lunes, 4 de septiembre de 2017

¿Son blancos los judíos? Hasta hacerse la pregunta es un error - Gershom Gorenberg


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¿Son blancos los judíos? Hasta hacerse la pregunta es un error - Gershom Gorenberg

 

 


“¿Son blancos los judíos?” es una pregunta que se empezó a desvanecer en mi cabeza hace 40 años, cuando me fui de los Estados Unidos. En mi vecindario de Jerusalén, judíos los hay de todos colores, de rubios a negros. El conflicto entre judíos y palestinos no tiene que ver con la raza. Ni tampoco las tensiones entre los judíos de Europa y los que proceden del mundo musulmán, aunque activistas y especialistas académicos importen a veces los términos “negro” y “blanco”, desafiando lo que desmienten sus ojos.
Desde el ascenso de Donald Trump, sin embargo, la cuestión de los judíos y del ser blanco surge cada vez más en muchos vínculos digitales compartidos con amigos de los Estados Unidos. Desde los sucesos de Charlottesville, la cuestión del color de los judíos se ha convertido en el plato de diario con guarnición en mi bandeja de noticias.
Y esto me molesta. Con humildad de emigrado —alguien que está a la vez dentro y fuera de la cultura norteamericana — sugiero que debatir el renacido antisemitismo en términos de color y raza es algo erróneo, desorientador y pernicioso.
Entiendo por qué se sigue formulando la pregunta. El color, o la raza, es la divisoria fundamental de Norteamérica y lo ha sido desde que se vendieron los primeros esclavos norteamericanos en Jamestown en 1619. Hasta la Guerra Civil, la raza determinaba si se te podía convertir o no en esclavo. Con posterioridad, determinaba qué derechos fundamentales se te podían negar. Borrado de los códigos legales como pretexto para la discriminación, todavía afecta a las probabilidades de lo que te puede pasar si te para la policía.
El ascenso de Trump, que comienza con las mentiras acerca del lugar de nacimiento de Barack Obama, se erigió sobre el horror que siente una porción considerable de norteamericanos ante la idea de que un afronorteamericano pudiera ser de modo legítimo presidente de los Estados Unidos.
Dado que la raza es la razón más persistente por la que creen algunos norteamericanos que pueden discriminar y despreciar a otros, una respuesta reflexiva al odio hacia los judíos consiste en intentar que quepa en las categorías de raza. El silogismo parece ser: quienes son objeto de odio no son considerados blancos; por tanto, si se odia a los judíos, es que no son verdaderamente blancos. En cambio, si son blancos, el odio resulta insignificante. 
El reflejo es comprensible. Pero también es perezoso y —cuando se ve de lejos—provinciano. Los seres humanos han inventado muchas excusas para distinguir entre el nosotros aceptable y el odiado ellos. Junto a  Shakespeare, Platón y la pólvora, despreciar a los judíos es parte de la experiencia que Europa legó a Norteamérica. Históricamente, la razón explícita para odiar, y asesinar cada tanto, a los judíos se cifraba en la religión: de forma obstinada o demoniaca, los judíos se negaban a aceptar la verdad evidente del cristianismo. Menos explícito era lo que hoy llamamos etnia: con frecuencia los judíos hablaban una lengua distinta. Su cultura era diferente y se consideraban a sí mismos de una nacionalidad separada.
En los Estados Unidos de cuando eran jóvenes mis padres todavía tenían que enfrentarse a cuotas para los judíos en las universidades y a las diatribas del padre Coughlin [sacerdote católico de los años 30, célebre por su virulento anticomunismo y antisemitismo] en la radio. En la época en que yo crecí, el antisemistismo parecía una mancha desvaida en el tejido social. Existía, pero sin mucha energía, aunque no fuera más que porque la energía para odiar de Norteamérica andaba ocupada con la raza.  
Vale, esto era una ingenuidad. Hasta en Norteamérica resulta que no toda la intolerancia se centra en la raza y el antisemitismo no se ha desvanecido.
Lo que resulta más ofensivo a la hora de debatir acerca de los judíos y de ser blanco es que, por más que se haga sin intención, es algo que se hace eco del antisemitismo racial de los nazis. En Europa en la época de la Emancipación [cuando los judíos obtuvieron su reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho desde finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX], el trato que los liberales ofrecían a los judíos consistía en igualdad a cambio de desprenderse de sus características étnicas y seguir siendo judíos sólo de religión. Los judíos que descubrían que esto no bastaba para adquirir igualdad a menudo aceptaban lo que el poeta judío alemán Heinrich Heine llamó “el billete de entrada a la cultura europea”: la conversión al cristianismo.
Los teóricos raciales del antisemitismo no querían dejarle ninguna salida a sus deminios y redefinieron la condición judía como un mal biológico. La pseudociencia de las jerarquías raciales diseñada para justificar el colonialismo produjo finalmente la lógica del Holocausto.
De manera que los supremacistas blancos no nos consideran blancos. Por lo que a mí respecta, la respuesta adecuada no consiste en investigar si lo somos o no, sino en rechazar la cuestión.
Llegados a este punto, algunos lectores agitan la mano para decirme que la verdadera pregunta no estriba en si son blancos o no los judíos, sino en si disfrutan de los privilegios blancos en Norteamérica. Los judíos viven en buenos barrios, gozan de un nivel educativo elevado y no tienen que temer que un control de tráfico se convierta en una sentencia de muerte.
A grandes rasgos, esto es verdad. Pero resulta que el privilegio y la ausencia del mismo son herramientas insuficientes para hacerse una idea de quién es objeto de un odio potencialmente violento. Tal como escribió el año pasado la parlamentaria laborista británica Naz Shah en una elocuente disculpa por comentarios antisemitas pronunciados antaño:
Mi comprensión del antisemitismo era deficiente. No llegaba entenderlo. No creo en jerarquías en la opresión, pero antes nunca había entendido que el antisemitismo resulta diferente —y acaso más peligroso— que otras formas de discriminación, pues en lugar de pintar como inferior a la víctima, el antisemitismo pinta a la víctima, en cierto modo, como superior y controladora.  
Para los antisemitas, cualquier logro económico o político de los judíos es prueba de las tesis de los Protocolos de los sabios de Sión: la camarilla sigue teniendo éxito en sus planes de dominación, son poderosos, están reemplazándonos [lema coreado por los manifestantes racistas de Charlottesville]. 
Esto no significa que el antisemitismo sea la forma más violenta o difundida de odio en Norteamérica, sólo que existe de verdad. Sitúa a los judíos en el mismo lado que a otros amenazados por el resurgimiento del odio y por un presidente que está dispuesto a ser cómplice de los que odian.

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