destruyendo el respeto por la autoridad.
La falsa piedad de los ingenieros sociales
La ideología de la compasión, fomentada por el Estado Protector, resulta atractiva a primera vista pero es una de las causas principales de la quiebra social porque la convivencia no depende tanto de la compasión como del respeto mutuo. La Corrección Política se basa en una mal entendida compasión que dice proteger a los “grupos víctima” pero, en realidad, los degrada a objetos de lástima, no de respeto. Sentimos lástima por aquellos que sufren o, al menos, por los que se jactan de ello. Pero el respeto lo reservamos para quienes asumen la responsabilidad de sus actos.Hoy, las élites dirigentes nos hacen creer, de forma interesada, que el sistema es inherentemente opresivo, que discrimina a ciertos grupos minoritarios: justifican así su omnipresente intervención. Pero la aparente compasión acaba convirtiéndose realmente en desprecio y en un tratamiento distinto según el grupo al que pertenece cada uno, algo que socava gravemente las bases de la democracia que, por definición, no admite distintos tratos, ni los dobles raseros que los expertos tratan de imponer.
Las personas de la América profunda prefieren pasar estrecheces a vivir de dádivas pues no quieren ser tratados con compasión y, por tanto, con desprecioEl rechazo a la ética de la compasión y su defensa a ultranza de la ética del respeto, del orgullo, de la responsabilidad es lo que explicaría que las personas de la América profunda se aferren a su forma de vida y prefieran pasar estrecheces a vivir de dádivas, a ser tratados como víctimas que merecen compasión y, en el fondo, un irritante desprecio. Aun siendo pobres, no permiten que nadie les arrebate el respeto que sienten hacia sí mismos y hacia sus vecinos.
Como explicaba el sociólogo Donald Black, los conflictos sobre cuestiones que afectan a principios básicos, a valores fundamentales y cuestiones éticas, acertadas o equivocadas, generan en la sociedad tensiones y desacuerdos insuperables. Las personas, aun a disgusto, pueden adaptarse a una subida de impuestos, pero difícilmente aceptarán una ley que violente sus convicciones más íntimas.
De ahí, que cada vez más gente se levante contra esa ingeniería social que impone una absurda corrección política, que trata al ciudadano como un niño, incapaz de tomar decisiones, siempre a merced de las paternales instrucciones de los expertos. Y es que muchas personas se han percatado de que esa milagrosa medicina, de sabor dulce y agradable, que recetan constantemente los ingenieros sociales constituye, en realidad, la mayor conspiración contra la libertad desde que fueron desapareciendo aquellos totalitarismos basados en la fuerza.
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