La dialéctica del trumpismo: hegemonía interna y hegemonía global
Ricardo Orozco
En días recientes, el proceso electoral estadounidense que comenzó alrededor del 2016 entró en una nueva coyuntura, justo momentos antes de que éste se desenvolviese de lleno en una nueva contienda presidencial teniendo como figura ideológica central, de nueva cuenta, al empresario Donald J. Trump. Y es que, en efecto, las tensiones y las disputas entre las distintas fuerzas y actores políticos de aquel país desembocaron en la concreción de un nuevo paso en el proceso de impeachment que desde diferentes frentes se busca abrirle al hoy presidente de Estados Unidos; por argumentos que van desde la defraudación a la nación en los comicios de su primer mandato ejecutivo hasta aseveraciones relativas a su traición a la patria, la conspiración y la colusión con los enemigos de su Estado.
La mayor parte de la prensa nacional y extranjera —así como el grueso de los comentócratas oficiosos de estos temas— por supuesto, han centrado prácticamente la totalidad de su atención en la tarea de explicar las consecuencias que cada nueva fase en la construcción del juicio al magnate estadounidense tiene en términos de algo que —se afirma ingenuamente— estaría muy próximo a la posibilidad de haber contado con un presidente que, en el fondo, en realidad no pasaría de ser un doble agente de las fuerzas malignas del comunismo internacional o, en su defecto, de los espectros que éste ha dejado. Después de todo ¡hay que reconstruir al enemigo comunista para legitimar el conservadurismo del supremacismo anglosajón!
En términos generales, más allá del tema de las elecciones en y por sí mismas, la primera consecuencia importante que tal seguimiento ha tenido en la construcción del imaginario colectivo respecto de la vida política estadounidense ha sido la del reforzamiento de la idea (hoy ya hecha sentido común) de que Donald Trump sigue siendo una suerte de anomalía en la línea histórica de la vida política de Estados Unidos y que, por lo tanto, en la medida en que el empresario es un error que se sale fuera de los marcos de conducción institucional tradicionales, hay que confirmar que debe ser eliminado de la próxima ecuación electoral para retomar el rumbo.
En última instancia, a menudo el problema termina gravitando alrededor de las relaciones vigentes entre demócratas y republicanos. Pero lo cierto aquí, y lo que más llama la atención, es que en esos sentidos comunes una pregunta fundamental permanece ausente (justo porque se cree, de manera incorrecta, que Trump es un error que hay que corregir): ¿Por qué está teniendo lugar y tanto empuje la idea del impeachment a Donald Trump si éste —el primer empresario de vocación al frente de la presidencia estadounidense en la historia reciente del país— está haciendo exactamente todo lo que se supone que cualquier mandatario estadounidense en la presidencia debería de estar haciendo para impedir la degradación actual de la hegemonía de Estados Unidos en su escala global,? ¿no es acaso el impeachment una contradicción, un error de cálculo o una mala estrategia que, en última instancia, amenaza con minar los esfuerzos hechos y los resultados hasta ahora conseguidos para lograr que Estados Unidos no pierda su posición internacional ante China, Rusia, India, Irán, la Unión Europea, etc.?
En primer lugar, en efecto, habría que subrayar que esas preguntas, en particular, no están presentes en la discusión colectiva ya de entrada porque se parte del supuesto (erróneo) de que en realidad Trump está haciendo todo mal en su mandato: ya sea por su inexperiencia, por su volubilidad, por su carácter confrontativo o por cualquier otro rasgo de personalidad que se le guste adjudicar y extender hacia el resto de su gabinete. En segundo lugar, no se plantean porque, en la medida en que se parte del sentido común de que Trump está haciendo mal las cosas, no se discute, en consecuencia, si lo que se está afectando con el impeachment es la posibilidad futura de la conservación de la primacía estadounidense en el mundo, sino, antes bien, las alternativas que se tienen para superar un problema (la persona del presidente), que es lo que está corroyendo aún más las escasas posiciones de poder que aún conserva el Estado.
En parte, ese tipo de perspectiva es fácilmente identificable cuando lo primero que se pone sobre la mesa de discusiones es el problema de qué tanto Donald J. Trump y el gabinete que lo acompaña se han salido de las formas, los protocolos y las metodologías tradicionales de hacer política por parte de demócratas y republicanos. De tal suerte que, al final, de lo que se trata es, de nueva cuenta, de encontrar los senderos a través de los cuales el stablishment de personalidades políticas oficiosas sean capaces de reinstituir la tradición de la cultura política gubernamental.
Muchas son, claro está, las deficiencias que ese proceder en el análisis de la presidencia de Trump dejan tras de sí. Sin embargo, quizá una de las más importantes en este monto tenga que ver, justo, con el dilucidar porqué el análisis político no está siendo capaz de explicar cuáles son las razones de fondo que están llevando a ciertas fuerzas y ciertos actores políticos a querer deshacerse del presidente Trump y colocar a alguien más en su lugar. Alguien, no sobra decirlo, como Joe Biden, que en los hechos no pasa de ser (por lo menos hasta donde se alcanza a observar) una continuación de las acciones de Barack Obama; es decir, un continuador de la cara más brutal del imperialismo estadounidense presentada con agenda de derechos humanos, de progresismo social, de correcciones al capitalismo descarnado y de defensa de los valores tradicionales de la sociedad occidental —a diferencia, por ejemplo, del republicanismo: menos hipócrita y más transparente en su agenda imperial.
Por supuesto, la primera respuesta que se podría plantar a las preguntas anteriores es que si el impeachment está ocurriendo es porque la labor de Trump como presidente de Estados Unidos no únicamente está dejando qué desear, sino que, más allá de eso aun, no está permitiendo al Estado avanzar. Así, por ejemplo, de un plumazo se resuelve la cuestión, y entonces sólo queda dedicarse a desentrañar qué cosas, qué errores es posible encontrar al presidente en turno para emplearlos en su destitución o expulsión de la contienda electoral que se avecina.
Una respuesta más pausada, no obstante, apunta hacia otras direcciones y no soluciona el problema así, tan intempestivamente. Y es que si algo muestra la experiencia histórica de Trump como presidente es que, por lo menos en los puntos fuertes de su agenda que eran factibles de realizar sin por ello poner en juego un segundo mandato presidencial (necesario tanto para consolidar lo hecho en los primeros cuatro años como para arriesgar aún más y tomar, entonces sí, las decisiones concernientes a las grandes apuestas de geopolítica), en esos ejes, su realización ha sido más que decente. Los resultados no siempre han sido los deseados por el propio presidente y los intereses que lo respaldan, pero también es un hecho que muchos de los resultados esperados y los que en verdad se plantean como cambios profundos no van a sucederse de la noche en la mañana, ni en cuatro u ocho años, sino en periodos más amplios, a manera de siclos seculares de duración media (a unos veinte o treinta años).
En la inmediatez, eso sí, algunas cosas importantes han sucedido: a) la distención de las relaciones con Cuba se echó para atrás y ahora, mes a mes, se expiden decretos con nuevas sanciones (algunas de ellas las más brutales en la historia de la isla); b) los grandes capitales tecnológicos chinos no fueron derrotados, claro está, pero sí fueron puestos en cuestión: evidenciando, en muchos casos (incluidos el de la poderosísima Huawei), que aún no cuentan con la madurez o consolidación suficientes como para desprenderse por completo de la tecnología (hardware y software) estadounidense; c) el acuerdo nuclear con Irán fue echado para atrás y ahora esa sociedad se encuentra en un punto similar a aquel en que se hallaba en la era de George W. Bush; d) las relaciones estadounidenses con Rusia no sólo no están en su mejor momento, sino que, además, los espectros del comunismo fueron despertados para revestirla con ellos cuando ya llevaba un par de décadas sin ser considerada una amenaza a Occidente en ese específico sentido; e) guerras se siguen sucediendo en todas las latitudes de África y Oriente medio; f) la Unión Europea ha vuelto a ser relegada en su rol internacional, sin una posible salida factible a la reorganización de los capitales europeos al interior del bloque; y, g) una cantidad importante de capitales estadounidenses se encuentra recuperando posiciones en diferentes partes del mundo.
Sólo América parece estar apartándose de esa tendencia por los caos recientes de Argentina, Bolivia y México, con gobiernos de centro izquierda (o progresistas) con amplio respaldo popular y una agenda social con amplias correcciones a la lógica del capital. Sin embargo, las ofensivas y las reacciones que en otros espacios están teniendo lugar dejan mucho que pensar respecto de si es verdad esa supuesta abstracción regional. Chile, por ejemplo, que desde años atrás se mantuvo con una población despolitizada, pero que la respuesta del capital no ha sido menor; Colombia, por su parte, con la reactivación del conflicto armado con las FARC; Ecuador, que recién atravesó por un triunfo importante ante los ajustes estructurales fondomonetaristas, pero que sigue siendo una sola victoria frente a un ajuste específico (dejando intacto todo lo demás); Brasil, que parece asistir a la reversión del proceso judicial en contra de Inácio da Silva; o Centroamérica, hoy sumergida en nuevas ocupaciones militares y absorbida por programas de pretendida ayuda internacional, cuando en realidad son versiones 2.0 de la añeja Alianza para el Progreso.
El reverso de esa cara es, además, el fortalecimiento de la presencia del evangelicalismo y el protestantismo en la región; el incremento en las tasas de transferencia de capital desde las zonas explotadas hacia los centros globales; la mayor presencia de una lógica militarista de la vida en sociedad; la respuesta a las olas migratorias masificadas; la expulsión masiva de hombres y mujeres de la vida laboral; la guerra híbrida en Venezuela; los atentados y connatos de intervención violenta en México; etcétera. Es decir, no todo camina tan bien en América como para afirmar que acá la agenda de Trump no tiene presencia efectiva porque esta suerte de renovado tránsito o vuelco hacia el progresismo en la región está tomando fuerza. Si, lo está haciendo, pero se están pagando altos costos sociales en otros rubros.
Al interior de la economía estadounidense, por otra parte, las políticas de la administración de Donald Trump arrojan resultados interesantes: mostrando, ante todo, que lo que se está trabajando tiene dos objetivos principales. En primer lugar, regresar, en muchos sentidos, pero no en todos, a los niveles en los que se encontraba la economía estadounidense antes de la debacle que ésta sufrió alrededor de 2008; sólo que esta vez —y este elemento es el nodo central— corrigiendo un par de aspectos:
la dependencia de la economía estadounidense de la china;
las dinámicas que, derivadas de lo anterior, tendieron a fortalecer al aparato productivo chino por encima de sus necesidades de consumo satisfechas por el comercio exterior;
la desconcentración de las actividades manufactureras, renacionalizando algunas de sus cadenas de producción, circulación y consumo, habida cuenta de que son éstas las que aún hoy —y sobre todo, de cara a la automatización de procesos— las que generan la mayor cantidad de empleos;
las medidas coyunturales, de emergencia, que se tomaron durante la presidencia de Obama para hacer frente a la contracción de 2008, afianzando procesos productivos/consuntivos menos emergentes y de mayor consistencia en el largo plazo.
En segunda instancia, estabilizar lo afianzado con esas políticas, de tal suerte que lo ganado se consolide como resultado de la dinámica orgánica de los ajustes realizados y no como un mero subproducto de procesos no contemplados que siguen surgiendo como efecto de los desajustes provocados por la contracción de 2008. Es decir, el segundo objetivo tiene por objeto estabilizar a la economía interna de Estados Unidos para que regrese a una suerte de estado de normalidad en el que sea posible afirmar que los buenos resultados obtenidos ya no son producto de la recuperación inmediata de la contracción de hace diez años.
En ese sentido, algunos resultados obtenidos por la administración de Donald Trump son:
el crecimiento económico general del PIB se ha mantenido estable, con niveles de crecimiento más bajos que los de Obama en periodos específicos del 2012 y el 2014, pero también con niveles mayores a los del resto de los ocho años de su gobierno, alrededor del 3.5%
en términos de desempleo, la tendencia se ha mostrado consistente con la trayectoria observada durante los años de recuperación de la administración de Obama (luego de que éste creció constantemente con George W. Bush y de que se disparó desde el 2007 hasta el 2011); hoy se coloca en niveles mínimos históricos para el siglo XXI: 4.0%
el crecimiento del empleo, en consonancia con la disminución del desempleo, se ha sostenido en niveles similares a los de los últimos cuatro años de administración de Obama, con variaciones mínimas al promedio de doscientos mil empleos mensuales creados para cada año;
los salarios y el ingreso de los hogares, por otro lado, son quizá los dos indicadores que más impacto muestran: respecto del primero, luego de haber caído de manera sostenida a partir de 2009 y hasta 2013, y de haberse mantenido en cierta estabilidad durante el segundo mandato de Obama; desde 2016 estos han crecido de manera sostenida, al rededor del 3%. Y sobre el ingreso de los hogares, las familias típicas de clase media estadounidenses vieron un incremento en él hasta alcanzar los 63,179 dólares, luego de haberse mantenido en los 60,000 dólares en el último año de Obama.
Ahora bien, en una línea de mediciones paralelas, quizá se podría argumentar que esas cifras (siempre estimativas), no reflejan la realidad del desempeño de la economía estadounidense. Sin embargo, la realidad del asunto es que más bien sucede todo lo contrario, pues a esos números que reflejan en abstracto mejoras en la economía familiar y cotidiana de las clases medias estadounidenses, se suman un par de indicadores que dan cuentan de que la administración de Trump también está tomando decisiones importantes para impactar positivamente en el fortalecimiento de los grandes capitales nacionales por otras vías.
El mercado de valores, por ejemplo —salvo una caída importante derivada de la disputa comercial con China, a principios de este año—, su tendencia ha sido creciente; tanto, que el mundo tendría que prestar atención a los niveles de especulación que se están jugando ahí, porque el tamaño de ese mercado ya es abrumador. La deuda federal se inscribe justo en este rubro, y lo único que muestra su medición es que ésta sigue en aumento: a principios del mandato de Obama se encontraba por encima de los diez billones (trillions) de dólares, al comenzar su segunda gestión ya estaba por encima de los quince billones, y al finalizar alcanzó los veinte billones. En cuatro años de mandato de Trump, ésta ya se encuentra alcanzando el límite de los veinticinco billones.
¿De qué dan cuenta todas estas abstracciones numéricas? En términos un tanto simplistas y generales, muestran que la presidencia en turno está jugando a dos bandos: dando continuidad a ciertas lógicas de acumulación de capital de las grandes corporaciones transnacionales y estadounidenses, por un lado; y ofreciendo ciertas concesiones a las clases medias estadounidenses, por el otro. Pero más importante aún, de lo que dan cuenta en el fondo es de que los shocks estructurales que está dando (y que en el sentido común del colectivo son leídos inmediatamente como torpezas o arrebatos veniales) tienen una lógica y una coherencia interna que busca blindar algunos de los aspectos estratégicos de la economía estadounidense (frente a la estrategia china Made in China 2025) que son, en última instancia, los que le permiten obtener ventajas comparativas respecto de sus aliados y competidores.
¿Por qué, entonces, el impeachment? Las causas del conflicto, antes que en la generalidad de la actividad económica y sus resultados, parece estar situada en dos frentes: a) la falta de construcción de una hegemonía afín a la propuesta gubernamental e ideológica de Donald Trump; y, b) las crecientes tensiones que se están abriendo, en términos culturales e identitarios, al interior de la propia nación estadounidense.
En el frente de la hegemonía, lo que queda claro es que, en el terreno de la política, los demócratas no están dispuestos a desperdiciar la posibilidad de recuperar para sí y para sus propios intereses las riendas del gobierno y la conducción del Estado; y en el terreno de la actividad comercial, lo que es aún más evidente es que la administración de Trump está beneficiando sí al gran capital estadounidense, pero no a cualquier capital, y sobre todo no a cualquier empresario. Ese desplazamiento de unos empresarios por otros, la expulsión, la contención o la afectación de los círculos empresariales que crecieron a la sombra de la presidencia de Obama para favorecer, ahora, a los intereses cercanos al propio Trump no es un hecho menor; sobre todo, teniendo en cuenta la magnitud, el tamaño y la penetración de esos capitales (alimentados con los resultados de la crisis y las políticas para su superación) en la economía nacional.
En un Estado tan profundamente corporativista como lo es el estadounidense, esa sustitución de intereses no es inocua. Y es que, aunque los más grandes capitales (como J.P. Morgan Chase, Exxon Mobil, Lockheed Martin, Tesla o Boeing) son suficientemente poderosas como manejar los vaivenes políticos internos y someter a sus agendas la política económica del país, el resto no lo es tanto, y esas disputas no son sencillas de solucionar. De ahí la conexión con los estratos políticos demócratas y las constantes afrentas abiertas en los órganos de gobierno federales. Después de todo, el que Trump esté haciendo lo necesario para asir a Estados Unidos a una posición de primacía que en definitiva ya no le pertenece (y que más que mantener intenta recuperar, antes de que China sea demasiado fuerte para vencer y para consolidarse como nuevo hegemón global) no significa, en automático, que eso que hace le permita a todos los capitales y todos los intereses políticos de su nación verse beneficiados (por ejemplo: corporaciones como Apple o Microsoft, que acumularon y concentraron una gran cantidad de capital gracias a las manufactureras chinas, hoy afectadas).
El segundo frente es aún más problemático y denso por dos razones. En principio, porque la polarización que causa el espectro ideológico desplegado por Donald Trump sobre el debate público nacional atenta en contra de algunos principios básicos del capitalismo multicultural que se instituyó desde las revoluciones culturales de los años sesenta del siglo XX, y que hasta ahora había funcionado para anestesiar la conflictividad social por la vía del mercado. De ahí viene cierta primacía industrialista, manufacturera y obrera al interior de la política económica y comercial de Trump —que, de nueva cuenta, en el debate público no se ha sabido comprender en su radicalidad conservadora y sólo se la descalifica como puro anacronismo.
Anacronismo o no, lo que es un hecho es que ese atentar en contra del multiculturalismo liberal ha llevado a la administración Trump, inclusive, a buscar replantear las nociones vigentes que se tienen sobre derechos humanos, procurando refuncionalizarlos y darles un nuevo contenido programático menos integracionista de la diversidad. La Comisión sobre Derechos Inalienables creada por Mike Pompeo al interior del Departamento de Estado, y las actividades que ésta realiza para redefinir ¿Cuáles son nuestras libertades fundamentales? ¿Por qué las tenemos? ¿Quién o qué concede estos derechos? se explica sólo por ese propósito. Los conflictos ideológicos y mercantiles que se generan con esto no son menores, y aún están por verse los resultados.
La segunda razón por la cual este frente es más problemático y denso (pero también del porqué es desde acá que se debe pensar en su radicalidad el impeachment a Trump) tiene que ver con el esfuerzo sistemático que este personaje ha realizado para restituir en el centro de la cultura estadounidense (y como núcleo central de su identidad) al supremacismo blanco, anglosajón, protestante y capitalista. Y ello es problemático porque tal cruzada se inscribe en un momento en el que justo el multiculturalismo liberal comenzaba a alcanzar sus mayores grados de refinamiento y despolitización de la convivencia colectiva.
Después de todo, con un mercado dispuesto a integrar a cualquiera para poder mercantilizar su cultura, y los cambios tan cuantiosos que la población estadounidense vivió en los últimos cincuenta años, por la vía de la migración, no son banales. Los intersticios culturales que se han tejido a ras de suelo gracias a la confluencia de esas dos dinámicas, con la segunda siendo subsumida por la primera para introducirla en los circuitos de la valorización en el marcado neoliberal, hoy, son amplios y tienen un hondo arraigo en la vida de millones de personas que han tenido que reconstruir su identidad a partir de la confluencia de su identidad madre o nativa (latina, afro, etc.) con las apropiaciones que realizan respecto de la cultura huésped (estadounidense). Una restitución del supremacismo, en este sentido, no sólo les afecta por los actos de discriminación y los ejercicios de poder y de violencia de los que son objeto por no ser considerados y consideradas como estadounidenses por naturaleza, sino que, aunado a ello, les impacta en la estructura interna misma de aquello que se apropiaron de la identidad estadounidense para sobrevivir en aquella sociedad.
Ésta es, por lo tanto, la afrenta de las colectividades, la afrenta de las resistencias populares colectivas que en los últimos cuatro años han sabido responder al desafío del supremacismo por medio de su organización masiva (piénsese en las movilizaciones de mujeres ante el machismo explicito del presidente), y que por supuesto también encuentran síntesis diversas en la actividad política oficiosa que se nutre, a su vez, de ese descontento popular para movilizar su agenda y justificar, así, la destitución del presidente (o su bloqueo electoral).
En última instancia, mientras avanza el proceso en la construcción del impeachment, algo que no se debe perder de vista es la manera en que la disputa por la hegemonía al interior de Estados Unidos está, paralelamente, reconfigurando los puntos geopolíticos de intervención y expansión (colonial o imperialista) de Estados Unidos, en una lógica que tiene mucho que ver con la posibilidad de fortalecer posiciones en el exterior para compensar las pérdidas del grupo gobernante en turno al interior de aquella nación.
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