Brasil recuenta y muestra los crímenes de su dictadura
ANTONIO JIMÉNEZ BARCA
Un aterrador informe de 1.300 páginas, elaborado por la denominada Comisión de la Verdad a lo largo de casi tres años por un equipo de expertos, hecho público hoy, recuenta, muestra y da fe de los peores crímenes cometidos durante la dictadura brasileña, desde 1964 a 1985. Hablan las víctimas, los torturados, a los que colgaban de un palo desnudos mientras les aplicaban descargas eléctricas hasta que perdían el sentido. Y hablan los torturadores, los asesinos: “Él, por así decir, ya estaba muerto, señor. Sufriendo. No quiero que piense que soy un santito, pero en el fondo fue un tiro de misericordia el que le di”, dice uno de ellos.
El informe contabiliza 434 víctimas mortales o desaparecidos y da los nombres y apellidos de 377 responsables, entre jefes de Estado, policías, médicos y militares acusados de crímenes contra los derechos humanos, de los cuales 191 aún viven. También desfilan los testimonios de los que acabaron confesando después de palizas de días y delataron a sus compañeros y quienes aguantaron los golpes y las amenazas y no abrieron la boca. De los que perdieron a sus hijos y quienes se quedaron huérfanos. La misma Dilma Rousseff, la presidenta recientemente reelegida y poco proclive a dejarse llevar en público por recuerdos oscuros, fue torturada en una celda de São Paulo cuando tenía poco más de 20 años: “Me estoy acordando muy bien del suelo del baño, del azulejo blanco, de la costra de sangre que se iba formando. Las marcas de la tortura forman parte de mí, yo soy eso”.
Los expertos de la Comisión de la Verdad concluyen que los culpables, amparados por una amnistía dictaminada en 1979 deben encarar las consecuencias de sus actos. Pero expertos legales replican que esto será poco probable, ya que una sentencia del Tribunal Supremo Federal de 2010 avala que esa amnistía se debe aplicar tanto a los crímenes comunes como a las torturas.
Así que lo más seguro es que la mayor pena que puedan llevarse los verdugos es la de aparecer en este volumen infame, al lado de los testimonios espantados de las víctimas, incapaces en su mayor parte de olvidar. En cualquier caso, Brasil ha reescrito, desde ahora, su historia más reciente y más amarga y la deja plasmada para siempre en un volumen oficial definitivo del que nadie podrá prescindir a partir de ahora.
El informe es espeluznante se abra por donde se abra. El apartado sobre violencia sexual se inicia con el testimonio de Isabel Fávero: “Al tercer o cuarto día de estar presa comencé a enfermar, estaba embarazada de dos meses y aborté. Sangraba mucho, no tenía como limpiarme, usaba papel higiénico, y ya olía mal, estaba sucia, así que pienso, no, tengo la casi certeza de que no violaron, porque me amenazaban constantemente y les daba asco. (…) Seguramente fue eso, Ellos se enfadaban al verme sucia, sangrando y oliendo mal, y eso les enrabietaba más aún, y me pegaban más todavía”.
Karen Keilt fue llevada a la fuerza junto a su marido para el Departamento Estadual de Investigaçôes Criminais de São Paulo a mediados de mayo de 1976. Ambos fueron liberados en julio después del pago de 400.000 dólares. Años después emigró a Estados Unidos. Este es su testimonio: “Comenzaron a pegarme. Me ataron al palo y me dejaron colgando. Me dieron descargas eléctricas. En el pecho, en el pezón… Me desmayé. Y comencé a sangrar. Sangraba por todos los sitios. Por la nariz, por la boca. Estaba muy mal. Entonces vino uno de los guardias, me llevó a una de las celdas y me violó. Me dijo que era rica, pero que tenía el mismo coño que el resto de las mujeres. Era un tipo horrible”.
Para Karen, como para otras muchas víctimas de este tipo de violencia, una vez liberadas, el suicidio se tornó una salida del laberinto psicológico en el que los torturadores les habían metido. “Cuando volví a casa, en la primera semana, traté de matarme. Eso era en julio, en el invierno de São Paulo. Tomé los medicamentos, salí de la cama y me metí en la piscina. No quería sobrevivir de ninguna manera. Rick me oyó y me salvó. Pero él comenzó a beber. Bebió, bebió, bebió. Mucho. Se volvió alcohólico. Nunca se recuperó de la tortura”.
A veces, el peor castigo es el que uno se llevaba para siempre dentro de sí al salir del cuartel o de la celda. Una joven de 19 años, que no quiere dar su nombre, fue detenida en Río de Janeiro y relata que fue torturada dos veces. Una por sus verdugos. Otra, por sí misma, toda la vida, porque no fue capaz de resistir y delató a un compañero. “Salí de ahí destrozada en mi dignidad. Me sentía responsable por el sufrimiento de aquel al que, por mis palabras, conseguidas bajo coacción, había ido a la cárcel. Algunos años después supe que estuvo dos meses en la cárcel. Y que estaba en libertad, lo que me alegró. Pensé muchas veces en ir a buscarlo, en decirle bajo qué circunstancias lo delaté, hablarle de las amenazas. Pero siempre que lo intentaba me volvía atrás, paralizada por el pánico. ¿Iba a comprenderme? ¿Iba a perdonarme? No podía con la tristeza… (…) Hay muchas maneras de decir que uno resistió, hay muchas expresiones para describir su orgullo y su honra, y esas mismas expresiones esconden una acusación implícita para los que no resistieron. Para aquellos que sufren un dolor que los otros ignoran”.
La Comisión de la Verdad ha localizado 11 locales siniestros, dependencias con aspecto de viviendas particulares donde se torturaba indiscriminadamente, como la denominada Casa de los Horrores de Río Grande del Sur. Allí introdujeron en febrero de 1973 a Benedito Becerril, lo desnudaron y le hicieron subirse en equilibrio a dos latas mientras le aplicaban descargas eléctricas en los testículos. Le torturaron, durante todo el día, desde las seis de la mañana al inicio de la noche, como relata él mismo con una precisión aterradora.
A veces, el horror no consistía en los golpes, ni en las humillaciones. Bastaba verse separada de sus hijos, sin saber muy bien el destino de nadie. Ilda Martins da Silva fue arrestada el 30 de septiembre de 1969, un día después de que asesinaran a su marido. Permaneció cuatro meses arrestada en una cárcel. Durante ese tiempo consiguió que alguien llevara a sus hijos a que la vieran desde la calle. “La ventana de la celda era pequeña y estada tapada con una chapa. Pero la chapa estaba doblada, y por el hueco yo podía ver una esquina de la calle. Así que les dije que pusieran a mis hijos allí. Yo les podía ver, pero ellos no me podían ver a mí. Con un papel de periódico hice un canuto y lo pasé por la ranura. Lo moví para que supieran que les estaba mirando. Ellos comenzaron a saludarme con la mano”.
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