Conferencia de Josep Fontana pronunciada el 24 de octubre de 2016
en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), en el marco de unas
jornadas sobre la Revolución Rusa.
Por Josep Fontana
Hacia 1890 los partidos socialistas europeos, agrupados en la Segunda
Internacional, habían abandonado la ilusión revolucionaria y defendían
una vía reformista que les tenía que llevar a integrarse en los
parlamentos burgueses, confiando en que un día podrían acceder al poder
en través de las elecciones y que desde allí procederían a transformar
la sociedad. De esta manera los partidos socialistas alemán, italiano,
español, francés, que mantenía todavía el nombre de sección francesa de
la Internacional Obrera, o el laborismo británico optaron por una
política reformista, aunque conservaran la retórica revolucionaria del
marxismo para no desconcertar a sus seguidores obreros, que debían
seguir creyendo que sus partidos luchaban por una transformación total
de la sociedad.
La contradicción entre retórica y praxis estalló con motivo de la
proximidad de la Gran Guerra de 1914. En el congreso que la
Internacional socialista celebró en Basilea en noviembre de 1912 se
proclamó que “era el deber de las clases obreras y de sus representantes
parlamentarios (…) realizar todos los esfuerzos posibles para prevenir
el inicio de la guerra” y que, si esta finalmente empezaba, debían
intervenir para que terminara rápidamente y “utilizar la crisis
económica y política causada por la guerra para sublevar el pueblo y
acelerar la caída del gobierno de la clase capitalista “. El congreso
proclamaba, además, su satisfacción ante “la completa unanimidad de los
partidos socialistas y los sindicatos de todos los países en la guerra
contra la guerra”, y llamaba “a los trabajadores de todos los países a
oponer el poder de la solidaridad internacional del proletariado al
imperialismo capitalista “.
Pero en la tarde del 4 de agosto de 1914 tanto los socialistas
alemanes, que habían organizado actos contra la guerra hasta unas
semanas antes, como los franceses aprobaron de manera entusiasta en sus
respectivos parlamentos la declaración de la guerra y votaron los
créditos necesarios para iniciarla. El Partido Socialdemócrata alemán,
además, aceptó una política de tregua social que comportaba los
compromisos de no criticar al gobierno y de pedir a los obreros que no
hicieran huelgas mientras durase la guerra. En cuanto a los laboristas
británicos, no sólo aprobaron la guerra, sino que acabaron integrándose
en un gobierno de coalición.
Consejo de obreros de la fábrica Putílov
En Rusia las cosas fueron de otra manera, ya que su partido
socialdemócrata, dividido en las dos ramas de mencheviques y
bolcheviques, no solamente no tenía representación en el parlamento,
sino que era perseguido por la policía. A comienzos de 1917 los
bolcheviques tenían algunos de sus dirigentes desterrados a Siberia,
como Stalin y Kamenev, mientras otros vivían en el exilio, como Lenin,
que se había instalado en Suiza, en la ciudad de Zúrich, mientras
Trotsky se encontraba entonces en Nueva York.
Cuando en febrero de 1917 comenzó la revolución en Petrogrado, lo
hizo sin la presencia de los jefes de los partidos revolucionarios para
dirigirla, en un movimiento impulsado por un doble poder, el de los
consejos o soviets de los trabajadores y de los soldados por un lado , y
el del Comité provisional del parlamento por otro, que se pusieron de
acuerdo para establecer un gobierno provisional y para aplazar los
cambios políticos hasta la celebración, en noviembre siguiente, de una
Asamblea constituyente elegida por sufragio universal.
Cuando el 3 de marzo el gobierno provisional concedió una amnistía
“para todos los delitos políticos y religiosos, incluyendo actos
terroristas, revueltas militares o crímenes agrarios”, Stalin y Kamenev
volvieron de Siberia y se encargaron de dirigir Pravda, el periódico de
los bolcheviques, donde defendían el programa de continuar la guerra y
convocar una Asamblea constituyente, de acuerdo con la mayoría de las
fuerzas políticas rusas.
A principios de abril volvía de Suiza Vladimir Lenin, que había
podido viajar gracias a que el gobierno alemán, que quería ver Rusia
fuera de la guerra, le ayudó a ir en tren hasta la costa del Báltico,
desde donde pasar a Suecia y a Finlandia para llegar finalmente, en otro
tren, a Petrogrado.
Para entender la acción de los alemanes hay que recordar que en estos
primeros meses de 1917 se produjo la crisis con Estados Unidos, que
condujo a que estos declararan la guerra a Alemania el 6 de abril.
Fueron los alemanes los que le propusieron el viaje, y Lenin presentó
exigencias antes de aceptarlo, como que los vagones que lo llevaran a
través de Alemania con la treintena de exiliados rusos que le
acompañaban tuvieran la status de entidad extraterritorial. A Trotsky,
en cambio, los británicos lo detuvieron mientras volvía y no llegó a
Petrogrado hasta un mes más tarde.
En la recepción que los bolcheviques le organizaron el 3 de abril en
la estación de Finlandia, Lenin dijo, desde la plataforma del vagón: “El
pueblo necesita paz, el pueblo necesita pan, el pueblo necesita tierra.
Y le dan guerra, hambre en vez de pan, y dejan la tierra a los
terratenientes. Debemos luchar por la revolución social, luchar hasta el
fin, hasta la victoria completa del proletariado “. Al que añadió aún:
“Esta guerra entre piratas imperialistas es el comienzo de una guerra
civil en toda Europa. Uno de estos días la totalidad del capitalismo
europeo se derrumbará. La revolución rusa que habéis iniciado ha
preparado el camino y ha comenzado una nueva época. ¡Viva la revolución
socialista mundial!”
Este discurso fue mal recibido por los bolcheviques presentes en la
estación y fue rechazado en las primeras votaciones de los órganos del
partido. Se habían acostumbrado a la idea de apoyar una revolución
democrática burguesa como primera etapa de un largo trayecto hacia el
socialismo, a la manera que lo planteaban los partidos socialdemócratas
europeos, y querer ir a continuación más allá les parecía una aventura
condenada al fracaso.
Lo que planteaba Lenin no se reducía al lema de “paz, tierra y pan”;
no era solamente un programa para terminar la guerra de inmediato y a
cualquier precio, y para entregar la tierra a los campesinos. En la base
de esta propuesta había un planteamiento mucho más radical, que lo
llevaba a sostener que, ante los avances logrados desde febrero y de la
existencia de los soviets como órganos de ejercicio del poder, no tenía
ningún sentido optar por una república parlamentaria burguesa, sino que
tenían que ir directamente a un sistema en el que todo el poder
estuviera en manos del soviets, que se encargarían de ir aboliendo todos
los mecanismos de poder del Estado -la policía, el ejército, la
burocracia …- iniciando así el camino hacia su desaparición, que iría
seguida de la desaparición paralela de la división social en clases.
Lenin reproducía la crítica de la vía parlamentaria que Marx había hecho en 1875 en la
Crítica al programa de Gotha,
un texto que los socialdemócratas alemanes mantuvieron escondido
durante muchos años, donde rechazaba la idea de avanzar hacia el
socialismo a través del “Estado libre” como una especie de etapa de
transición, y sostenía: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad
comunista está el período de transformación revolucionaria de la primera
en la segunda. A este periodo le corresponde también un período
político de transición en el que el Estado no puede ser otro que la
dictadura revolucionaria del proletariado”.
¿Cómo debía hacerse esta transición? Es difícil de definir porque
ningún partido socialista se había planteado seriamente qué hacer una
vez llegados al poder, porque la perspectiva de conseguirlo parecía
lejana. El único modelo existente era el de la Commune de París de 1871 y
había durado demasiado poco como para haber establecido unas reglas
orientativas.
Lo que proponía Lenin lo podemos saber a través de lo que decía en
El Estado y la revolución,
donde denunciaba las mentiras del régimen parlamentario burgués donde
todo (las reglas del sufragio, el control de la prensa, etc.) contribuía
a establecer “una democracia sólo para los ricos “, y preveía la
extinción del Estado en dos fases. En la primera el Estado burgués sería
reemplazado por un Estado socialista basado en la dictadura del
proletariado.
La segunda fase surgiría de la extinción gradual del Estado, y
conduciría a la sociedad comunista. Durante esta transición los
socialistas debían mantener el control más riguroso posible sobre el
trabajo y el consumo; un control que sólo podía establecerse con la
expropiación de los capitalistas, pero que no debía conducir a la
formación de un nuevo Estado burocratizado, porque el objetivo final era
justamente ir hacia una sociedad en la que no habría “ni división de
clases, ni poder del Estado”.
No es cosa de explicar aquí la historia, bastante conocida, de cómo
los bolcheviques llegaron al poder y cómo empezaron a organizar una
transición al nuevo sistema.
Lo que me interesa recordar es que el 7 de enero de 1918 Lenin
confiaba en que, tras un período en el que habría que vencer la
resistencia burguesa, el triunfo de la revolución socialista sería cosa
de meses.
A desengañarlo vino una llamada “guerra civil”, en el que
participaron, apoyando a varios enemigos de la revolución, hasta trece
países diferentes, y que tuvo para el nuevo Estado de los bolcheviques
un costo de ocho millones de muertes, entre víctimas de los combates,
del hambre y de las enfermedades, además de conllevar la destrucción
total de la economía. Una situación que obligaba a aplazar
indefinidamente la implantación de la nueva sociedad.
Es en este momento, superada la guerra civil, cuando esta historia da
un giro. Lloyd George, el jefe del gobierno británico, fue el primero
en darse cuenta de que la idea de conquistar la Rusia soviética para
liquidar la revolución era inútil, además de insuficiente. La lucha
contra la revolución cambiaría entonces de carácter, al pasar del
escenario ruso a lograr un alcance mundial. Lo que se necesitaba era
combatir a escala universal la influencia que las ideas que habían
inspirado la revolución soviética ejercían sobre los diversos grupos y
movimientos que todo el mundo las tomaban como modelo en sus luchas.
El enemigo que se pasó entonces a combatir con el nombre de comunismo
no era el Estado soviético, ni siquiera los partidos comunistas de la
Tercera Internacional, que hasta los años treinta no pasarían de ser
pequeños grupos sectarios de escasa influencia. El enemigo era inmenso,
indefinido y universal, nacido no de la observación de la realidad, sino
de los miedos obsesivos de los políticos que les hacían ver el
comunismo detrás de cualquier huelga o de cualquier protesta colectiva.
Como, por ejemplo, de una huelga de los descargadores de los puertos de
la costa del Pacífico de los Estados Unidos que movió a
Los Angeles Times a
asegurar que aquello era “una revuelta organizada por los comunistas
para derribar el gobierno” y a pedir, en consecuencia, la intervención
del ejército para liquidarla. Ejemplos como este se pueden multiplicar
en los más diversos momentos y en los más diversos escenarios.
Desde ese momento la lucha contra la revolución comunista se
transformó en un combate que nos afectaba y nos implicaba a todos. La
segunda república española, por ejemplo, que aparecía en 1931 en el
escenario internacional cuando en la mayor parte de Europa la inquietud
social se iba resolviendo con dictaduras de derecha, fue recibida con
hostilidad por los gobiernos de las grandes potencias. El embajador
estadounidense en Madrid, por ejemplo, informaba al departamento de
Estado el 16 de abril de 1931, a los dos días de la proclamación de la
República, en los siguiente términos: “el pueblo español, con su
mentalidad del siglo XVII, cautivado por falsedades comunistoides, ve de
repente una tierra prometida que no existe. Cuando les llegue la
desilusión, se tumbarán ciegamente hacia lo que esté a su alcance, y si
la débil contención de este gobierno deja paso, la muy extendida
influencia bolchevique puede capturarlos “.
No importaba que los mensajes posteriores revelaran que el embajador
ignoraba incluso quiénes eran los dirigentes republicanos. En una
semejanza del gobierno que enviaba a Washington estos mismos días dice,
por ejemplo, de Azaña: “no encuentro ninguna referencia de parte de la
embajada. El agregado militar se refiere a él como un asociado a
Alejandro Lerroux. Aparentemente un “republicano radical”. Lo ignoraba
todo de los republicanos, pero el de la “influencia bolchevique” sí lo
tenía claro”.
De nuevo en 1936, al producirse el levantamiento militar en España,
las potencias europeas optaron por dejar indefensa la república española
ante la intervención de alemanes e italianos con hombres, armas y
aviones, por temor a un contagio comunista que en 1936 no existía en
absoluto.
Mientras tanto el Estado soviético, bajo la dirección de Stalin,
vivía con el miedo de ser agredido desde fuera y invertía en armas para
su defensa unos recursos que podían haber servido para mejorar los
niveles de vida de sus ciudadanos. Pero la peor de las consecuencias de
este gran temor fue que degenerara en un pánico obsesivo a las
conspiraciones interiores que creían que se estaban preparando para
colaborar con algún ataque desde el exterior destinado a acabar con el
Estado de la revolución. Un miedo que fue responsable de las más de
setecientas mil ejecuciones que se produjeron en la Unión Soviética de
1936 a 1939. La orden 00447 de la NKVD, de 30 de julio de 1937, “sobre
la represión de antiguos kulaks, criminales y otros elementos
antisoviéticos” afectó sobre todo a ciudadanos ordinarios, campesinos y
trabajadores que no estaban implicados en ninguna conspiración, ni eran
una amenaza para el Estado. Y aunque los sucesores de Stalin no
volvieron nunca a recurrir al terror en esta escala, conservaron siempre
un miedo a la disidencia que hizo muy difícil que toleraran la
democracia interna.
Consiguieron así salvar el Estado soviético, pero fue a costa de
renunciar a avanzar en la construcción de una sociedad socialista. El
programa que había nacido para eliminar la tiranía del Estado terminó
construyendo un Estado opresor.
A pesar de todo, fuera de la Unión Soviética, en el resto el mundo,
la ilusión generada por el proyecto leninista siguió animando durante
muchos años las luchas del otro “comunismo”, y obligó a los defensores
del orden establecido a buscar nuevas formas de combatirlo.
Terminada la segunda guerra mundial, la coalición que encabezaban y
dirigían los Estados Unidos organizó una lucha sistemática contra el
comunismo, tal como ellos la entendían, que abarcaba todo lo que pudiera
representar un obstáculo al pleno desarrollo de la “libre empresa”
capitalista , preferiblemente estadounidense.
La campaña tenía ahora una doble vertiente. Por un lado mantenía una
ficción, la de la guerra fría, que se presentaba como la defensa del
“mundo libre”, integrado en buena medida por dictaduras, contra una
agresión de la Unión Soviética, que se presentaba como inevitable. Todo
era mentira; lo era que los soviéticos hubieran pensado en una guerra de
conquista mundial, ya que desde Lenin acá tenían muy claro que la
revolución no se podía hacer más que desde el interior de los mismos
países. Como también era mentira que los estadounidenses se prepararan
para destruir la Unión Soviética preventivamente. Pero estas dos
mentiras convenían a los estadounidenses para mantener disciplinados sus
aliados, la primera, y atemorizados y ocupados los soviéticos en
preparar su defensa, la segunda.
“Lo peor que nos podría pasar en una guerra global, decía Eisenhower
en privado, sería ganarla. ¿Qué haríamos con Rusia si ganábamos?” Y
Ronald Reagan se sorprendió en 1983 cuando supo que los rusos temían
realmente que los fueran a atacar por sorpresa y escribió en su diario:
“Les deberíamos decir que aquí no hay nadie que tenga intención de
hacerlo. ¿Qué demonios tienen que los demás pudiéramos desear?”. Se
sorprendía que no hubieran descubierto el engaño, como lo hicieron,
demasiado tarde, en 1986, cuando Gorbachov decidió abandonar la carrera
de los armamentos porque, decía, “nadie nos atacará aunque nos
desarmemos completamente”.
Revolucionarios. Petersburgo, Octubre 1917
La finalidad real de la segunda vertiente de estos proyecto, que se
presentaba como una cruzada global contra el comunismo, era luchar
contra la extensión de las ideas que pudieran oponerse al desarrollo del
capitalismo. El objetivo no era defender la democracia, sino la libre
empresa: Mossadeq no fue derribado en Irán porque pusiera en peligro la
democracia, sino porque convenía a las compañías petroleras; Lumumba no
fue asesinado para proteger la libertad de los congoleños, sino la de
las compañías que explotaban las minas de uranio de Katanga, de donde
había salido el mineral con el que se elaboró la bomba de Hiroshima.
Y cuando el combate no se hacía para defender unos intereses
puntuales y concretos, sino en términos generales para salvar la
libertad de la empresa, los resultados todavía podían ser más nefastos.
Uno de los peores crímenes del siglo fue el que llevó a matar tres
millones doscientos mil campesinos vietnamitas argumentando que se
disponían a iniciar la conquista de Asia. No se fue a Vietnam a defender
la democracia, porque lo que había en Vietnam del sur era una dictadura
militar.
La mentira fundacional de aquella guerra la denunció crudamente John
Laurence, que fue corresponsal de la CBS en Vietnam entre 1965 y 1970,
con estas palabras: “Hemos estado matando gente durante cinco años sin
otro resultado que favorecer a un grupo de generales vietnamitas
ladrones que se han hecho ricos con nuestro dinero. Esto es lo que hemos
hecho realmente. ¿La amenaza comunista? ¡Y una puñeta! (…) Nos hemos
metido tan a fondo que no podíamos salir, porque parecería que habíamos
perdido. Es una locura. No ganaremos, eso lo sabe todo el mundo. Pero no
lo admitiremos y volveremos a casa, seguiremos matando a la gente,
miles y miles de personas, incluyendo a los nuestros”.
Por eso resultan tan reveladoras de la confusa naturaleza de la lucha
anticomunista las palabras que pronunció Obama recientemente,
glorificando los hombres que fueron a Vietnam, según él: “avanzando por
junglas y arrozales, entre el calor y las lluvias, luchando heroicamente
para proteger los ideales que reverenciamos como americanos”. ¿Cuáles
eran esos ideales?
No había tampoco ninguna conjura comunista en los países de América
Central que fueron devastados por las guerras sucias de la CIA. Lo
reconoció el Senado de los Estados Unidos en 1995 cuando denunció que
los supuestos subversivos que habían sido asesinados allí eran en
realidad “organizadores sindicales, activistas de los derechos humanos,
periodistas, abogados y profesores, la mayoría de los cuales estaban
ligados a actividades que serían legales en cualquier país democrático
“. Una guerra sucia que continúa aún hoy, cuando en Honduras las bandas
organizadas por el gobierno y por las empresas internacionales
interesadas en la explotación de sus recursos naturales siguen matando,
con la tolerancia y protección de los Estados Unidos, dirigentes
campesinos que defienden la propiedad colectiva de las tierras y las
aguas: como Berta Cáceres, asesinada el 3 de marzo de este año, por
instigación de la empresa holandesa que patrocina el proyecto de Agua
Zarca, o como José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unificado de
Campesinos del Aguán, asesinado el 18 de octubre de 2016.
El silencio ante la brutalidad de todas estas guerras lo denunció
Harold Pinter en el discurso de aceptación del Premio Nobel de
Literatura, en 2005, cuando sostenía que Estados Unidos, implicados en
una campaña por el poder mundial, habían conseguido enmascarar sus
crímenes , presentándose como “una fuerza para el bien mundial”.
Mientras Estados Unidos defendían la libre empresa, y mientras los
países del “socialismo realmente existente” fracasaban en estos años de
la posguerra en el intento de construir una sociedad mejor, fue el otro
“comunismo” en su conjunto, en la difusa y vaga acepción que habían
creado los miedos de sus enemigos, lo que consiguió un triunfo a escala
global del que nos hemos beneficiado todos.
Y es que el miedo que generaba este comunismo global, no por su
fuerza militar, sino por su capacidad de inspirar a todo el mundo las
luchas contra los abusos del capitalismo, combinada con la evidencia de
que la represión no era suficiente para detenerlo, forzaron a los
gobiernos de occidente a poner en marcha unos proyectos reformistas que
prometían alcanzar los objetivos de mejora social sin recurrir a la
violencia revolucionaria. Es este miedo a la que debemos las tres
décadas felices de después de la segunda guerra mundial con el
desarrollo del Estado del bienestar y con el logro de niveles de
igualdad en el reparto de los beneficios de la producción entre
empresarios y trabajadores como nunca se habían alcanzado antes.
El
problema fue que cuando el “socialismo realmente existente” mostró sus
límites como proyecto revolucionario, a partir de 1968, cuando en París
renunció a implicarse en los combates en la calle, y cuando en Praga
aplastó las posibilidades de desarrollar un socialismo con rostro
humano, los comunistas perdieron esa gran fuerza que Karl Kraus valoraba
por encima de todo cuando decía “que Dios nos conserve para siempre el
comunismo, porque esta chusma -la de los capitalistas- no se vuelva aún
más desvergonzada ( …) y porque, al menos, cuando se acuesten tengan
pesadillas”.
Desde mediados de los años setenta del siglo pasado esta chusma
duerme tranquila por las noches sin temer que sus privilegios estén
amenazados por la revolución. Y ha sido justamente eso lo que les ha
animado a recuperar gradualmente, no sólo las concesiones que habían
hecho en los años de la guerra fría, sino incluso buena parte de las que
se habían ganado antes, en un siglo y medio de luchas obreras. El
resultado ha sido este mundo en que vivimos hoy, en que la desigualdad
crece de manera imparable, con el estancamiento económico como daño
colateral.
En estos momentos en que se aproxima el centenario de la revolución
de 1917, volveremos a oír repetidas las descalificaciones habituales
sobre aquellos hechos. Unas condenas que a algunos les parecen más
necesarias que nunca en unos momento en que, según un informe de 17 de
octubre de 2016 de la
Victims of Communism Memorial Foundation no
solo resulta que los jóvenes estadounidenses de 16 a 20 años, los
“millennials”, lo ignoran todo sobre aquella historia, sino que, y esto
es más alarmante, casi la mitad se declaran dispuestos a votar a un
socialista, y un 21 por ciento hasta a un comunista; la mitad piensan
que “el sistema económico les es contrario” y un 40 por ciento querrían
un cambio total que asegurara que los que ganan más pagaran de acuerdo
con su riqueza. Todo lo cual lleva a la fundación a reclamar
desesperadamente a que se enseñe a los jóvenes la siniestra historia
“del sistema colectivista”.
Yo pienso que nosotros necesitamos otro tipo de conmemoración, que
nos permita, por un lado, recuperar la historia de aquella gran
esperanza frustrada en su dimensión más global, que encierra también
nuestras luchas sociales.
Pero que nos lleve a más, por otra parte, a reflexionar sobre algunas
lecciones que los hechos de 1917 pueden ofrecernos en relación con
nuestros problemas del presente. Porque resulta interesante comprobar
que cuando un estudioso del capitalismo global contemporáneo como
William Robinson se refiere a la crisis actual llega por su cuenta a
unas conclusiones con las que habría estado de acuerdo Lenin: que la
reforma no es suficiente -que la vieja vía de la socialdemocracia está
agotada- y que uno de los obstáculos que hay que superar es justamente
el del poder de unos Estados que están hoy al servicio exclusivo de los
intereses empresariales. Para acabar concluyendo que la sola alternativa
posible al capitalismo global de nuestro tiempo es un proyecto popular
transnacional, que va a ser el equivalente de la revolución socialista
mundial que invocaba Lenin en abril de 1917 cuando bajó del tren en la
estación de Finlandia.
Las fuerzas que deberían construir este proyecto popular serán
seguramente muy diferentes de los partidos tradicionales del pasado.
Serán fuerzas como las que hoy surgen de abajo, de las experiencias
cotidianas de los hombres y las mujeres. Del tipo de las que se están
constituyendo a partir de las luchas de los trabajadores de Sudáfrica o
los indígenas de Perú contra las grandes compañías mineras
internacionales, de las de los zapatistas que reivindican una rebeldía
“desde abajo y a la izquierda” , de los guerrilleros kurdos de Kurdistán
sirio que quieren construir una democracia sin Estado, los maestros
mexicanos que se manifiestan en defensa de la educación pública, los
campesinos de muchos países que no militan en partidos, sino en
asociaciones locales como el Movimiento Unificado de campesinos del
Aguán, que presidía José Ángel Flores: unas asociaciones que se integran
en otros de nivel estatal, como el Consejo de Organizaciones Populares e
Indígenas de Honduras, que dirigía Berta Cáceres, que a su vez lo hacen
en una gran entidad transnacional como es Vía Campesina. Estas fuerzas
no representan todavía, ni solas ni todas sumadas, una amenaza para el
orden establecido, pero anuncian las posibilidades futuras de un gran
despertar colectivo.
El camino que tienen por delante, si quieren escapar de este futuro
de desigualdad y empobrecimiento que nos amenaza a todos, es bastante
complicado. El fracaso de la experiencia de 1917 muestra que las
dificultades son muy grandes; pero pienso que nos ha enseñado también
que, a pesar de todo, había que probarlo y que intentarlo de nuevo
quizás valdrá la pena.
Fuente: Sin Permiso. Traducción: Daniel Raventós
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