martes, 3 de junio de 2014

El día que no saludé a Zabludosky -Por Tryno Maldonado

El día que no saludé a Zabludosky -Por Tryno Maldonado

  La cáscara de la historia

Metales pesados

El día que no saludé

a Zabludosky

Por Tryno Maldonado
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El sábado 24 de este mes, en la ciudad de Buenos Aires, la Asociación Gardeliana Argentina le otorgó la Orden del Porteño al periodista Jacobo Zabludovsky. El acto —que además sirvió como excusa para celebrar su cumpleaños— tuvo lugar en la embajada de México.
Sinceramente, no sé qué reconocimientos pueden otorgársele a una figura tan turbia como Jacobo Zabludovsky para muchos mexicanos más allá de su “aportación al mundo del tango”.
Para mi generación, Zabludosky no es más que la imagen viva del periodismo puesto al servicio del poder. El representante de una forma de ejercer el periodismo que, por desgracia, en nuestro país ha creado escuela: Televisa y el PRI requirieron de más de un sustituto a la altura de los servicios que durante décadas les brindó fielmente Zabludovsky. Para toda una generación de mexicanos, Jacobo es el caso por antonomasia del servilismo oprobioso y con línea directa del régimen autoritario priista que se perpetuó en el poder la mayor parte del siglo XX. De oficialismo. De censura. De mentiras.
Pero la cosa va más allá. Jacobo Zabludosky figuraba inconcebiblemente hasta hace unos días en la lista de candidatos al Premio Príncipe de Asturias. La mera consideración de esa candidatura nos resultaba ofensiva a muchos mexicanos. Por suerte, fue Quino, el caricaturista argentino y creador de Mafalda, quien mereció el reconocimiento. Tal parece que los jurados del premio nunca escucharon la canción de Molotov dedicada al periodista: “Que no te haga bobo Jacobo”.
En determinado momento de la celebración de la “orden porteña” en Buenos Aires, cuando Zabludosky se levantó de su mesa para saludar a los mexicanos que por casualidad estábamos por ahí, se me acercó. “¿Qué se siente haber escrito una novela tan fuerte a sus pocos años?”, creo que dijo y estiró la mano para saludarme. No la acepté. Pálido, con los ojos claros, me miró sorprendido. “¿Qué se siente haber ayudado a joder a México durante tantos años?”, respondí.

¿Qué es la literatura latinoamericana? ¿Es pertinente hablar de un concepto semejante a estas alturas en un mundo globalizado? Son las preguntas que han rondado en las varias mesas de discusión en que participé en estas semanas en Argentina. Pero creo que hoy, al fin, sé un poco mejor lo que es eso. O quizá no.
El Festival Azabache en Mar del Plata me dio la primera idea: en una mesa amontonada y medio caótica de ocho ponentes, alguien nos preguntó en qué consistía la fuerza de las nuevas editoriales independientes latinoamericanas, a lo que casi en unísono respondimos: “En esto, en que somos un montón”.
Otra idea, mucho más lúcida y articulada, me la dio esa misma noche la lectura que hizo el escritor chileno Pedro Lemebel:
“Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. Nunca escribiré en inglés, con suerte digo go home. Podría escribir novelas y novelones de historias precisas de silencios simbólicos. Podría escribir en el silencio del tao con esa fastuosidad de la letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la lengua proscrita. Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de educar”.
Podríamos escribir así los autores y las autoras de los países de América Latina. Pero no lo hacemos. Elegimos lo opuesto. Porque tenemos la lengua salada.
Sólo hasta que conocí en Buenos Aires al escritor argentino Edgardo Cozarinsky, la idea de montón en la mesa de Mar del Plata me quedó más definida en un episodio ocurrido hace unas décadas. En su libro El pase del testigo, Cozarinsky da la definición más óptima del vago concepto de literatura latinoamericana. Pero de otro modo. Cozarinsky cuenta los últimos días del escritor cubano Severo Sarduy. En los años sesenta, Sarduy se convirtió en una suerte de diversión para los intelectuales y aristócratas franceses —entre ellos Roland Barthes, Jacques Lacan y la pareja del cubano, François Wahl, que pretendió “alfabetizarlo para no ser más que la mulata que se acostaba con él”—, incapaces todos ellos de ver en él a un igual, a un escritor, sino a un fenómeno exótico llegado de un país pobre. En sus últimos días, enfermo de sida, Sarduy fue dejado en la calle por sus amantes y amigos de la aristocracia francesa que a él le gustaba tanto frecuentar. Fueron únicamente sus colegas latinoamericanos —también en la pobreza, sin ninguna clase de seguridad social y viviendo al día en la capital de Francia— quienes lo socorrieron y estuvieron al pie del cañón el día de su entierro.
¿Qué es la literatura latinoamericana, entonces? Es eso. La fuerza del montón, de los colegas, los amigos y las amigas que no fallan en el momento que hace falta. Este viaje a Argentina me lo ha dejado más claro.

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