Si se examina el fabuloso crecimiento de los aparatos
políticos y administrativos de lo que llamamos Estados, es evidente que,
en la actualidad, nos encontramos en una fase casi exponencial. Las
burocracias públicas crecieron de manera paulatina desde su creación con
las Monarquías Nacionales durante el siglo XVII, pero se mantuvieron
bastante contenidas hasta las revoluciones burguesas
que le dieron al Estado un primer empujón significativo en tamaño. El
tercer impulso, en el que todavía estamos, es el que acontece con la
generalización de los llamados Estados de Bienestar, más o menos a partir del segundo tercio del Siglo XX.
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Estamos ahora mismo en una fase muy expansiva (los déficits públicos se consideran inevitables) caracterizada porque los aparatos políticos buscan fortalecer sus poderes intentando combatir, de manera cada vez más exquisita, lo que consideran nuevas amenazas y satisfacer lo que descubren como nuevas demandas.
El problema en la actualidad reside en que el Estado se ha convertido en un agente más, en un mercado de posibilidades cada vez más amplio y global y, sobre todo, en que empieza a ser evidente que sus soluciones no siempre contribuyen a resolver aquello que supuestamente las justifica.
Para concretar en el caso de España, piénsese, por ejemplo, que la multiplicación del número de universidades no ha conseguido lo que se supone lograría: un título ya no funciona eficazmente como motor de ascenso social pues el subempleo es muy alto entre los nuevos graduados. O, algo que la opinión pública no siempre percibe: la multiplicación del número de hospitales se hace a costa de la curva de experiencia de los médicos y, por supuesto, de la eficiencia en el uso de las costosísimas inversiones tecnológicas sanitarias.
Esta deriva es evidente en su función más dadivosa: la prodigalidad subvencionadora. Muchas minorías aguerridas tienen tomada la medida al Estado y obtienen aumentos incesantes en sus subsidios porque consiguen transformar su energía reivindicativa, su dominio de la calle, en miles de euros contantes y sonantes. Así, las movilizaciones feministas se traducirán en un espectacular incremento de la ya enorme cantidad de dinero que las distintas administraciones dedican a tan “noble” causa.
Las numerosas micro-revueltas que llenan el escenario público de las causas más diversas no pueden considerarse al margen de la dadivosidad pública, pues son la manera de hacer que el Presupuesto sea, por definición, insuficiente. Pero nos engañaríamos si creyésemos que el Estado benefactor, con todo su inmenso poderío, se limita a financiar pequeñas, o no tan pequeñas, revoluciones populares. Su tamaño y sus inercias le obligan a tratar de imponer nuevos escenarios de orden, a defender los supuestos intereses comunes en batallas de alto bordo.
Pero, de la misma manera que detrás de los movimientos sociales hay grupos, bien activos y conscientes, de beneficiarios, de cazadores de subvenciones, detrás de la campaña contra los supuestos abusos de Internet están los intereses de los medios clásicos que ven que se les arrebata el monopolio de la verdad, con el que tan bien sirven al Estado, y, como Antonio Camuñas escribió ayer mismo en Disidentia, pretenden evitar que las plataformas de Internet compitan con su capacidad de administrar el mercado informativo.
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Estamos ahora mismo en una fase muy expansiva (los déficits públicos se consideran inevitables) caracterizada porque los aparatos políticos buscan fortalecer sus poderes intentando combatir, de manera cada vez más exquisita, lo que consideran nuevas amenazas y satisfacer lo que descubren como nuevas demandas.
El tamaño de los Estados siempre ha crecido en función de una demanda que se mide de dos maneras: el intento de compensar las desigualdades y la necesidad de ganar adhesiones popularesNada nuevo, en realidad, porque el tamaño de los Estados siempre ha crecido en función de una doble demanda, o mejor, de una demanda que se mide de dos maneras: el intento de compensar las desigualdades y la necesidad de ganar adhesiones populares. Es decir, las que llaman políticas sociales y el puro clientelismo. El fondo del asunto reside en que el régimen de libertades tiende a crear desigualdad económica, y, con ello, resentimiento social, y los sectores que se sienten perjudicados aprenden a sindicalizar sus votos para exigir a los poderes públicos que protejan sus intereses, un proceso que se convirtió en canónico a medida que las democracias se fueron consolidando.
El problema en la actualidad reside en que el Estado se ha convertido en un agente más, en un mercado de posibilidades cada vez más amplio y global y, sobre todo, en que empieza a ser evidente que sus soluciones no siempre contribuyen a resolver aquello que supuestamente las justifica.
Para concretar en el caso de España, piénsese, por ejemplo, que la multiplicación del número de universidades no ha conseguido lo que se supone lograría: un título ya no funciona eficazmente como motor de ascenso social pues el subempleo es muy alto entre los nuevos graduados. O, algo que la opinión pública no siempre percibe: la multiplicación del número de hospitales se hace a costa de la curva de experiencia de los médicos y, por supuesto, de la eficiencia en el uso de las costosísimas inversiones tecnológicas sanitarias.
Si el Estado fuese un sujeto racional, reduciría su ineficacia relativa concentrándose en sus funciones esencialesSi el Estado fuese un sujeto racional, reduciría su ineficacia relativa concentrándose en sus funciones esenciales. Pero como, más allá de cualquier racionalidad, es un ente que se debe a presiones e intereses de todo tipo, su reacción suele ser algo más marxiana, de Groucho, (“más madera, esto es la guerra”) y corre el riesgo de lanzarse constante e irreflexivamente a nuevas aventuras, tan inciertas como el resultado obtenido en el desempeño de sus funciones clásicas.
Esta deriva es evidente en su función más dadivosa: la prodigalidad subvencionadora. Muchas minorías aguerridas tienen tomada la medida al Estado y obtienen aumentos incesantes en sus subsidios porque consiguen transformar su energía reivindicativa, su dominio de la calle, en miles de euros contantes y sonantes. Así, las movilizaciones feministas se traducirán en un espectacular incremento de la ya enorme cantidad de dinero que las distintas administraciones dedican a tan “noble” causa.
Las numerosas micro-revueltas que llenan el escenario público de las causas más diversas no pueden considerarse al margen de la dadivosidad pública, pues son la manera de hacer que el Presupuesto sea, por definición, insuficiente. Pero nos engañaríamos si creyésemos que el Estado benefactor, con todo su inmenso poderío, se limita a financiar pequeñas, o no tan pequeñas, revoluciones populares. Su tamaño y sus inercias le obligan a tratar de imponer nuevos escenarios de orden, a defender los supuestos intereses comunes en batallas de alto bordo.
El arte del político-funcionario al servicio del Estado consiste en mostrar que siempre hay un marbete justificador que puede legitimar cualquier nueva forma de intervencionismoEl arte del político-funcionario al servicio del Estado consiste en mostrar que siempre hay un marbete justificador que puede legitimar cualquier nueva forma de intervencionismo. Este es el motivo por el que los poderes públicos se aprestan a defendernos de las diabólicas tretas de los dueños de Internet que nos chupan la sangre informática que portamos para ponerla al servicio de intereses que el Estado cree que nadie sino él debiera controlar.
Pero, de la misma manera que detrás de los movimientos sociales hay grupos, bien activos y conscientes, de beneficiarios, de cazadores de subvenciones, detrás de la campaña contra los supuestos abusos de Internet están los intereses de los medios clásicos que ven que se les arrebata el monopolio de la verdad, con el que tan bien sirven al Estado, y, como Antonio Camuñas escribió ayer mismo en Disidentia, pretenden evitar que las plataformas de Internet compitan con su capacidad de administrar el mercado informativo.
Los totalitarismos siempre se han promocionado como la defensa de los débiles frente a la capacidad opresora de los poderososLos totalitarismos siempre se han promocionado como la defensa de los débiles frente a la capacidad opresora de los poderosos, pero ocultan a sangre y fuego, que detrás de su ánimo falsamente solidario y humanista se oculta el rostro del tirano, del que no quiere creer, ni en sus peores sueños, en la capacidad de los individuos para pensar y decidir por sí mismos, mientras confía en pequeños grupos subvencionados para que se entrenen en acaparar el potencial crítico y lo pongan a su servicio.
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