Los dos imperios. Los rusos al Este y los españoles al Oeste
Los rusos al Este, nosotros los españoles, al Oeste. Y en medio, Europa, es decir, la tierra del centro.
Con demasiada frecuencia, a los de ambos extremos,
a españoles y a rusos, les ha sido discutida su condición de europeos.
¿Son los rusos, verdaderamente europeos? ¿Lo son, en puridad,
los españoles? Tal parece como si el formar parte de un extremo
geográfico condenara a la marginalidad a la nación que allí mora, como
si los conceptos de "periferia" y "centro" encerraran propiedades
esenciales, absolutas, como si confundiéramos la Geometría con la
Geografía, y ambas, a la vez, con la Geopolítica. La pregunta sobre la
"centralidad" de los españoles y de los rusos como prototipos de lo
europeo ya es una pregunta ideológica, interesada, ya es un ataque revisionista contra el destino de ambos imperios, el ruso y el hispánico.
Porque de esto precisamente se trata.
Lo que desde hace unos siglos se viene llamando "Europa" es, con la
Reforma protestante, la modernidad, el capitalismo liberal, etc. un
"anti-imperio", un disolvente de la idea "católica" o universalista de unidad imperial. Y la unidad imperial ha sido tenazmente buscada, a la vez, en paralelo y con notable simetría, al Oeste desde España y al Este desde Rusia.
Desde España y desde Rusia se alzaron enormes baluartes de "reacción" contra las corrientes disolventes de la modernidad.
Justo en el momento en que los reformistas protestantes dividían el
centro y el norte de Europa, en el Oeste hispano se pugnaba por
conservar la catolicidad. Ese fue el empeño del Imperio español: conservar la catolicidad.
De Carlos I de España y V de Alemania se han dicho
muchas cosas ambiguas que poseen un fondo de verdad, pero a menudo
dentro de un envoltorio manipulador. El Emperador, se lee, fue un tanto
"medieval", una especie de nostálgico, un romántico avant la lettre en su afán de reconfigurar la idea universal de Imperio (Universitas Christiana).
Todos los reyes cristianos se subordinan al rey de reyes, al Emperador,
y el propio poder del Emperador, lejos de constituir un brazo armado al
servicio del Papa, está investido por naturaleza de sacralidad propia.
La propia misión imperial sobre la Tierra es
sagrada en cierta forma. Contra este proyecto, que Carlos hizo suyo y lo
devino hispano, hispano sin contradicción alguna con su universalidad,
se alzaron las incipientes monarquías "nacionales" (Francia,
Inglaterra), los principados germánicos reformados, el propio Papado,
reproduciéndose así, a escala casi planetaria, la lucha medieval entre
el ideal "güelfo" y el "gibelino". Decimos a escala casi planetaria
porque el Emperador ya reinaba sobre el Nuevo Mundo y sus marinos
exploraban la Tierra en toda su redondez. El choque entre los ideales
güelfos y los gibelinos no se circunscribía ya a las comunas del norte
de Italia. La idea romano-germánica-medieval resplandecía en la mente de
don Carlos y de sus asesores españoles, quienes, a su vez, la habían
conservado a través de la Reconquista, iniciada por Pelayo en 718 (otros
dicen que en 722).
La crisis nacional de España, su
tendencia centrífuga y cantonalista, es solidaria hoy en día de la
crisis de su ideal imperial. Un "nacionalismo español" es un proyecto
tan fraccionario y artificioso como un "nacionalismo catalán" o un
"nacionalismo vasco". La idea estatalista, y a su modo
jacobina, de una nación como resultado de una decisión popular de
"dotarse a sí mismo" de un estado, es tan francesa, tan extranjerizante y
anti-católica, que no puede aplicarse a España sin grave merma para
ésta. De forma un tanto confusa aún, pensadores tradicionalistas
(Vázquez de Mella) o actuales (Gustavo Bueno), han sido capaces de
reconocer esto. El nacionalismo español fue inyectado en nuestra patria a
instancias isabelinas y liberales, tratando de imitar lo francés y
"modernista" en todo aquello que en Europa había "funcionado".
Pues este nacionalismo de corte occidental y liberal es, justamente, nacionalismo anti-imperial.
El liberalismo que, desde Inglaterra y Francia inyectaron en España, a
través de logias secretas en gran medida era, justamente, a la par que
un proyecto capitalista depredador, la encarnación misma del ideal
disgregador. Se quiso renunciar al Imperio con vocación universal
pretendiendo homologarse con las naciones disgregadoras que habían
arruinado dicho imperio (Francia, especialmente). Y el resultado no
puede ser otro que acoger en su seno la misma disgregación. La carrera emprendida en España desde el siglo XIX fue la de la homologación, y en su fase postrera lo que estamos conociendo es la ruptura,
pues el mismo ideal jacobino y de homologación se inoculó en Cataluña,
en las Vascongadas y en cualesquiera de las entidades regionales
constituyentes de España.
El imperio ruso pasó de ser una reserva
de la reacción, en el siglo XIX, a una "patria del socialismo" en el XX.
Situado en el otro extremo geográfico, sus enormes dimensiones
garantizarán para siempre su condición imperial, al margen de su forma
política concreta. Muy distinto el caso ruso al caso de España. El
imperio hispánico fue recortado, saqueado, y la pérdida de extensión de
su territorio fue progresiva. Aún no está del todo claro si la España
residual o post-imperial no va perder más territorios en un futuro
inmediato. Por el contrario, la Gran Rusia pudo experimentar grandes
transformaciones superestructurales (el paso del imperio
zarista a una república federal), pero a los analistas atentos no se les
escapa nunca que éstos son cambios en la superficie, y que en Rusia hay
esencias, estructuras de fondo resistentes a todas las mareas del
tiempo y a las infiltraciones del occidente.
Desde un punto de vista material, es la enorme extensión de territorio la que garantiza esta resistencia, esta inercia, esta fidelidad a su propio ser.
Pero junto a la propia dimensión gigantesca de Rusia, entendida en
términos de espacio y materia, reposa su idiosincrasia espiritual. Y es
precisamente sobre ésta donde hay abundantes malentendidos.
El filósofo de la "Decadencia de Occidente",
Oswald Spengler, tan clarividente y profético en muchos puntos, erró de
lleno en su visión de Rusia. Sus páginas rebosan desprecio hacia este
Imperio. Su punto de vista ultra-prusiano le obliga a ver en Rusia el
enemigo, la "horda" del Este, la amenaza orientalizante y
bárbara que se cierne sobre un Imperio occidental. Pero si la Gran Rusia
no es el enemigo a batir, a conquistar, a domeñar o tener a raya,
entonces la Rusia spengleriana es, nada más, una llanura inmensa donde
gentes demasiado humildes y sencillas se aplanan ellas mismas por
influjo de un cristianismo –el ortodoxo- que ve en cada ruso un hermano.
Rusia es para Spengler, la encarnación del igualitarismo.
Allí, en el Este, nadie es más que nadie y de la misma manera que en
las llanuras del Poniente ninguna colina se destaca, todo es horizonte y
se vive en horizontal, así ocurre con la sociedad rusa: una masa
informe desconectada de su aristocracia minúscula. Pero lo que Spengler
ve como defecto (sencillez, humildad, hermandad, igualitarismo), otro
filósofo contemporáneo suyo, Walter Schubart, lo contempla como gran
virtud y gran esperanza. Rusia, dice Schubart, es la esperanza de Europa. Y esperanza en su pleno sentido: esperanza espiritual.
Rusia será quien reconquiste
espiritualmente Europa. Su cristianismo, algo asiático-oriental y parejo
a la espiritualidad india y china, es hoy el más auténtico. Schubart lo
denomina cristianismo yoánico, fundado, como su nombre indica,
sobre el Evangelio de San Juan. Este es el tipo de religión,
cristiana-yoánica, que puede salvar al hombre europeo, sumido en la
decadencia, en el nihilismo, en la idolatría al dinero y a la
tecnología. En los años en que el autor balto-alemán vivía, solamente
España –y el tipo de hombre que el español encarnaba- se salvaba del
diagnóstico negativo que recaía sobre el europeo occidental. Schubart
todavía veía, en la primera parte del siglo XX, al español como una
esencia fijada en su edad dorada, los siglos XVI y XVII, siglos de
místicos y de guerreros. Pero éste filósofo no pudo llegar a conocer a
fondo la trágica transformación del Homo hispanicus tras la guerra civil y, especialmente, tras el desarrollismo registrado en nuestro país en los últimos años del franquismo.
Toda traza de espiritualidad, mística, ardor
guerrero y fanatismo (incluyendo el fanatismo de los "sin Dios" rojos,
tan hispano como el de su opuesto diametral, el integrista católico) fue
diluyéndose, evaporándose y abrasándose por el espíritu capitalista y
consumista al que ésta "Reserva Espiritual de Occidente" fue
entregándose, a la par que el Caudillo iba abriéndose a los créditos
americanos, a las instituciones internacionales, a la tecnocracia y al
crudo pragmatismo. Schubart veía de forma muy idealizada al español, y
todo su libro sobre Rusia y el Alma de Occidente es un idealismo de principio a fin.
Pero un idealismo que ayuda al lector a comprender
la importancia de un "arquetipo" en los devenires geopolíticos. Con
esto queremos decir que en España la revolución y la contrarrevolución
habidas entre 1934 (Revolución de Asturias) y 1939 (fin de la llamada
"Guerra Civil") fue la verdadera clave de bóveda de la aniquilación
liberal del ideal imperial. Era el eco simétrico de la liquidación del
imperio de los zares ocurrida definitivamente en 1917. Lo que ya había
sucedido al Oriente, por obra de los bolcheviques, debía consumarse al
Occidente, en España. Sin embargo, Schubart supo reconocer que había una
Gran Rusia, eterna y esencial, intangible e inmune a las reformas
comunistas.
El alma de un pueblo no se modifica superestructuralmente,
viene a decirnos el filósofo balto-alemán. Por eso el ruso, bajo el
imperio de la hoz y el martillo sigue adorando a la cruz. Por eso su
igualitarismo esencial se manifiesta incluso en un régimen donde Dios
aparece oficialmente proscrito, y la gente reza en silencio y en
secreto, incluso al margen de un clero no siempre ejemplar, y mantiene
viva su Iglesia. Schubart cree ver una religiosidad ardiente, olvidada
hace tiempo por los occidentales, incluso en el ateísmo fanático de los
bolcheviques, de los incendiarios de iglesias, en los iconoclastas rusos
"sin Dios", paralelo y gemelo al hispano de los años 30.
Pero nos parece excesivo idealismo creer que el alma de los pueblos subsiste por debajo, por encima y más allá de los cambios que superficialmente damos en llamar superestructurales.
Es cierto que décadas de comunismo no pueden transformar las
tradiciones de un pueblo. La cultura rusa, tan vieja, evoluciona al
ritmo de los siglos, pero los regímenes políticos, en cambio, se
desvanecen en unas décadas. También concedemos a Schubart- como a
Spengler- el hecho de que los reformadores superestructurales
de Rusia han trabajado siempre con ideas importadas de occidente, ideas
ilustradas y después socialistas y comunistas que, una vez planean y
tratan de cubrir la inmensa planicie oriental, se quedan en nada, en
nubes pasajeras. Las reformas petrinas, tanto como las leninistas, se
muestran de todo punto superficiales en sus consecuencias históricas.
Pero esto que podemos aceptar de Schubart en sus
reflexiones sobre Rusia, se deshace cuando buscamos el paralelismo con
el arquetipo español. Nuestra "Guerra Civil" parece haber provocado una
desaparición de aquellos arquetipos hispanos, desaparición física junto
con la liquidación de las bases materiales que lo hacían posible. La
economía capitalista se instauró plenamente en la España de los años 60 y
el materialismo que le es propio hace que los místicos, los caballeros,
los ultramontanos, los bandoleros y demás personajes arquetípicos dejen
de existir. De hecho hoy vivimos en una España hambrienta de valores,
desnuda de arquetipos, inerme e inválida, pues siente haber perdido su
identidad.
No es el caso nuestro el de un pueblo que ha resistido heroicamente las reformas superestructurales
impuestas por la economía mundialista y la ideología oficialmente
liberal (en sus dos versiones, socialdemócrata "progresista", y
liberal-conservadora). Antes al contrario, el pueblo español, con hambre
atrasada, acoge de forma masiva y entusiasta esa Unión Europea que al
tiempo le lamina, bendice ese recetario de la ONU-UNESCO que le
idiotiza, adora esos reajustes del FMI que le esclavizan. Llevamos ya
unas cuantas décadas, desde el franquismo tardío y todo el Régimen
setentayochista, siendo un pueblo mayoritariamente ovejuno, que ha
encontrado la solución a su vacío en las fórmulas globalistas,
pro-inmigracionistas, europeístas, americanizantes y maurófilas.
España, tal parece, se comporta como un
sujeto colectivo que ha decidido dejar de ser. Unos la quisieran ver
como un nuevo Puerto Rico, asociado al atlantismo yanqui, otros como el
vertedero financiero-comercial de la Unión franco-alemana, y muchos,
muchos más de cuantos se suele creer, quieren hacer de esta España
nuestra una colonia del Sultán de Marruecos, soñando con un al-Andalus
de cuento de mil y una noches. Pero estos proyectos anti-españoles,
atlantista, europeísta y maurófilo, señalan justamente el espacio que ha
quedado en blanco en el tablero geopolítico. Y es una ley geopolítica
la ley del horror vacui. Es el espacio disputado desde tres
flancos, desde tres vectores que arrastran poder y empujan el poder
hacia el vano. España es un vano y no sólo una disgregación en taifas
(llamadas "comunidades autónomas").
La identidad, a veces inventada, otras, deformada,
de las regiones españolas suele ser una terapia de sustitución. La
gente necesita por lo común una identidad, y cuando no existe un locus
de poder y autoridad para suministrársela, otros centros,
subnacionales, corren a ofertar sus baratijas. Yerra, y yerra mucho, la
derecha española al creer que la causa de una falta de identidad
nacional en España, y la falta de orgullo "imperial" y conocimiento del
pasado es debido (exclusivamente) al adoctrinamiento
nacionalista-periférico. Ningún soberanismo fraccionario hubiera podido
hacer nada en contra de un proyecto imperial de destino común.
Es la falta de hombres que sustenten de veras ese proyecto imperial de
destino común lo que ha dejado el camino despejado a mentes tan
subdesarrolladas como las de Sabino Arana, Blas Infante o Puigdemont.
Las nuevas versiones de aquellos místicos y guerreros españoles del
siglo XVI no parecen existir ya.
Sin embargo, aun admitiendo que el Homo hispanicus
se ha transformado drásticamente, y que los paralelismos espirituales
entre el Oeste español y el Oriente ruso trazados por Schubart se han
deslavazado, hay dimensiones y hechos invariantes, y el tablero
geopolítico de este primer tercio del siglo XXI es el que es. El tablero
implica que ya no hay "dos Españas", se mire por donde se mire, sino un
territorio de extensión media que ocupa una posición estratégica de
extraordinaria importancia. Este territorio es, a la vez, una puerta de
África y un balcón hacia América. Así lo ha sido desde que los Reyes
Católicos y sus sucesores, los reyes de la Casa de Austria, deciden
proseguir la Reconquista en ambas direcciones, al sur y al occidente.
La conquista de América, como bien lo vio don
Claudio Sánchez Albornoz, es la continuación inmediata del espíritu
reconquistador. Sin embargo, las campañas militares y la labor
colonizadora del imperio español en el norte de África no gozaron del
éxito y el grado de penetración cultural que se dieron en América. En lo
que se llama Magreb, la presencia española y, en general europea
(francesa, italiana) está barrida del mapa. No hubo posibilidad de crear
un verdadero colchón entre mundos, una sociedad fronteriza (limes)
en donde pudieran convivir segmentos cristianos y laicos con segmentos
musulmanes. Es en este espacio norteafricano donde debería haberse
situado la zona de transición entre mundos, el afro-oriental y el
europeo.
Todas las regiones norteafricanas
podrían haberse constituido en protectorados y enclaves europeos con
sociedades mixtas (europeas-cristianas, magrebíes-musulmanas) que
avanzaran gradual y experimentalmente hacia una mayor educación y
laicidad, haciendo de éstos países una nueva Europa, un limes,
donde el contacto entre mundos se hiciera preservando a la Europa
propiamente dicha de toda la emigración masiva y de la africanización e
islamización crecientes que hoy en día estamos conociendo.
En realidad, la concepción imperial y civilizadora
de Europa se lleva a la práctica por medio de estas acciones en
territorios ultramarinos. El optimismo, el impulso a exportar ideas,
técnicas, valores, contingentes hacia otros paisajes y latitudes da la
medida exacta del vigor de una civilización-imperio. Expandirse
es siempre la mejor forma de defenderse. La expansión hispánica hacia
las Américas aunó la mayor parte de las energías de nuestro pueblo, y no
pudo desdoblarse hacia África. Pues bien: éste será siempre el origen
de todas nuestras pesadillas y debilidades. La "América" de los rusos,
por analogía, consistió en un movimiento civilizador de doble dirección:
una, la más efectiva, la conquista de Siberia, una verdadera ola
expansiva de rusificación, que puso lo ruso a las puertas mismas de
Mongolia y de los imperios chino y japonés; la otra, infructuosamente
realizada por causa de la oposición otomana (y sus aliados occidentales,
franceses y alemanes), volcada hacia el Sur, hacia la antigua Bizancio,
y en general, hacia el mar Mediterráneo. En efecto, una Rusia asomada a
éste Mare Nostrum hubiera sido la Nueva Roma a todos los efectos.
El enfrentamiento con los turcos y con los
occidentales se lo impidió, pero la partida en Ucrania y en el Cáucaso,
así como en los Balcanes, entre otros lugares ya próximos a nosotros es
una partida que se sigue jugando. La "rusificación" de los países que
comunican el Mediterráneo con todo oriente hubiera desplazado
completamente al Islam en el tablero geopolítico. De ser una fuerza
"sustantiva", que golpea en sus vertientes terrorista, inmigracionista y
como agente "troyano" en la desarticulación de sociedades abiertas y
demasiado abiertas, habría pasado a ser una fuerza meramente
"accidental", un acompañante meramente cultural y folclórico en el
mosaico de pueblos unificados al Oriente por un ideal de Imperium.
En cierto modo, ya es así en China y,
parcialmente en la Federación Rusa: el islam, no es una religión, sino
una teología política que causa conflictos dondequiera por lo que tiene
de concepción totalitaria de la política, esto es, porque actúa como fuerza teocrática;
ésta fuerza violenta teocrática siempre se acaba plegando ante
autoridades imperiales capaces de disciplinar al rebelde y al violento.
El hecho es que la Historia fue la que fue. No
hubo un Norte de África europeizado, hispano-francés, por ejemplo, ni
tampoco un Próximo Oriente rusificado. La Historia es una disciplina
testaruda en lo referente a los hechos. En otro plano, nunca
desconectado completamente de los hechos, situamos la ideología. Rusia, la Gran Rusia imperial es un factum
que sobrevive a las ideologías, y que obliga a éstas a moldearlas. La
Rusia de los zares, la de los bolcheviques o la de Putin es,
sustancialmente la misma Gran Rusia, el mismo factum imperial
que se impone por sí solo, por su inmensa territorialidad, más que por
su peso demográfico. Y por ello, no nos puede extrañar que un filósofo
que muchos consideran allegado al régimen de Putin, como es Alexander
Dugin, haya formulado su "cuarta teoría política" en unos términos de
evolución-superación (cuasi hegelianos) ideológica. La Primera Teoría
Política a la que asiste el mundo moderno, roto el orden feudal, es el liberalismo.
El liberalismo se abre paso en las postrimerías de
la edad media, con el auge de una clase plutocrática, amasadora de
dinero, que subvierte el orden de la civilización cristiana –basado en
la fe, la tierra, el linaje- y lo "simplifica", haciendo de la
civilización entera un inmenso mecanismo de acumulación y producción de
plusvalía. La Primera Teoría Política, liberal, se realiza como modo de
producción-dominación capitalista, y desde el orbe cristiano occidental
se va imponiendo (a cañonazos, si hiciera falta, como rezaba con
exactitud El Manifiesto Comunista) a las otras civilizaciones
mundiales. Pero como antítesis de la Primera Teoría, surge la Segunda,
auto-representada como una Teoría del Proletariado apta para sepultar en
el cementerio de la Historia al liberalismo ideológico, y a su
realización económico-política, el capitalismo. La Segunda Teoría
Política, el comunismo, fijó en Rusia, precisamente, su patria y su
suelo de implantación. Rusia pasó de ser el imperio zarista a ser la
Unión Soviética, esto es, una auto-representada federación rusificada,
entendida como primer paso para una República internacional de los
Trabajadores en la cual la propiedad privada quedaría abolida y se
socializarían los medios de producción.
El reparto del mundo dado entre los imperios de
ambas teorías políticas, liberal (angloamericano) y soviético (ruso)
sólo pudo hacerse efectivo por medio de una dialéctica con la Tercera
Teoría Política (el fascismo). La derrota del fascismo fue el
paso necesario para la consagración de las dos teorías precedentes, y
casi a la manera hegeliana hubo de ser así en la medida en que en el
fascismo había elementos tomados en síntesis tanto del
liberalismo como del comunismo. La guerra fría tras la derrota del
fascismo en 1945 supone una negación de la síntesis, o más bien una
negación de la negación. El fascismo hubiera sido la negación del
liberalismo en la medida en que el liberalismo tiende a la disolución
del Estado, de la Autoridad, de la Tradición por mor del imperialismo
del dinero. Igualmente, el fascismo hubiera sido la negación del
comunismo en la medida en que ésta Segunda Teoría Política era el
igualitarismo extremo, la anulación de las jerarquías y de la tradición.
Pero el fascismo o Tercera Teoría Política también puede ser superado, y no meramente negado. La negación realizada habría sido manifiesta en su derrota militar, en medio de una Europa en ruinas, pero la superación
hegeliana, que es negación y conservación de lo salvable, implica un
restablecimiento de las jerarquías, de la tradición, de la autoridad,
sin entregar el cetro del mundo al "poder del dinero", ni tampoco a unas
masas desarraigadas y adoctrinadas por el marxismo.
La Cuarta Teoría Política vendría a ser
una especie de "vuelta al Imperio", Imperio entendió en su sentido
genuino, una autoridad respetable y que se hace respetar, un nuevo nomos
sobre la tierra que contrarreste las tendencias disgregadoras,
criminales, barbarizantes, de las otras tres anteriores Teorías
Políticas.
Pero, si somos coherentes con esta lectura
metapolítica de la Cuarta Teoría duginiana (que hemos expuesto aquí de
una forma demasiado hegeliana y libre, no obstante), habrá que estar en
guardia contra las posibles tendencias criminales de ésta en la medida
en que encuentre oposición. Pues la "teoría política" alzada para
reajustar el orden del mundo es un arma siempre, ante cuya acción se
despierta la reacción. Dugin parece presentar su proyecto hegemónico
ruso en términos de multi-polaridad, esto es, en términos de un más
ajustado reparto del poder que ya está recayendo, de hecho, en manos de
potencias regionales. Irán, en el Oriente Medio, será el centro de poder
que neutralice el sionismo. China, en el Oriente Lejano y en el
Pacífico, hará lo propio frente a los "dragones" capitalistas que sirven
de satélites asiáticos de los E.E.U.U. También parece que puede
florecer un poder iberoamericano que sustraiga el "patio trasero" de los
yanquis y liquide la doctrina Monroe ("América para los americanos"),
siempre que se superen diversos obstáculos y se alcance una conciencia
"imperial" común.
¿Será, pues, la Gran Rusia la esperanza de Europa?
Un gran estado, un poder de dimensiones verdaderamente imperiales,
reserva energética y territorial inmensa, contingente poblacional nada
despreciable, afinidad étnico-cultural incuestionable con respecto a los
pueblos de Europa, peso militar inmenso, comunión de intereses con los
europeos occidentales, que van desde lo energético (gas natural) hasta
lo espacial (astronáutico) y geopolítico (control de la islamización y
freno de las pretensiones sionistas y yanquis)… Son muchas,
abundantísimas las razones para defender un cierto euroasianismo y apostar por la multipolaridad.
Un largo rosario de pensadores, especialmente a destacar los miembros
de la llamada "Nueva Derecha" (Guillaume Faye, Alain de Benoist, Robert
Steuckers…), han apostado, cada uno a su manera, por este alineamiento
euroasiático.
La unión política, económica y militar de Europa y
Rusia, desde Lisboa hasta Vladivostok, parece hoy en día una mera
utopía, un imposible. De hacerse realidad, las amenazas que hoy se
ciernen sobre todos nosotros cesarían en el instante. Sería algo
parecido a coser y cantar la posibilidad de frenar las agresiones
imperialistas norteamericanas o controlar ese "arma de inmigración
masiva" que alientan desde el Mediterráneo sur y oriental. La Cuarta
Teoría Política" supondría la superación del caos impuesto por imperios
depredadores, que no dudan en subvertir los fundamentos mismos de las
civilizaciones (no sólo de la civilización europea o la
"judeocristiana"). Correctamente entendida, la hegemonía rusa, por su
mismo carácter continental (y no talasocrático) nunca podrá consistir en el imperialismo de los "señores del dinero".
Cuando hablamos de miles de kilómetros cuadrados
de un área de la corteza terrestre sobre la que no hay abruptas
fronteras físicas ni anchos brazos de mar separadores, y en los que se
extienden cientos de pueblos, una síntesis de autoridad central
("imperial"), que una lo que es común en medio de la diversidad, y de
multipolaridad, que proteja la Civilización frente a lo que es diverso,
se vuelve de todo punto sugerente. Para que esa síntesis o "esperanza
rusa" llegue a hacerse realidad, resultaría imprescindible el
establecimiento de un bloque de países que, siendo celosos en la defensa
de sus respectivas soberanías, a la vez detraigan poder, influencia,
prestigio e iniciativa al "occidentalismo". Ese bloque de países,
formalmente integrados en el "Occidente", pero disidentes con él, ya
existe.
Gracias a ellos no va a ser posible
reeditar una guerra fría entre Occidente y Oriente, pues las partes
contendientes han cambiado internamente, y al haber cambiado la manera
en que resisten los estados determinados a ser libres, que no renuncian a
su soberanía, también disponen de otras opciones diferentes a las de la
guerra fría. Estados como Hungría, Polonia, Austria, etc. pueden servir
como grieta en el sistema del occidentalismo. Cada uno, a su manera,
podrá alzar la bandera de la tradición, el respeto a las jerarquías
naturales y espirituales, la defensa de los valores civilizatorios.
Quizá su cercanía a la Federación Rusa, su temor a
quedar tragados por un oso tan grande, cuyos abrazos de afecto puedan
parecer torpes, el miedo mismo a recibir enormes zarpazos, impida la
creación de una verdadera unión euroasiática, pero sí que puede darse al
menos un desplazamiento del poder y de la iniciativa. El atlantismo
cuenta sus días, se sabe en retirada, y esta fiera, arrinconada y
herida, puede resultar de lo más peligrosa. Estamos viendo que el
atlantismo pierde credibilidad en Europa y que la población menos
afectada por la intensa Ingeniería Social sospecha ya de las maniobras
con que sus líderes pretenden disolver la sociedad. El multiculturalismo
impuesto, no deseado. La disolución de la familia y el ataque a la
espiritualidad nacional. El feminismo radical y el homosexualismo. La
esterilidad del autóctono, su sustitución demográfica y la
experimentación constante con la sexualidad humana. El ensalzamiento del
alógeno y la ampliación incesante de la lista de "derechos humanos".
El ataque a la infancia, su escándalo, corrupción y
manipulación… son todas éstas, y muchas más, las aristas de una misma
estrategia impuesta desde el liberalismo, desde el capitalismo
atlantista que ha visto en toda esta Ingeniería Social su medio para
pervivir, su forma de hacer de Europa una auténtica papilla humana.
Muchos miramos al Este con esperanza. Un Este ideológicamente distinto,
un Este curado del bolchevismo, un Este que también es heredero de la
civilización clásica, por la mediación especialísima del Imperio
Bizantino. Un Este heredero del cristianismo que supo, como España lo
hizo tras largos siglos de guerra, defenderse de las hordas de nómadas y
del imperialismo islámico de los turcos.
Que el papel de estratega de Vladimir Putin esté a
la altura de las circunstancias, es algo que el futuro esclarecerá.
Mayor papel le corresponde al propio pueblo ruso, y a las naciones
–europeas o asiáticas- que forman su órbita y cinturón. Este conjunto de
pueblos podrá, en sus respectivos terruños, mostrarnos otras vías
alternativas a la talasocracia y a la depredación. Podrá enseñarnos a
todos que un pueblo o comunidad puede recoger la antorcha y volver a ser
la "Nueva Roma" caída en manos bárbaras. El papel geopolítico de España
y de la lengua española habría de consistir en ser hermana y aliada de
la esperanza del Este, pues al hispanismo geopolítico le cabe ayudar en
la empresa de un resurgir del polo iberoamericano, y en el Sur le cabe
la labor de custodiar los pasos de África y volver a hispanizar la
orilla meridional del Mare Nostrum, rescatando a aquellos
pueblos de su letal teocracia, y del atraso y fanatismo consiguiente.
Quizá sea soñar, o quizá no, pero el ideal de un Imperio del Este es
simétrico y complementario de un Imperio del Oeste. Esto, y no otra
cosa,
Publicado en la revista Nihil Obstat. Revista de historia, metapolítica y filosofía. Nº 32. 2018:
https://edicionesfides.files.wordpress.com/2018/10/portada-nihil-obstat-...
https://edicionesfides.files.wordpress.com/2018/10/portada-nihil-obstat-...
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