Es uno de los temores más comunes de los tiempos modernos en Occidente: China y su portentoso crecimiento económico,
que le llevará inevitablemente a adueñarse del mundo entero por lo que
podrá ponernos a todos a su servicio. Lo cierto es que China siempre fue
temible por su vigor demográfico (tiene más habitantes que la Unión
Europea y los Estados Unidos juntos), pero hasta hace un par de décadas
era un enano económico. Todos contentos. Lo segundo anulaba a lo
primero.
China estaba superpoblada y lo más que despertaba en los occidentales era lástima trufada de cierta fascinación por su cultura milenaria plagada de misterios y espiritualidad. Lo que no se percibía era como un rival en el terreno económico o militar. La preocupación allá por los años ochenta era Japón, cuyo tamaño es infinitamente menor, pero que había protagonizado un milagro de posguerra digno de pasar con letras de oro a la historia económica del mundo.
Cuando todos los ojos estaban puestos en Tokio la que se desperezaba era Pekín, que por esa misma época empezó a introducir algunas reformas en un sistema planificado de corte estalinista. Treinta años más tarde la economía china es la segunda del mundo. El año pasado su PIB sobrepasó los 12 billones de dólares, triplicaba al de Japón y se quedaba a sólo 5 billones del de la Unión Europea y a 7 del de Estados Unidos.
Las encuestas que se realizan periódicamente en Occidente dan fe de ello. En 2007 el 39% de los estadounidenses tenían una opinión desfavorable de los chinos, hoy son el 55%. En España el barómetro del Real Instituto Elcano nos da una pista indirecta. El de enero de este año mostraba un temor infundado hacia las inversiones chinas. El país que más invierte en España es Alemania, sin embargo, el 40% de los entrevistados para la elaboración del barómetro respondió que era China. La realidad es que este país se sitúa mucho más abajo, en el octavo lugar concretamente, muy por debajo de las principales economías europeas y también de Estados Unidos.
Esa sensación, compartida en todo Occidente, de que los chinos se están haciendo con empresas y mercados enteros se acrecienta con el omnipresente “Made in China” que vemos estampando en productos de consumo habitual como aparatos electrónicos, mobiliario, artículos de menaje o motocicletas. No sólo nos lo dicen los expertos, sino que también lo observamos con nuestros propios ojos.
Si evitamos las percepciones subjetivas, que a veces nos cuentan sólo una parte de la historia e incorporan siempre distorsión, y vamos a los grandes números vemos que, efectivamente, China crece más rápido que Estados Unidos y la Unión Europea, un 6% de promedio anual en los últimos años frente a un raquítico 2% de los otros dos.
Las suspicacias hacia China también nacen de ciertos hábitos chinos que a este lado del mundo no se ven con muy buenos ojos. La exigencia, por ejemplo, de contar con un socio local para entrar en su mercado, o la afición que muchas empresas chinas tienen por apropiarse de secretos tecnológicos o industriales de Occidente.
Tampoco sienta muy bien su rápida expansión comercial en África e Hispanoamérica o la iniciativa “One Belt-One Road”, con la que aspiran a crear una nueva ruta de la seda que cambiaría profundamente las vías de comercio en Eurasia. Lo primero es una realidad, lo segundo un simple proyecto en el que llevan miles de millones de yuanes enterrados sin ver aún retorno alguno.
Todos los temores son ciertos y están fundados, pero también lo es que, al menos hasta ahora, el Gobierno chino no ha mostrado una actitud agresiva o prepotente hacia Occidente. De hecho ni siquiera hacia sus vecinos a excepción de Taiwán. Japón y Corea del Sur, por ejemplo, se están aprovechando de los menores costes de fabricación en China y también del robo de propiedad intelectual que perpetran las compañías chinas pero que luego revierte en terceros países, que emplean esos mismos inventos con gran aprovechamiento.
Todo este frenesí productivo chino del que todos en mayor o menor medida nos estamos beneficiando tiene sus costes para la propia China que, a fin de cuentas, no deja de ser una economía dirigida y como tal algo rígida. Los mejores negocios siempre están donde nadie los había visto. Los países con economías libres y flexibles capaces de trasvasar gran cantidad de recursos de un sector a otro de manera rápida, espontánea y descentralizada son los que al final llevan la voz cantante. La innovación funciona mejor de abajo a arriba que al revés. En China suele ser al revés.
Es por ello que han generado una inmensa deuda y una no menos inmensa sobrecapacidad en todo, desde urbanizaciones de apartamentos sin gente hasta autopistas de seis carriles por sentido sin vehículos. Luego el desafío lo tienen ellos y la incertidumbre también. En Occidente el impacto del renacer chino ya se ha pagado en su práctica totalidad, ahora son ellos los que tendrán que aprender a administrar su propio éxito si quieren mantenerlo.
Foto: Ricardo Rocha
China estaba superpoblada y lo más que despertaba en los occidentales era lástima trufada de cierta fascinación por su cultura milenaria plagada de misterios y espiritualidad. Lo que no se percibía era como un rival en el terreno económico o militar. La preocupación allá por los años ochenta era Japón, cuyo tamaño es infinitamente menor, pero que había protagonizado un milagro de posguerra digno de pasar con letras de oro a la historia económica del mundo.
Cuando todos los ojos estaban puestos en Tokio la que se desperezaba era Pekín, que por esa misma época empezó a introducir algunas reformas en un sistema planificado de corte estalinista. Treinta años más tarde la economía china es la segunda del mundo. El año pasado su PIB sobrepasó los 12 billones de dólares, triplicaba al de Japón y se quedaba a sólo 5 billones del de la Unión Europea y a 7 del de Estados Unidos.
Hoy China nos sigue fascinando, pero ya no produce lástima, sino miedoEste poderío económico se ha traducido en un gran empuje tecnológico, militar y también político. Hoy China nos sigue fascinando, pero ya no produce lástima, sino miedo.
Las encuestas que se realizan periódicamente en Occidente dan fe de ello. En 2007 el 39% de los estadounidenses tenían una opinión desfavorable de los chinos, hoy son el 55%. En España el barómetro del Real Instituto Elcano nos da una pista indirecta. El de enero de este año mostraba un temor infundado hacia las inversiones chinas. El país que más invierte en España es Alemania, sin embargo, el 40% de los entrevistados para la elaboración del barómetro respondió que era China. La realidad es que este país se sitúa mucho más abajo, en el octavo lugar concretamente, muy por debajo de las principales economías europeas y también de Estados Unidos.
Esa sensación, compartida en todo Occidente, de que los chinos se están haciendo con empresas y mercados enteros se acrecienta con el omnipresente “Made in China” que vemos estampando en productos de consumo habitual como aparatos electrónicos, mobiliario, artículos de menaje o motocicletas. No sólo nos lo dicen los expertos, sino que también lo observamos con nuestros propios ojos.
Si evitamos las percepciones subjetivas, que a veces nos cuentan sólo una parte de la historia e incorporan siempre distorsión, y vamos a los grandes números vemos que, efectivamente, China crece más rápido que Estados Unidos y la Unión Europea, un 6% de promedio anual en los últimos años frente a un raquítico 2% de los otros dos.
China crece más rápido que Estados Unidos y la Unión Europea, un 6% de promedio anual en los últimos años frente a un raquítico 2% de los otros dosEs innegable que a este ritmo nos alcanzarán en algún momento, aunque no tan pronto como se piensa. China produce 12 billones de dólares sí, pero con 1.400 millones de personas. La Unión Europea 17 billones con 500 millones de habitantes y Estados Unidos 19 billones con sólo 325. La productividad occidental sigue siendo mucho más alta y no parece que vaya a disminuir gracias a su inigualable capacidad de innovar.
Las suspicacias hacia China también nacen de ciertos hábitos chinos que a este lado del mundo no se ven con muy buenos ojos. La exigencia, por ejemplo, de contar con un socio local para entrar en su mercado, o la afición que muchas empresas chinas tienen por apropiarse de secretos tecnológicos o industriales de Occidente.
Tampoco sienta muy bien su rápida expansión comercial en África e Hispanoamérica o la iniciativa “One Belt-One Road”, con la que aspiran a crear una nueva ruta de la seda que cambiaría profundamente las vías de comercio en Eurasia. Lo primero es una realidad, lo segundo un simple proyecto en el que llevan miles de millones de yuanes enterrados sin ver aún retorno alguno.
Todos los temores son ciertos y están fundados, pero también lo es que, al menos hasta ahora, el Gobierno chino no ha mostrado una actitud agresiva o prepotente hacia Occidente. De hecho ni siquiera hacia sus vecinos a excepción de Taiwán. Japón y Corea del Sur, por ejemplo, se están aprovechando de los menores costes de fabricación en China y también del robo de propiedad intelectual que perpetran las compañías chinas pero que luego revierte en terceros países, que emplean esos mismos inventos con gran aprovechamiento.
La consecuencia del dinamismo chino es que hoy se pueden fabricar paneles solares o baterías de litio más baratas no sólo en China, sino en cualquier parte del mundoUn ejemplo de esto es la tecnología solar fotovoltaica, cuyo precio se ha desplomado en los últimos diez años gracias a la irrupción de gigantes chinos como Suntech o Yingli Solar. Este mismo fenómeno se aprecia en otros sectores como el de los semiconductores o el de las baterías. Es decir, la consecuencia del dinamismo chino es que hoy se pueden fabricar paneles solares o baterías de litio más baratas no sólo en China, sino en cualquier parte del mundo.
Todo este frenesí productivo chino del que todos en mayor o menor medida nos estamos beneficiando tiene sus costes para la propia China que, a fin de cuentas, no deja de ser una economía dirigida y como tal algo rígida. Los mejores negocios siempre están donde nadie los había visto. Los países con economías libres y flexibles capaces de trasvasar gran cantidad de recursos de un sector a otro de manera rápida, espontánea y descentralizada son los que al final llevan la voz cantante. La innovación funciona mejor de abajo a arriba que al revés. En China suele ser al revés.
Es por ello que han generado una inmensa deuda y una no menos inmensa sobrecapacidad en todo, desde urbanizaciones de apartamentos sin gente hasta autopistas de seis carriles por sentido sin vehículos. Luego el desafío lo tienen ellos y la incertidumbre también. En Occidente el impacto del renacer chino ya se ha pagado en su práctica totalidad, ahora son ellos los que tendrán que aprender a administrar su propio éxito si quieren mantenerlo.
Foto: Ricardo Rocha
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