En
Los archivos del Pentágono
,
la última película de Spielberg, hay una escena que me emocionó en lo
más hondo y que para mí resume la esencia del periodismo tal y como se
entendía el oficio hasta hace unas décadas. Cuando los redactores han
terminado de escribir la noticia que va a abrir la portada de mañana,
cuando los jefazos han discutido hasta la saciedad si se lanzan o no la
piscina, cuando los abogados han rastreado de arriba abajo la letra
pequeña de la orden judicial en busca de subterfugios, mientras el
linotipista calienta los dedos y los operarios esperan que se enciendan
las rotativas, de repente el folio mecanografiado llega hasta la mesa
del corrector de estilo. Entonces, el tipo se sienta, se cala el
sombrero, saca el lápiz, tacha la primera palabra, añade un matiz a la
primera frase, un giro a la segunda y poco a poco –la calma en mitad de
la tormenta– va añadiendo en los márgenes supresiones, mejoras,
alternativas.
Es casi medianoche pero no importan el tiempo, la
urgencia de la primicia, la firma del reportero estrella: es el momento
de la literatura. Y la literatura dicta la última palabra, el modo en
que el periódico aparecerá ante los lectores, revestido de tinta,
titulares y fotografías, traído hasta los kioscos en camionetas, atado
en paquetes, prensado y pensado hasta la última palabra. En aquel
entonces un periódico era un milagro diario, un ejercicio de escritura
colectiva, un instrumento que podía zarandear un gobierno y derribar a
un presidente. Katharine Graham, la editora jefe de The Washington Post, cita a su marido Phil Graham: “Las noticias son el primer borrador de la Historia”. Siguiendo la estela de The New York Times, y con ella al frente, los reporteros de The Washington Post
demostraron que, en lo que concernía a la guerra de Vietnam, cuatro
presidentes (Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson) no habían hecho más
que mentir al pueblo. Tras vencer en la primera gran batalla contra la
libertad de prensa, no temieron escarbar hasta el fondo del escándalo
Watergate hasta lograr la dimisión de Nixon. Hoy ese heroísmo ya no existe y no existe por muchas razones. Hoy las noticias se leen casi en el mismo instante que se producen y todo lo que hemos ganado en rapidez lo hemos perdido en reflexión, en eficacia, en repercusión y en profundidad de análisis. La sintaxis es una facultad del alma, dijo Valéry. Por eso, la sintaxis apresurada y descuidada, las novedades que se suceden a velocidad de vértigo, los reporteros mal pagados, los becarios sin sueldo, la ausencia de ese hombrecillo con sombrero y aliento a tabaco salpimentando el texto de acentos y comas, reflejan un estado de ánimo, una rendición, una literatura pobre y escuálida donde cualquier cosa se disfraza de noticia y las verdaderas noticias pasan desapercibidas. Hoy hay periódicos como The Huffington Post, que ni siquiera pagan a sus colaboradores. El volcado en crudo de docenas de miles de páginas procedentes de WikiLeaks, sin la paciente labor de orden y filtrado previos, significa el final de una era. La compra de The Washington Post en 2013 por parte del millonario Jeff Bezos, el dueño de Amazon, marca el momento en que la prensa escrita deja de albergar anuncios para transformarse ella misma en anuncio, en marca, en tendencia, en moda.
Thomas Jefferson dijo que si le obligaban a elegir entre un Gobierno sin Prensa y una Prensa sin Gobierno, escogería la segunda opción, sin duda alguna. Hoy tenemos algo mucho peor, algo que el padre del liberalismo, Adam Smith, anunciara como la peor plaga que podía caerle encima a la Humanidad: un gobierno de tenderos. No hay mucho que un corrector de estilo pueda hacer ahí.
Fuente: http://blogs.publico.es/davidtorres/2018/01/29/la-agonia-del-periodismo-2/
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