Cálculo trágico
Luis Linares Zapata
L
a confesión del asesor
presidencial (Aurelio Nuño) no fue inocente al afirmar que no
apreciaron la dimensión del problema que representaba el crimen
organizado. Bien pudo decir que lo menospreciaron, pero no llegó a tanto
su alcance visual. Lo asumieron, en su estrategia inicial, como simple
asunto de imagen, manejable mediáticamente. En realidad no quisieron ver
(y puede ser que, en verdad, desconocieran) su real implantación en
amplísimas zonas del país. Menos aún esperaron las trágicas
consecuencias que les acarrearía al explotarles en el mero rostro de
modernidad que tanto se ufanaron en presentar ante cualquier auditorio.
El esfuerzo de relaciones públicas que desplegaron tras sus objetivos
bien se puede decir que fue, ciertamente, meritorio. Lograron bastante
de lo pretendido. Primero que todo, terminar el trabajo ansiado por el
gran capital para someter a los trabajadores a un rudo tratamiento de
precariedad adicional y, después, abrir inmensos campos de negocios
petroleros para un grupo privilegiado. Por tan meritoria tarea
recibieron una lluvia de interesados elogios desgranados en los
numerosos medios de comunicación con que cuentan los grávidos centros
del poder hegemónico. El protagonismo presidencial se pavoneó, lleno de
contento y zalamerías, por variados escenarios del vasto teatro mundial.
Parecía que la élite política dominaba, con maestría, el ambiente de
los saludos, los protocolos, las fotos circunstanciadas y los salones de
renombre. Hasta este punto, la tarea se hizo a pleno gusto y deleite
para los actores centrales, bien lograda, puede decirse.Pero llegó lo inesperado o, al menos, una lejana masacre que no parecía destinada a trastocar el positivo panorama dibujado desde muy arriba con premura y cuidado. No se pudo, como se trató de aparentar en un principio, de un mero accidente de triste alcance local. La dimensión del suceso dejó aflorar, de inmediato, su rostro feroz, profundo, traumático y, sobre todo, ejemplar. Cuarenta y tres mozalbetes normalistas, de bajísima extracción social y fama de revoltosos ocuparon, con sus traqueteadas humanidades, el centro del torbellino. De tan baja procedencia venían que no podrían, se pensó en un inicio, causar la inmensa llaga que dejaron abierta a la mitad misma del corazón colectivo. Y, de ahí en adelante, el agujero que cavaron en la reciente historia de los avatares nacionales no ha dejado de ocasionar penas, pasiones y desencuentros entre dos clases de mexicanos: unos, los pocos de arriba, congelados de improviso, frente a los demás, esos de airada mirada, recia postura, con millones de caras que se apelotonan abajo.
Y lo que parecía una ruta hacia el éxito se tornó, de ahí en adelante, un fangal de caminos truncos, salidas frustradas, túneles oscuros, letreros equívocos, normalidades negadas. La dimensión que de pronto apareció en el presente nacional es desconocida, dura, de prolongada trayectoria. Una pesadilla para los que esperaban aires de cambio al alcance de una reforma cualquiera, aunque llevara atada una rimbombante etiqueta de estructural. El mal tiempo cayó de repente sobre los poderes cupulares y los dejó tiritando, atosigados por el desconcierto. Los plácidos ambientes que, usualmente, quedan exentos de cualquier penuria, libres de cielos contaminados, se tornaron oscuros. Hombres y mujeres de rebuscado accionar que, con mañas mil, acostumbran rodearse de facilidades múltiples y facilones favores, para hacerse con el máximo de haberes que puedan apañarse, quedaron expuestos a la intemperie. Conciencias a las que fuertes dosis de cinismo dejan aparentemente tranquilas ahora se remueven intranquilas.
La realidad, esa densa pared, en cambio, apunta hacia un panorama de conflicto permanente, de seguir la ruta de la continuidad. La brecha entre las cúpulas decisorias y la inmensa mayoría de la angustiada sociedad se agranda hasta adquirir, ya, tamaños de abismo. La unidad en torno al presidente, solicitada con grávidas voces autoritarias, no se corresponde con tan oxidados arranques, menos atiende a sus furias y latidos. El poder establecido se ha quedado en posesión de una parcela rellena de botones de mando, pero su equipo de trabajo está incompleto, roto, y la vestimenta que llevan está raída. El orgullo de pertenecer a una generación transformadora que trabaja con el Presidente, tal como afirmó el señor Aurelio Nuño, se enrosca allá, muy lejos por cierto. No llenará, ni de cerca, los pechos de los demás millones de jóvenes mexicanos que luchan por sobrevivir. Se va formando un horizonte de discordias y desarreglos crecientes que, sin embargo, no dejará de lanzar propuestas de cambio y salida.
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