La Revolución de 1917 y la alternativa al capitalismo: un comentario
2 noviembre 2017 | Categorías: Internacional, Opinión | |Albert Recio Andreu - Consejo Científico de ATTAC España
I
La revolución de octubre de 1917 ha sido un icono de la revolución mundial. Una referencia esencial para una inmensa masa de personas que aspiraban a liquidar el capitalismo y construir una sociedad decente. Pero, salvo para un sector de nostálgicos y resistentes, esto fue en el siglo pasado. En los nuevos movimientos sociales la referencia a la Revolución rusa ha desaparecido. Más que considerar el siglo pasado como el de la revolución, deberíamos pensar que en parte lo ha sido de la revolución fallida. Y preguntarse por qué lo que empezó como un augurio de una sociedad fraternal ha acabado siendo la imagen de un fracaso debería ser una labor esencial de cualquiera que pretenda trabajar en un proyecto emancipatorio.
Quiero dejar claro que considero vigentes la mayoría de los anhelos que están detrás de las aspiraciones asociadas a la idea del comunismo: la construcción de una sociedad de personas libres, iguales en derechos, democrática. Una sociedad que haga reales y posibles los objetivos que puso en circulación la Revolución francesa, los de libertad, igualdad y fraternidad. Asimismo, pienso que la lucha por este modelo de sociedad sigue constituyendo un empeño político esencial, y que subyace todavía a las demandas y propuestas de muchos de los movimientos sociales actuales. Lo que no está presente es la identificación de estas demandas con la historia a que dio pie el triunfo bolchevique o con los regímenes políticos que usan el comunismo como seña de identidad. Es difícil, por ejemplo, que nadie con un mínimo sentido igualitario pueda asociarlo a las imágenes que ha ofrecido el congreso del Partido Comunista de China, con una abrumadora presencia masculina (un monopolio total en el caso de la alta dirección), de uniformados votando la inclusión del líder actual en la lista de pensadores del catecismo oficial.
Por esto considero relevante que nos preguntemos por las razones de este fracaso del proyecto inicial, ya que entenderlas es una necesidad para poder pensar otros nuevos, para consolidar nuevas alternativas a la vez mejor diseñadas y más atractivas. No para elaborar una lista de culpables del fracaso, sino para entender las estructuras y procesos que a menudo bloquean o impiden las transformaciones sociales, para discernir los mecanismos y las políticas mal diseñadas que hay que evitar.
II
A la hora de interpretar el fracaso del proyecto soviético hay diferentes posiciones. La más facilona es la que considera que sufrió desde el principio el acoso de las potencias capitalistas. Un acoso que no solo drenó recursos y esfuerzos, sino que también provocó una involución interna en términos de libertades y democracia. No es una explicación vacía. El entorno de cualquier proyecto alternativo siempre será hostil. Y la hostilidad exterior alimenta las paranoias de las que se alimentan las pulsiones autoritarias. Pero me parece una explicación insuficiente y peligrosamente conformista. Evita preguntarse por los fallos de la política propia y concede a las fuerzas reaccionarias la condición de un poder imbatible. Evita también perder de vista los propios cambios de las sociedades capitalistas, las transformaciones impulsadas tanto desde el poder como por la presión social. Cambios que en algunos casos dieron lugar a avances sustanciales en los derechos humanos y que generaron otro tipo de presión a las sociedades del bloque soviético: la del bienestar y el consumismo.
Una segunda explicación es la que, en variantes diversas, adoptaron los críticos internos del bolchevismo: la de considerar que la revolución había sido secuestrada o traicionada por una élite política autoritaria. Que el poder estuvo controlado por una élite autoritaria (y que lo sigue estando tanto en Rusia como en China) es evidente. Lo que es más discutible es que esto pueda explicarse por un mero proceso conspirativo que, de no haberse producido, habría dado lugar a otro resultado diferente.
Considero que hay dos explicaciones posibles, complementarias, para entender la deriva hacia los modelos de sociedad burocrática que han caracterizado a las sociedades de tipo soviético: la continuidad con el pasado y las estructuras sociales que emanan de su modelo económico.
Las revoluciones tienen la pretensión de hacer borrón y cuenta nueva, eliminar de un solo golpe todo lo malo del régimen anterior; es uno de sus atractivos. Pero una cosa es tomar el poder político y otra, cambiar de un plumazo la compleja red de instituciones que conforman una sociedad, modificar hábitos de comportamiento asentados en la vida social. Pensar que con un golpe revolucionario la sociedad cambia enseguida es la forma más fácil de caer en errores. Las sociedades en que tuvo lugar la revolución tenían, en formas diversas, una larga tradición de autoritarismo. Y este autoritarismo formaba parte de los valores y comportamientos de los propios líderes revolucionarios. De hecho, el uso de la violencia y el asesinato como arma política ha sido aceptado en la mayoría de los países hasta tiempos muy recientes (y persiste en muchos de ellos). Hay factores de continuidad entre la autocracia zarista y el autoritarismo ruso, entre el mandarinato tradicional y el modelo del comunismo chino. Y el uso sistemático de la fuerza como forma de control social se traduce en el reforzamiento de estructuras de Estado claramente antidemocráticas.
Lo segundo tiene que ver con las estructuras sociales que genera una sociedad que se organiza en torno a una planificación centralizada que trata de impulsar un proceso de crecimiento acelerado. Como se puso en evidencia en el debate económico ruso entre N. Bujarin y Y. Preobrazhenski, se trataba de acelerar más o menos el ritmo de crecimiento dejando menos o más excedente agrario en manos del campesinado. El más implica reforzar una organización centralizada orientada a extraer este excedente y transferirlo hacia la industrialización acelerada, una operación que conlleva generar estructuras burocráticas en los diversos estratos del proceso productivo. Unas estructuras que generan desigualdades —de renta y de poder— que pueden dar lugar a una formación social diferente del capitalismo, pero discutiblemente igualitaria. Para algunos marxistas, aceptar que tras el fin del capitalismo pueda aparecer un sistema de clases diferente del socialismo puede parecer inexplicable. Pero creo que el propio análisis de las clases sociales en las sociedades capitalistas permite reconocer que los esquemas simples, basados tanto en la dualidad como en la evolución lineal por etapas, resultan inadecuados para analizar las sociedades reales. Ni hay una evolución lineal de la historia (el esclavismo es un buen ejemplo de una estructura social que reaparece en contextos históricos muy diversos, como en la Roma clásica y en la agricultura colonial de los albores del capitalismo industrial) ni las clases pueden confundirse con la propiedad. Tiendo a pensar que el modelo soviético cristalizó una variante de economía burocrática que al final ha explotado en dos opciones diferentes, la vuelta pura y dura al capitalismo liberal o a un modelo de capitalismo tutelado por una burocracia que mantiene importantes resortes de poder político. Pero, más que el debate teórico sobre el carácter de clase de estos regímenes, me parece importante subrayar que en su seno existían estructuras sociales que eran, más allá de la brutalidad de líderes como Stalin, las que daban densidad social a la gestión autoritaria.
III
El peor legado de la experiencia soviética es sin duda su brutalidad y su falta de democracia. Un autoritarismo nacido tanto de la inercia de la cultura autocrática como de un proyecto de gestión económica pensado desde arriba hacia abajo. Un proyecto que entendía cualquier iniciativa individual y de base como una peligrosa tendencia de vuelta al capitalismo.
Un modelo autoritario genera muchos efectos sociales indeseables. En primer lugar, sin duda el peor, el sufrimiento infligido a grandes masas de población. En segundo lugar, una cultura de la acción política que prima el miedo y el sometimiento por encima del debate franco. Y que por tanto impide acotar, replantear, revisar las decisiones erróneas. Ello sin despreciar el enorme coste que genera en la calidad de la política el hecho de que el resultado de cada debate político sea la represión contra los perdedores. En tercer lugar impide la crítica social, la formulación de alternativas desde la base, de respuestas creativas a los problemas. Por ejemplo, la magnitud de algunos de los desastres ecológicos de la antigua URSS posiblemente se hubieran evitado si las poblaciones afectadas hubiesen podido actuar con autonomía, con voz propia frente a las iniciativas del poder. A menudo se nos pasa por alto que es precisamente el marco de libertades formales de las democracias occidentales, especialmente las europeas, el que ha impedido los mayores desastres del capitalismo, el que ha forzado a introducir reformas en beneficio de la mayoría social. En cuarto lugar, este autoritarismo ha sido también un freno en el avance del conocimiento y la innovación tecnológica al supeditar las ideas de cada individuo al escrutinio de la jerarquía. Una jerarquía que cuando es cuestionada tiende a reaccionar represivamente. Lo ejemplifica magníficamente el personaje del físico Victor Shtrum en la impresionante novela de V. Grossman Vida y destino.
Los dirigentes soviéticos combinaron la represión con el nacionalismo como mecanismo básico de cohesión social. El resultado fue promover unos comportamientos en los que destacaban la obediencia, la ingenuidad y el chovinismo en dosis variables; también un cierto cinismo para poder sobrevivir o medrar. Lo reflejan muchas de las personas entrevistadas en los magníficos trabajos de S. Aleksiévich. Era una población sin verdadera capacidad de acción, algo que explica con bastante claridad lo fácil que les resultó a los nuevos oligarcas el desmontaje de la URSS o los brutales enfrentamientos armados que estallaron entre grupos nacionales en las diferentes repúblicas. La ciudadanía internacionalista solo puede ser creada con otros métodos y otras instituciones.
IV
El modelo de planificación central, de apuesta por el crecimiento basado en la industria pesada y por la carrera armamentística, es otra vertiente de la cuestión. La planificación formaba parte de las ideas básicas de la izquierda marxista, y se mostró eficaz en bastantes cometidos. Como lo es también en las economías capitalistas reales, donde una parte importante de la actividad económica depende de las decisiones centrales de los gobiernos y donde las grandes corporaciones “planifican” de facto la acción de cientos de unidades productivas (como es el caso de las complejas cadenas de subcontratas de la industria automovilística o la organización del suministro alimentario a partir de las grandes cadenas de supermercados). El problema no es tanto la planificación central en sí, sino su extensión y sus formas. En este sentido, China aporta una experiencia más creativa que la soviética (lo que no quiere decir que no sea criticable en muchos aspectos).
Es cierto que una parte de la deriva soviética fue impulsada por la Guerra Fría, en particular el intenso esfuerzo bélico. Pero la obsesión por el crecimiento de la industria pesada en detrimento del consumo tenía otras raíces y provocaba unas carencias en la vida cotidiana que dificultaban enormemente “competir” con el escaparate de la propaganda consumista occidental.
V
El autoritarismo, la crueldad, el burocratismo, el nacionalismo y los efectos de todo ello en la vida de millones de personas y en el medio ambiente son el resultado de un proyecto bien intencionado pero mal ejecutado. No todo fue malo, sin duda. Las desigualdades sociales fueron mucho menores que en Occidente, incluidas en bastantes aspectos las de género, y la población tuvo acceso a servicios básicos y a una educación más que aceptable. Pero estos logros quedan ensombrecidos por los problemas indicados. A partir de cierto momento histórico, ya era evidente que no se trataba de un modelo que en términos comparativos fuera superior al de las mejores experiencias de capitalismo real (aunque sí a muchas otras). Lo peor de todo es que el fracaso del proyecto posibilita el discurso del “no hay alternativa”.
Los nuevos movimientos alternativos, a partir del movimiento antiglobalización, se han construido ignorando el pasado. 1917 ya no es un referente más que para los restos de la tradición comunista. Aunque los anhelos de fondo son parecidos. “La alternativa” al capitalismo ha dado lugar a alternativas concretas o a una inconcreta necesidad de economía democrática que trata de dar respuestas tanto a los problemas del capitalismo que la izquierda siempre identificó (desigualdad, explotación, pobreza…) como a los problemas que han puesto de manifiesto movimientos más recientes (crisis ecológica, persistencia del patriarcado, armamentismo…). Pero todos ellos son problemas que no solo requieren soluciones particulares, sino también algún proyecto social que los ensamble con una cierta lógica. Que permita contar con un mapa que nos ayude a orientarnos.
Y es también en este sentido que analizar por qué aquel proyecto revolucionario fracasó puede ayudar a pensar en proyectos mejor diseñados. Como sugería un viejo librito de A. Castaños, ¿Tiene el socialismo su prehistoria?, la experiencia soviética quizá fue un primer intento, desgarrado, dramático, fallido, de construir una sociedad humanamente justa y deseable. Pero los intentos consiguientes pueden beneficiarse de saber dónde estuvieron los problemas básicos y dónde están los principales escollos que sortear. Este es el mejor homenaje que podemos y debemos hacer a aquella masa de hombres y mujeres que trabajaron con inteligencia y tesón por imponer una sociedad deseable. Por aquellos millones de personas que tomaron la experiencia soviética como motivación para desarrollar cientos de luchas por la justicia y la igualdad en todo el planeta.
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