A raíz de esas sospechosas encuestas electorales que crean
tanta opinión como miedo, me han preguntado muchas veces cómo puede un
partido ganar las elecciones, o cuál es el modo de contrarrestar el
ascenso del adversario. Suelo omitir las críticas, que son otra
cuestión, y me remito a dos clásicos: el control de la comunicación,
porque esta democracia se mueve a golpe de opinión generada, y la creación del contenido de la felicidad.
Esto último suele ser contestado con una cara de sorpresa. Es entonces
cuando resumo, y cito la secuencia del debate público: determinación de
los conceptos, dominio de la agenda y timing de su exposición. Detrás
hay mucho más.
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La clave del éxito político se encuentra en la definición de la felicidad porque marca las necesidades, el culpable de la insatisfacción, la solución, el medio y el salvador. Lejos queda aquello de Sócrates de que la felicidad depende de la capacidad de disfrutar cada vez de menos, especialmente desde que lo material y emocional ha sustituido a lo espiritual y racional. Tampoco sirve ya la idea de Platón que definía la felicidad como algo individual, ya que el colectivismo y el comunalismo se han convertido en ejes de la identidad personal. Quizá fuera Ortega quien estuvo más cerca al decir que la felicidad es un estado de ánimo generado por la coherencia entre el deseo y la acción. La clave, por tanto, es marcar el deseo.
La Revolución francesa, verdadero big bang de la civilización actual, jugó con esta cuestión en dos sentidos. Hubo quienes entendieron que lo político debía establecer la armonía, ya que una sociedad heterogénea, con intereses y voluntades distintas, compuesta por estatus dispares, debía tener un medio para resolver los conflictos. Así, la armonía era un instrumento social. Esto dejaba poco campo para la revolución; esto es, la ingeniería social para la creación del mundo perfecto. Así aparecieron otros que sustituyeron el concepto de armonía por el de felicidad o bienestar general.
La definición de esos términos supuso el primer paso del totalitarismo. Ya no se trataba de derribar los obstáculos para la libertad individual, aquellos establecidos por lo que llamaron “Antiguo Régimen”, sino de marcar el objetivo final de la convivencia en comunidad. El leninismo posterior a la caída del Muro de Berlín, ya sea pasado por el populismo, como el de Laclau, o por Gramsci, como el de Žižek, lo denomina dar contenido político a un significante vacío; es decir, no politizado.
El deseo era la igualación de goces, y la garantía del disfrute material igualitario de todo como condiciones del buen orden político. La felicidad ya estaba definida, así como la situación indeseable, el culpable, la solución y el medio para conseguirla.
Las circunstancias de hoy no difieren, salvo en el nivel tecnológico. El esquema explicativo es similar. La derecha de la socialdemocracia, que es como debe catalogarse a lo que no se presenta como izquierda, se ufana en la gestión. Es la vieja tecnocracia de Saint-Simon, quien dijo aquello que podría firmar Rajoy: a la sociedad le interesa más el desarrollo económico y el bienestar que la política.
¿Cuál es esa manera para lograr la felicidad? Un gobierno que conceda derechos, fabrique ciudadanos y regule la vida privada y pública para la construcción de la comunidad virtuosa. Solo el cumplimiento de la moral (oficial, claro, o lo que se entiende como pensamiento único o corrección política) y el igualitarismo (el reparto de la riqueza y la eliminación de estatus económicos basados en el mérito y la capacidad), puede sentar las bases para la felicidad.
De esta manera, aceptando estos dogmas de fe revolucionaria, permitimos que los gobiernos intervengan cada vez más en la vida privada de la gente. Al tiempo, requerimos la presencia del Estado, ese instrumento endiosado, en todas las facetas de las relaciones humanas, desde la cuna hasta la tumba, con esos servicios “gratuitos” que elige por nosotros. El Estado se convierte así en el único garante y proveedor de felicidad. Volvemos a la libertad de las antiguos, tal y como la definió Benjamin Constant, en la que la felicidad deriva de la prosperidad del Estado, no a la inversa, como marca la libertad de los modernos.
El filósofo italiano Maurizio Ferraris cobra por dar conferencias en las que llama “imbéciles” a los asistentes. “Es probable que no os hayáis dado cuenta, pero sois imbéciles. Yo también”, dice. Las masas se dejan llevar a destinos y guiar por políticos que son su ruina como comunidad y como individuos, y a pesar de eso, conociendo el pasado, perseveran en el error. No importa el nivel tecnológico, apunta, porque es una constante en la historia de la Humanidad. Los ejemplos en países democráticos son tan numerosos, o más, como escribió Carlos Prallong en “La tiranía de los imbéciles”, que en los dictatoriales, donde la coerción es más visible. Esas sociedades buscaron la felicidad que otros les prometieron y cayeron como imbéciles en la trampa de la cesión gratuita de su individualidad.
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La clave del éxito político se encuentra en la definición de la felicidad porque marca las necesidades, el culpable de la insatisfacción, la solución, el medio y el salvador. Lejos queda aquello de Sócrates de que la felicidad depende de la capacidad de disfrutar cada vez de menos, especialmente desde que lo material y emocional ha sustituido a lo espiritual y racional. Tampoco sirve ya la idea de Platón que definía la felicidad como algo individual, ya que el colectivismo y el comunalismo se han convertido en ejes de la identidad personal. Quizá fuera Ortega quien estuvo más cerca al decir que la felicidad es un estado de ánimo generado por la coherencia entre el deseo y la acción. La clave, por tanto, es marcar el deseo.
Los revolucionarios sustituyeron el concepto de armonía por el de felicidad o bienestar general
La Revolución francesa, verdadero big bang de la civilización actual, jugó con esta cuestión en dos sentidos. Hubo quienes entendieron que lo político debía establecer la armonía, ya que una sociedad heterogénea, con intereses y voluntades distintas, compuesta por estatus dispares, debía tener un medio para resolver los conflictos. Así, la armonía era un instrumento social. Esto dejaba poco campo para la revolución; esto es, la ingeniería social para la creación del mundo perfecto. Así aparecieron otros que sustituyeron el concepto de armonía por el de felicidad o bienestar general.
La definición de esos términos supuso el primer paso del totalitarismo. Ya no se trataba de derribar los obstáculos para la libertad individual, aquellos establecidos por lo que llamaron “Antiguo Régimen”, sino de marcar el objetivo final de la convivencia en comunidad. El leninismo posterior a la caída del Muro de Berlín, ya sea pasado por el populismo, como el de Laclau, o por Gramsci, como el de Žižek, lo denomina dar contenido político a un significante vacío; es decir, no politizado.
La consideración de lo político dejaba de ser un régimen armonioso que asegurara las libertades, para convertirse en un Poder que distribuyese lo material. Era la legitimación de la dictaduraLa comunidad política, decía el sans-culotte Lepeletier, uno de aquellos revolucionarios, debía guiarse por la igualdad de goces, para lo cual había que repartir la riqueza y castigar el lujo. Esto, en lenguaje de hoy, son los índices de desigualdad. La democracia no tenía sentido si la riqueza se acumulaba en unas pocas manos, afirmaba entonces el enragé Jacques Roux, ya que esto condenaba a muerte a los pobres. En realidad todo esto lo había expuesto Rousseau: la desigualdad por la propiedad desvirtúa un régimen fundado en la igualdad política. La consideración de lo político dejaba de ser un régimen armonioso que asegurara las libertades, para convertirse en un Poder que distribuyese lo material. Era la legitimación de la dictadura.
El deseo era la igualación de goces, y la garantía del disfrute material igualitario de todo como condiciones del buen orden político. La felicidad ya estaba definida, así como la situación indeseable, el culpable, la solución y el medio para conseguirla.
Las circunstancias de hoy no difieren, salvo en el nivel tecnológico. El esquema explicativo es similar. La derecha de la socialdemocracia, que es como debe catalogarse a lo que no se presenta como izquierda, se ufana en la gestión. Es la vieja tecnocracia de Saint-Simon, quien dijo aquello que podría firmar Rajoy: a la sociedad le interesa más el desarrollo económico y el bienestar que la política.
La izquierda y aledaños, en el amplio abanico socialdemócrata, actualizado por el paradigma de la New Left, creen, con razón, que movilizando las emociones dan contenido a los conceptos y marcan la políticaLa izquierda y aledaños, en el amplio abanico socialdemócrata, actualizado por el paradigma de la New Left, creen, con razón, que movilizando las emociones dan contenido a los conceptos y marcan la política. Esta es la vía más segura para llegar al poder, o para ejercerlo incluso perdiendo las elecciones, ya que establecen lo que la socialista George Sand llamaba “la verdad social”. La idea es evidente: solo hay una manera de ser felices y, por tanto, un único diagnóstico moralmente aceptable y una solución que pueda considerarse válida.
¿Cuál es esa manera para lograr la felicidad? Un gobierno que conceda derechos, fabrique ciudadanos y regule la vida privada y pública para la construcción de la comunidad virtuosa. Solo el cumplimiento de la moral (oficial, claro, o lo que se entiende como pensamiento único o corrección política) y el igualitarismo (el reparto de la riqueza y la eliminación de estatus económicos basados en el mérito y la capacidad), puede sentar las bases para la felicidad.
De esta manera, aceptando estos dogmas de fe revolucionaria, permitimos que los gobiernos intervengan cada vez más en la vida privada de la gente. Al tiempo, requerimos la presencia del Estado, ese instrumento endiosado, en todas las facetas de las relaciones humanas, desde la cuna hasta la tumba, con esos servicios “gratuitos” que elige por nosotros. El Estado se convierte así en el único garante y proveedor de felicidad. Volvemos a la libertad de las antiguos, tal y como la definió Benjamin Constant, en la que la felicidad deriva de la prosperidad del Estado, no a la inversa, como marca la libertad de los modernos.
Decía Blanqui, como los actuales ingenieros sociales, que el pueblo vivía en la ignorancia por años de sometimiento a la tiranía del capital, y que era necesaria su reeducación para que conociera sus “verdaderos intereses”El problema de esa situación prometida es que no llega nunca. La insatisfacción es constante, porque sin nuevos objetivos no hay legitimidad para esa dictadura silenciosa. Para eso es conveniente mucha “pedagogía”, que es la manera actual con la que denominan al adoctrinamiento. Ya decía Blanqui, como los actuales ingenieros sociales, que el pueblo vivía en la ignorancia por años de sometimiento a la tiranía del capital, y que era necesaria su reeducación para que conociera sus “verdaderos intereses”; esto es, el camino a la felicidad.
El filósofo italiano Maurizio Ferraris cobra por dar conferencias en las que llama “imbéciles” a los asistentes. “Es probable que no os hayáis dado cuenta, pero sois imbéciles. Yo también”, dice. Las masas se dejan llevar a destinos y guiar por políticos que son su ruina como comunidad y como individuos, y a pesar de eso, conociendo el pasado, perseveran en el error. No importa el nivel tecnológico, apunta, porque es una constante en la historia de la Humanidad. Los ejemplos en países democráticos son tan numerosos, o más, como escribió Carlos Prallong en “La tiranía de los imbéciles”, que en los dictatoriales, donde la coerción es más visible. Esas sociedades buscaron la felicidad que otros les prometieron y cayeron como imbéciles en la trampa de la cesión gratuita de su individualidad.
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