OPINIÓN de Ana Cuevas Pascual.-
Como una cosa lleva a la otra, me fui enredando con movimientos que apuntan en esa dirección: ecologistas, pacifistas, feministas o en defensa de la diversidad sexual. Todas ellas cuestiones que cualquier persona civilizada, excepto la derecha más recalcitrante y el primo de Rajoy, puede compartir de manera transversal al margen de su filiación política. Personalmente no necesitaba una etiqueta que me definiera como ecologista o feminista. Era una cuestión de tripas. O quizás de corazón. Pero parecía que todo el mundo, a diestra y siniestra, tenía la necesidad de etiquetarme. Ya saben: Dime niña de quién eres…
Los de derechas, incluido mi progenitor, me llamaban roja y bolchevique desde mi más tierna infancia. Me costó entender que lo de roja no tenía relación con el color de mi pelo y que lo de bolchevique no era un epíteto cariñoso. Y cuando la deriva me llevó a colaborar con colectivos de izquierdas también despertaba algunos recelos por mi falta de adscripción a alguna de las múltiples facciones judeo-palestinas. ¡Qué aburrición!. ¡Y que pérdida de energía que podría condensarse en transformar las necesidades más perentorias de la sociedad!
Pese a que ya tengo más años que los rodapiés de las Cuevas de Altamira (como diría el gran Chiquito), me sigue ocurriendo un poco lo mismo. Cundo me da por juntar letras sacando lo que llevo dentro, como ahora, recibo toda clase de insultos extravagantes. Está bien. Supongo que es parte del juego. Pero hay ideas locas y obsesivas, precisamente, por esa necesidad de etiquetarlo todo.+
Para los de derechas sigo siendo un monstruito comunista amiga de Kim-Jong- Un y de Maduro. No importa un pepino lo que yo opine al respecto. Y algún comunista me ha llegado a decir que tengo un enfoque demasiado liberal de la vida.
Puede ser. Quizás porque soy consciente de que habito en el s.XXI y considero absurdo caer en los estereotipos de que, para ser de izquierdas, hay que hacer voto de pobreza, renunciar a la propiedad privada y vestirse con un saco de harpillera. Si alguien gana dinero trabajando honradamente, paga sus impuestos y no explota al prójimo me parece lícito que se compre una casa mejor que la mía y que se vaya de vacaciones a Nueva Zelanda.
Ser de izquierdas no es tarea fácil. Sobre todo cuando no cumples con todos los requisitos, casi de ascética santidad, que te exigen a uno y a otro lado. Que le pregunten al bueno de Alberto Garzón que anda recibiendo estopa por el bodorrio como si el hombre lo hubiera pagado con el dinero robado a los huérfanos de la guardia civil. Según parece, las criaturas, como buenos bolcheviques, tenían que haberse casado en una chabola vestidos con taparrabos y con un convite ligeramente más frugal. Raíces y alguna patata aislada quizás.
A mí, que celebré mi boda a escote con los invitados en un restaurante chino, me importa un pimiento cómo se casa el resto de la gente. Mientras el organizador de la boda y presunto “paganini” no sea un corrupto apodado algo así como “El Bigotes” y la lista de invitados pueda intercambiarse por una lista de procesados, me da exactamente igual. Cada cual tiene que ser libre para tomar las decisiones de su vida sin temor a romper los esquemas de los otros. Y también los propios. Si queremos evolucionar debemos dejar de atrincherarnos en absurdos purismos. Vivimos el mundo que vivimos y nos urge afrontar algunos temas desnudos de atávicos prejuicios. De momento, lo veo un poco crudo. Pero será por mi tendencia melancólica.
Supongo que solo soy un patético coletazo de lo que mi maestro
Labordeta definió como la izquierda depresiva aragonesa. Parafraseando a
Cánovas: Soy de izquierdas (y española) porque no puedo ser otra cosa.
Para mí no se trata de la adhesión a un partido político o a una
doctrina ideológica concreta. Ser de izquierdas es un sentimiento que
nace intuitivamente. Una necesidad moral de contribuir en la medida
posible a que cualquier ser humano tenga derecho a un planeta habitable,
un trabajo digno, a una sanidad, a una educación de calidad, a una
vivienda… y, por supuesto, a la paz y a la libertad. ¿Les parece algo
raro o pervertido?
Como una cosa lleva a la otra, me fui enredando con movimientos que apuntan en esa dirección: ecologistas, pacifistas, feministas o en defensa de la diversidad sexual. Todas ellas cuestiones que cualquier persona civilizada, excepto la derecha más recalcitrante y el primo de Rajoy, puede compartir de manera transversal al margen de su filiación política. Personalmente no necesitaba una etiqueta que me definiera como ecologista o feminista. Era una cuestión de tripas. O quizás de corazón. Pero parecía que todo el mundo, a diestra y siniestra, tenía la necesidad de etiquetarme. Ya saben: Dime niña de quién eres…
Los de derechas, incluido mi progenitor, me llamaban roja y bolchevique desde mi más tierna infancia. Me costó entender que lo de roja no tenía relación con el color de mi pelo y que lo de bolchevique no era un epíteto cariñoso. Y cuando la deriva me llevó a colaborar con colectivos de izquierdas también despertaba algunos recelos por mi falta de adscripción a alguna de las múltiples facciones judeo-palestinas. ¡Qué aburrición!. ¡Y que pérdida de energía que podría condensarse en transformar las necesidades más perentorias de la sociedad!
Pese a que ya tengo más años que los rodapiés de las Cuevas de Altamira (como diría el gran Chiquito), me sigue ocurriendo un poco lo mismo. Cundo me da por juntar letras sacando lo que llevo dentro, como ahora, recibo toda clase de insultos extravagantes. Está bien. Supongo que es parte del juego. Pero hay ideas locas y obsesivas, precisamente, por esa necesidad de etiquetarlo todo.+
Para los de derechas sigo siendo un monstruito comunista amiga de Kim-Jong- Un y de Maduro. No importa un pepino lo que yo opine al respecto. Y algún comunista me ha llegado a decir que tengo un enfoque demasiado liberal de la vida.
Puede ser. Quizás porque soy consciente de que habito en el s.XXI y considero absurdo caer en los estereotipos de que, para ser de izquierdas, hay que hacer voto de pobreza, renunciar a la propiedad privada y vestirse con un saco de harpillera. Si alguien gana dinero trabajando honradamente, paga sus impuestos y no explota al prójimo me parece lícito que se compre una casa mejor que la mía y que se vaya de vacaciones a Nueva Zelanda.
Ser de izquierdas no es tarea fácil. Sobre todo cuando no cumples con todos los requisitos, casi de ascética santidad, que te exigen a uno y a otro lado. Que le pregunten al bueno de Alberto Garzón que anda recibiendo estopa por el bodorrio como si el hombre lo hubiera pagado con el dinero robado a los huérfanos de la guardia civil. Según parece, las criaturas, como buenos bolcheviques, tenían que haberse casado en una chabola vestidos con taparrabos y con un convite ligeramente más frugal. Raíces y alguna patata aislada quizás.
A mí, que celebré mi boda a escote con los invitados en un restaurante chino, me importa un pimiento cómo se casa el resto de la gente. Mientras el organizador de la boda y presunto “paganini” no sea un corrupto apodado algo así como “El Bigotes” y la lista de invitados pueda intercambiarse por una lista de procesados, me da exactamente igual. Cada cual tiene que ser libre para tomar las decisiones de su vida sin temor a romper los esquemas de los otros. Y también los propios. Si queremos evolucionar debemos dejar de atrincherarnos en absurdos purismos. Vivimos el mundo que vivimos y nos urge afrontar algunos temas desnudos de atávicos prejuicios. De momento, lo veo un poco crudo. Pero será por mi tendencia melancólica.
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