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El asesinato pedagógico de Jamal Khashoggi
Se analiza el feroz asesinato de Jamal Khashoggi y
su evaluación que llevó a cabo Daniel Shapiro, que explica cuáles han
sido los limites sobrepasados con dicho asesinato. Límites que no deben
traspasarse para mantener la impunidad. Y la pregunta: ¿qué es más
atroz?, ¿el asesinato o la impunidad?
Po Luis E. Sabini Fernández
http://revistafuturos.noblogs.org/
Analizando el asesinato de Jamal Khashoggi, recuerda Daniel Shapiro1 cómo fue considerado otro asesinato político ordenado a su vez por Napoleón Bonaparte: “Algo peor que un crimen; un error”.
Shapiro analiza las consecuencias de lo acontecido por orden del príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman, sobre la política de EE.UU. e Israel.
Y nos muestra cómo funciona la estrecha alianza entre la dirección político-militar estadounidense y la saudí (y la israelí, jugando en todas las bazas).
Shapiro se alarma acerca de la infiltración, imparable, de los detalles del asesinato, digno de una novela nórdica de los últimos tiempos con lesiones previas a la muerte, atrocidades varias, dedos seccionados estando todavía vivo y corte final de cabeza para darle otro destino que al tronco de lo que fuera Khashoggi, al parecer competidor en el marco de la realeza, periodista, espía y/o contraespía, vaya uno a saber al servicio de qué servicio.
Sabemos que lo acontecido en territorio turco no contó con la complicidad de las autoridades anfitrionas que, por el contrario, hicieron todo lo posible para desnudar el “affaire”.
Shapiro nos dice que este strip-tease macabro malogra una provechosa alianza de décadas entre EE.UU. y Arabia saudí por un lado e Israel y EE.UU. por otro (y por encima o por debajo, la misma curiosa alianza entre dos estados hiperconfesionales; Israel y Arabia saudí).
Shapiro entiende que “Mohammad bin Salman no calibró el efecto de este tipo de asesinato haciendo trizas todo margen de aceptabilidad para el público estadounidense y para todo el elenco de ambos partidos en el Congreso”.2 Pone como ejemplo que congresales tan de derecha como Marco Rubio hayan puesto el grito en el cielo.
Estamos entonces −cada vez importa menos la muerte por asesinato− ante la atención a brindar a la pudorosa opinión pública estadounidense. El alma del ciudadano norteamericano no puede oír, sin estremecerse, la peripecia vivida por Khashoggi.
Shapiro lo dice sin pelos en la lengua: “La represión saudí no es algo nuevo y probablemente el sistema político de EE.UU. podría acomodarse si mantenemos un cierto nivel bajo de visibilidad.” [sic]
Bin Salman no advirtió el efecto en el alma norteamericana de hacer lo que se le hizo a un periodista del establishment (Khashoggi era redactor habitual de Washington Post).
Shapiro, abundando sobre el efecto devastador de la imagen de tamaño asesinato sobre el público norteamericano y transitivamente sobre las decisiones políticas, nos confiesa que el terremoto obligará… −observe el lector el abismo que se abre− a vender algunas menos armas a Arabia saudí, que generalmente se ha provisto más que generosamente de los avances de la industria militar estadounidense.
Shapiro considera que “tal vez el fallo mayor del asesinato de Khashoggi proviene de la obsesión de ben Salman por silenciar a sus críticos, con lo cual se pierde fuerza en el intento de construir un consenso internacional para presionar a Irán.”
Es decir, a Shapiro le preocupa no el método empleado para eliminar a Khashoggi, y menos todavía la cuestión misma de la eliminación de competidores; apenas los dólares (millones) que no pasarán de las arcas saudíes a las estadounidenses o que debilita la presión para desmantelar a Irán.
Todo se instrumentaliza. En rigor, volviendo a la anécdota con Napoleón, no se trata de asesinar menos, se trata de que se note menos. La opinión pública, en tal caso, no ofrecerá dificultades y las correas de transmisión funcionarán fluidamente.
No hay que herir los oídos de gente sensible. Hay que hacer las cosas “a la chita callando”. ¿Por qué esa obsesión por deshacer un ser humano en vida y registrarlo? Hay un aspecto, fabril, de dejar constancia y confirmar la calidad de un “trabajo”, es cierto, pero si eso llega a manos indebidas, “nos” perjudica.
Shapiro replantea, sin decirlo, lo que pasó con E. Snowden, con B. Manning, con J. Assange, para mencionar apenas a los tres más famosos violadores de “obediencia debida” más recientes. Ellos revelaron consciente y voluntariamente lo que el cuerpo mutilado de Khashoggi una vez más nos muestra. Por eso, lo que tememos con Snowden, Manning, Assange, y ellos también, es que quieran matarlos (o pudrirlos en la cárcel).
Porque lo malo no es hacer algo malo. Lo malo es que se sepa. Y cierto estilo sádico, afiebrado, patoteril, grupal –como por lo visto es el de MBS (el apodo o sigla con que se conoce a Mohammad bin Salman−, tiene mayor riesgo de filtraciones.
La mezcla en Shapiro de lucidez y amoralidad, de pragmatismo, en suma, es tal vez más aterradora que el terrorismo expreso (que a veces es torpe).
Bueno es advertir que esto es lo que tenemos como diseño de la cosa política hoy enfrente nuestro (y por encima y a nuestras espaldas… por doquier).
Tendremos que agradecer a la patota sagrada e imbécil de los sunnitas más fanáticos de ese estado que es de una familia, llegar a otear la sordidez de nuestro presente.
La búsqueda de la verdad era el viejo motto de periodistas, y antes, de filósofos.
Aunque cueste pensarlo o se sienta uno pasado de moda, sigue siendo la cuestión clave, ardua, casi inalcanzable.
Podríamos transformar la vieja consigna que se atribuye a Pompeyo para arengar a los marineros temerosos ante la tormenta, “navigare necesse est, afirmando: veritas necesse est.
Po Luis E. Sabini Fernández
http://revistafuturos.noblogs.org/
Analizando el asesinato de Jamal Khashoggi, recuerda Daniel Shapiro1 cómo fue considerado otro asesinato político ordenado a su vez por Napoleón Bonaparte: “Algo peor que un crimen; un error”.
Shapiro analiza las consecuencias de lo acontecido por orden del príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman, sobre la política de EE.UU. e Israel.
Y nos muestra cómo funciona la estrecha alianza entre la dirección político-militar estadounidense y la saudí (y la israelí, jugando en todas las bazas).
Shapiro se alarma acerca de la infiltración, imparable, de los detalles del asesinato, digno de una novela nórdica de los últimos tiempos con lesiones previas a la muerte, atrocidades varias, dedos seccionados estando todavía vivo y corte final de cabeza para darle otro destino que al tronco de lo que fuera Khashoggi, al parecer competidor en el marco de la realeza, periodista, espía y/o contraespía, vaya uno a saber al servicio de qué servicio.
Sabemos que lo acontecido en territorio turco no contó con la complicidad de las autoridades anfitrionas que, por el contrario, hicieron todo lo posible para desnudar el “affaire”.
Shapiro nos dice que este strip-tease macabro malogra una provechosa alianza de décadas entre EE.UU. y Arabia saudí por un lado e Israel y EE.UU. por otro (y por encima o por debajo, la misma curiosa alianza entre dos estados hiperconfesionales; Israel y Arabia saudí).
Shapiro entiende que “Mohammad bin Salman no calibró el efecto de este tipo de asesinato haciendo trizas todo margen de aceptabilidad para el público estadounidense y para todo el elenco de ambos partidos en el Congreso”.2 Pone como ejemplo que congresales tan de derecha como Marco Rubio hayan puesto el grito en el cielo.
Estamos entonces −cada vez importa menos la muerte por asesinato− ante la atención a brindar a la pudorosa opinión pública estadounidense. El alma del ciudadano norteamericano no puede oír, sin estremecerse, la peripecia vivida por Khashoggi.
Shapiro lo dice sin pelos en la lengua: “La represión saudí no es algo nuevo y probablemente el sistema político de EE.UU. podría acomodarse si mantenemos un cierto nivel bajo de visibilidad.” [sic]
Bin Salman no advirtió el efecto en el alma norteamericana de hacer lo que se le hizo a un periodista del establishment (Khashoggi era redactor habitual de Washington Post).
Shapiro, abundando sobre el efecto devastador de la imagen de tamaño asesinato sobre el público norteamericano y transitivamente sobre las decisiones políticas, nos confiesa que el terremoto obligará… −observe el lector el abismo que se abre− a vender algunas menos armas a Arabia saudí, que generalmente se ha provisto más que generosamente de los avances de la industria militar estadounidense.
Shapiro considera que “tal vez el fallo mayor del asesinato de Khashoggi proviene de la obsesión de ben Salman por silenciar a sus críticos, con lo cual se pierde fuerza en el intento de construir un consenso internacional para presionar a Irán.”
Es decir, a Shapiro le preocupa no el método empleado para eliminar a Khashoggi, y menos todavía la cuestión misma de la eliminación de competidores; apenas los dólares (millones) que no pasarán de las arcas saudíes a las estadounidenses o que debilita la presión para desmantelar a Irán.
Todo se instrumentaliza. En rigor, volviendo a la anécdota con Napoleón, no se trata de asesinar menos, se trata de que se note menos. La opinión pública, en tal caso, no ofrecerá dificultades y las correas de transmisión funcionarán fluidamente.
No hay que herir los oídos de gente sensible. Hay que hacer las cosas “a la chita callando”. ¿Por qué esa obsesión por deshacer un ser humano en vida y registrarlo? Hay un aspecto, fabril, de dejar constancia y confirmar la calidad de un “trabajo”, es cierto, pero si eso llega a manos indebidas, “nos” perjudica.
Shapiro replantea, sin decirlo, lo que pasó con E. Snowden, con B. Manning, con J. Assange, para mencionar apenas a los tres más famosos violadores de “obediencia debida” más recientes. Ellos revelaron consciente y voluntariamente lo que el cuerpo mutilado de Khashoggi una vez más nos muestra. Por eso, lo que tememos con Snowden, Manning, Assange, y ellos también, es que quieran matarlos (o pudrirlos en la cárcel).
Porque lo malo no es hacer algo malo. Lo malo es que se sepa. Y cierto estilo sádico, afiebrado, patoteril, grupal –como por lo visto es el de MBS (el apodo o sigla con que se conoce a Mohammad bin Salman−, tiene mayor riesgo de filtraciones.
La mezcla en Shapiro de lucidez y amoralidad, de pragmatismo, en suma, es tal vez más aterradora que el terrorismo expreso (que a veces es torpe).
Bueno es advertir que esto es lo que tenemos como diseño de la cosa política hoy enfrente nuestro (y por encima y a nuestras espaldas… por doquier).
Tendremos que agradecer a la patota sagrada e imbécil de los sunnitas más fanáticos de ese estado que es de una familia, llegar a otear la sordidez de nuestro presente.
La búsqueda de la verdad era el viejo motto de periodistas, y antes, de filósofos.
Aunque cueste pensarlo o se sienta uno pasado de moda, sigue siendo la cuestión clave, ardua, casi inalcanzable.
Podríamos transformar la vieja consigna que se atribuye a Pompeyo para arengar a los marineros temerosos ante la tormenta, “navigare necesse est, afirmando: veritas necesse est.
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