CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La lectura del más reciente libro de
Ernesto Villanueva amerita que hagamos una precisión respecto de la
obra: El derecho de armarse (Ediciones Proceso) no propone el uso de
armas de fuego, no sugiere que arreglemos nuestras diferencias a balazos
ni hace una apología de la violencia. Es un estudio serio, jurídico en
primer término, además de histórico y sociológico, con sólidas bases
estadísticas y documentales, en relación con el derecho
(constitucionalmente perpetuado) de poseer y/o portar armas.
El doctor Villanueva, en primer lugar, coloca en la debida perspectiva el tema: se trata de algo que está en la Constitución federal, ese documento del que muchos hablan pero pocos han leído. El artículo 10 de nuestra Carta fundamental consagra un derecho humano:
“Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción de las prohibidas por la Ley Federal y de las reservadas para el uso exclusivo del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional… La ley federal determinará los casos, condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas.”
La idea de regular la posesión y portación de armas es añeja, casi siempre influida por el temor del Estado a perder su estabilidad. El primero y quizás único intento serio de analizar el asunto se produce, nos lo explica Villanueva, cuando los liberales del siglo XIX dan forma a la nación mexicana en la Constitución de 1857, cuya esencia, en este tema en particular, sigue siendo la misma hoy en día.
Villanueva recurre a lo que consignó Zarco en su Historia del Congreso. 1856-1857 para explicarnos que el –hasta ahora– único debate serio al respecto tuvo como protagonistas a aquellos liberales que hablaron, frontalmente, de todo: de la pacificación del país, del derecho de cada uno de defenderse a sí mismo, de la delincuencia (porque, sí, ya había delincuencia en ese siglo), y lo mismo hablaron de puñales que de dagas, espadas, sables, trabucos, tranchetes, verdugillos, rifles, pistolas, escopetas de viento, piedras, reatas, culebrinas, alabardas, tijeras, corta-plumas, navajas, estiletes, “y cuanto ha inventado la industria humana para destruir a los hombres o para defenderlos”, uñas y dientes incluidos.
Lo hablaron, lo debatieron, no eludieron el tema. Los constituyentes de 1917, de origen revolucionario y que venían de una lucha armada, sin mayor debate definieron que el “derecho” de poseer y portar armas debía ser el de “libertad”, que había armas que debían reservarse para el Ejército, la Armada y la Guardia Nacional, y condicionaba el derecho a portarlas en poblaciones a la sujeción a los reglamentos de policía.
Hasta 1971 se reabre el debate, y esa “libertad” vuelve a ser “derecho”, se amplía el espectro de armas prohibidas y se determina que será la ley federal la que autorice la portación. En resumen: después de 1857 poco se ha discutido el asunto de las armas, precisa Villanueva.
Para el autor, el tema debe reabrirse y debatirse, por supuesto porque hay inseguridad pública, porque hay una percepción de los ciudadanos de que ese es el principal problema de México; porque los ciudadanos no nos sentimos seguros y poco (muy poco) se confía en el Estado como proveedor de seguridad; porque, se admita o no, hay armas que circulan y, generalmente, las tienen quienes no deben tenerlas.
Debe debatirse de frente a la sociedad, porque también hay mitos y desinformación. Debe debatirse porque el Estado ha procurado que haya disposiciones legales y paradigmas sociales que se encuentran en oposición. Me explico:
Vivimos en un Estado en el que el gobierno nos dice: “Tienes derecho de poseer y/o portar armas (está en la Constitución), pero mejor no las tengas”. Para ello, dificulta el ejercicio de esa prerrogativa y la coloca en el ámbito de una discrecionalidad en la que él decide quién sí debe tener un arma y quién no, con reglas poco claras.
El gobierno nos dice: “Ármate, pues, pero sólo ten armas en tu casa, y no las uses”; “úsalas pero sólo para defenderte”; “defiéndete, pero no lastimes a nadie”; “si lastimas a alguien, que sea en legítima defensa”; “haz uso de la legítima defensa, pero no te juntes con otros para ejercer ese derecho”; “júntate con otros, pero no se te ocurra llamarte ‘autodefensa’”; “llámate ‘autodefensa’, pero mejor conviértete en policía”, y nunca, bajo ninguna circunstancia, critiques o cuestiones la efectividad del Estado para cuidarte.
En el trasfondo del tema (es perogrullada decirlo) subyace la vocación autoritaria del Estado, salpicada de la paranoia golpista que a finales de los sesenta y principios de los setenta definió muchas políticas estatales.
En 1971 se modificó el Artículo 10 de la Constitución, y en el 72 se promulgó la Ley Federal reglamentaria, y el Estado nos dijo que era necesario abatir (uso el término que se empleó hace casi medio siglo) el “pistolerismo”. Desde entonces se nos ha dicho ad nauseam que tener armas es malo; “te dejaré tener sólo pistolitas”, nos dijo el gobierno.
Influenciada, la sociedad no ve con buenos ojos las armas. Piensa en las masacres perpetradas por personas desequilibradas en Estados Unidos (con quienes tenemos claras diferencias culturales), y cuando sopesa el alcance del derecho de poseer o portas armas, como nadie se juzga a sí mismo imprudente o insensato, al ciudadano lo invade un sentimiento de otredad: yo debo tener ese derecho, aunque no lo ejerza; el otro, no. Juzgamos que el otro quizás me quiera dañar, o sea tan torpe que se lastime él o me lastime (incluso sin querer). Hay otra regla en oposición que emana del Estado: nos fuerza (al menos a los varones) a hacer el Servicio Militar, pero no nos adiestra en el manejo de armas.
Villanueva claramente admite: “poseer y/o portar armas no es la solución total al problema de la inseguridad… podría ser un comienzo, veamos las estadísticas. Debatamos”. La misma sociedad que no cree conveniente la posesión y/o portación de armas se encendió cuando José Manuel Mireles, líder de las autodefensas de Michoacán, fue encarcelado. Y ese, el tema Mireles, versaba sobre el punto: tener o no armas para defenderse.
Cerraría con esta reflexión: Pensemos en una víctima mortal de un delito, la que sea (todos, infortunadamente, conocemos a una o hemos sabido de una); pensemos en lo que le pasó, cómo le pasó; en dónde se hallaba el Estado que se comprometió a cuidar a esa víctima; si esa víctima pudo o no hacer algo para preservar su integridad, su patrimonio, su vida… si tuvo una oportunidad. Y respondámonos en silencio: “Si yo le hubiese podido dar un arma para que se defendiera, ¿se la hubiese dado?” l
1 Alocución expuesta durante la presentación del libro El derecho de armarse. Lo que todo mexicano debe saber sobre la posesión y portación legales de armas de fuego, de Ernesto Villanueva, realizada en el Casino Xalapeño de la capital veracruzana el 28 de septiembre último.
* Licenciado en derecho por la Universidad Veracruzana y maestro en derecho de amparo. Abogado postulante y socio del corporativo jurídico Viades, Llanes y Asociados, S.C.
El doctor Villanueva, en primer lugar, coloca en la debida perspectiva el tema: se trata de algo que está en la Constitución federal, ese documento del que muchos hablan pero pocos han leído. El artículo 10 de nuestra Carta fundamental consagra un derecho humano:
“Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción de las prohibidas por la Ley Federal y de las reservadas para el uso exclusivo del Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional… La ley federal determinará los casos, condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas.”
La idea de regular la posesión y portación de armas es añeja, casi siempre influida por el temor del Estado a perder su estabilidad. El primero y quizás único intento serio de analizar el asunto se produce, nos lo explica Villanueva, cuando los liberales del siglo XIX dan forma a la nación mexicana en la Constitución de 1857, cuya esencia, en este tema en particular, sigue siendo la misma hoy en día.
Villanueva recurre a lo que consignó Zarco en su Historia del Congreso. 1856-1857 para explicarnos que el –hasta ahora– único debate serio al respecto tuvo como protagonistas a aquellos liberales que hablaron, frontalmente, de todo: de la pacificación del país, del derecho de cada uno de defenderse a sí mismo, de la delincuencia (porque, sí, ya había delincuencia en ese siglo), y lo mismo hablaron de puñales que de dagas, espadas, sables, trabucos, tranchetes, verdugillos, rifles, pistolas, escopetas de viento, piedras, reatas, culebrinas, alabardas, tijeras, corta-plumas, navajas, estiletes, “y cuanto ha inventado la industria humana para destruir a los hombres o para defenderlos”, uñas y dientes incluidos.
Lo hablaron, lo debatieron, no eludieron el tema. Los constituyentes de 1917, de origen revolucionario y que venían de una lucha armada, sin mayor debate definieron que el “derecho” de poseer y portar armas debía ser el de “libertad”, que había armas que debían reservarse para el Ejército, la Armada y la Guardia Nacional, y condicionaba el derecho a portarlas en poblaciones a la sujeción a los reglamentos de policía.
Hasta 1971 se reabre el debate, y esa “libertad” vuelve a ser “derecho”, se amplía el espectro de armas prohibidas y se determina que será la ley federal la que autorice la portación. En resumen: después de 1857 poco se ha discutido el asunto de las armas, precisa Villanueva.
Para el autor, el tema debe reabrirse y debatirse, por supuesto porque hay inseguridad pública, porque hay una percepción de los ciudadanos de que ese es el principal problema de México; porque los ciudadanos no nos sentimos seguros y poco (muy poco) se confía en el Estado como proveedor de seguridad; porque, se admita o no, hay armas que circulan y, generalmente, las tienen quienes no deben tenerlas.
Debe debatirse de frente a la sociedad, porque también hay mitos y desinformación. Debe debatirse porque el Estado ha procurado que haya disposiciones legales y paradigmas sociales que se encuentran en oposición. Me explico:
Vivimos en un Estado en el que el gobierno nos dice: “Tienes derecho de poseer y/o portar armas (está en la Constitución), pero mejor no las tengas”. Para ello, dificulta el ejercicio de esa prerrogativa y la coloca en el ámbito de una discrecionalidad en la que él decide quién sí debe tener un arma y quién no, con reglas poco claras.
El gobierno nos dice: “Ármate, pues, pero sólo ten armas en tu casa, y no las uses”; “úsalas pero sólo para defenderte”; “defiéndete, pero no lastimes a nadie”; “si lastimas a alguien, que sea en legítima defensa”; “haz uso de la legítima defensa, pero no te juntes con otros para ejercer ese derecho”; “júntate con otros, pero no se te ocurra llamarte ‘autodefensa’”; “llámate ‘autodefensa’, pero mejor conviértete en policía”, y nunca, bajo ninguna circunstancia, critiques o cuestiones la efectividad del Estado para cuidarte.
En el trasfondo del tema (es perogrullada decirlo) subyace la vocación autoritaria del Estado, salpicada de la paranoia golpista que a finales de los sesenta y principios de los setenta definió muchas políticas estatales.
En 1971 se modificó el Artículo 10 de la Constitución, y en el 72 se promulgó la Ley Federal reglamentaria, y el Estado nos dijo que era necesario abatir (uso el término que se empleó hace casi medio siglo) el “pistolerismo”. Desde entonces se nos ha dicho ad nauseam que tener armas es malo; “te dejaré tener sólo pistolitas”, nos dijo el gobierno.
Influenciada, la sociedad no ve con buenos ojos las armas. Piensa en las masacres perpetradas por personas desequilibradas en Estados Unidos (con quienes tenemos claras diferencias culturales), y cuando sopesa el alcance del derecho de poseer o portas armas, como nadie se juzga a sí mismo imprudente o insensato, al ciudadano lo invade un sentimiento de otredad: yo debo tener ese derecho, aunque no lo ejerza; el otro, no. Juzgamos que el otro quizás me quiera dañar, o sea tan torpe que se lastime él o me lastime (incluso sin querer). Hay otra regla en oposición que emana del Estado: nos fuerza (al menos a los varones) a hacer el Servicio Militar, pero no nos adiestra en el manejo de armas.
Villanueva claramente admite: “poseer y/o portar armas no es la solución total al problema de la inseguridad… podría ser un comienzo, veamos las estadísticas. Debatamos”. La misma sociedad que no cree conveniente la posesión y/o portación de armas se encendió cuando José Manuel Mireles, líder de las autodefensas de Michoacán, fue encarcelado. Y ese, el tema Mireles, versaba sobre el punto: tener o no armas para defenderse.
Cerraría con esta reflexión: Pensemos en una víctima mortal de un delito, la que sea (todos, infortunadamente, conocemos a una o hemos sabido de una); pensemos en lo que le pasó, cómo le pasó; en dónde se hallaba el Estado que se comprometió a cuidar a esa víctima; si esa víctima pudo o no hacer algo para preservar su integridad, su patrimonio, su vida… si tuvo una oportunidad. Y respondámonos en silencio: “Si yo le hubiese podido dar un arma para que se defendiera, ¿se la hubiese dado?” l
1 Alocución expuesta durante la presentación del libro El derecho de armarse. Lo que todo mexicano debe saber sobre la posesión y portación legales de armas de fuego, de Ernesto Villanueva, realizada en el Casino Xalapeño de la capital veracruzana el 28 de septiembre último.
* Licenciado en derecho por la Universidad Veracruzana y maestro en derecho de amparo. Abogado postulante y socio del corporativo jurídico Viades, Llanes y Asociados, S.C.
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