El próximo 10 de noviembre los ciudadanos españoles somos
llamados a las urnas por cuarta vez en los últimos cuatro años. Desde
los medios de comunicación y desde ciertas esferas políticas, económicas
e internacionales se apunta al hastío que supuestamente tienen los
ciudadanos por el hecho de tener que conformar con su voto unas nuevas
cortes generales. Las elecciones, supuesta fiesta de la democracia, se
convierten en una especie de reedición de la maldición de Sísifo para
los ciudadanos. No se trata tanto de que los partidos que concurren en
las elecciones nos propongan una acción de gobierno para los próximos
cuatro años, como de que por fin se pongan de acuerdo en apuntalar un
edificio, el del llamado consenso socialdemócrata, que parece a todas
luces a punto de colapsar.
Lo que subyace en dicha crítica, desde mi modesto punto de vista, no es más que un nuevo episodio de cuestionamiento de la democracia como forma racional de gobierno. Hoy en día vivimos en lo que se ha llamado por autores, como Gustavo Bueno, una especie de fundamentalismo democrático. Todo aquello que no goza del consentimiento expreso o presunto de los ciudadanos es mirado con recelo. No es un fenómeno nuevo. Ya en la Atenas del siglo V, el llamado siglo de Pericles, la democracia era considerada la mejor forma de gobierno, aquella de la que los ciudadanos atenienses se mostraban especialmente orgullosos. Ahí está la célebre oración fúnebre de Pericles donde se glosa la superioridad de esa forma de gobierno frente al despotismo espartano, rival militar en aquellos días de la guerra del Peloponeso. A ese primer fundamentalismo democrático, que acabó en la derrota más humillante posible para Atenas, le siguieron discursos muy críticos con dicha forma de gobierno, que en las taxonomías que generalizaron autores como Platón, Jenofonte o Aristóteles se hacía equivaler a una forma de gobierno degenerada, perfecta para dar rienda suelta a la demagogia de oportunistas siempre prestos a servir a las bajas pasiones de las masas incultas.
Salvo Spinoza y pocos autores más, la democracia siempre ha sido vista, hasta fechas relativamente recientes como una forma de mal gobierno, donde los ciudadanos no siempre se guían por criterios racionales a la hora de depositar su confianza en los políticos. Un sistema donde la retórica sustituye a la racionalidad en los discursos, y en el que cortoplacismo se impone a la altura de miras cuando se trata de vérselas con asuntos de estado, mucho más complejos de lo que los ciudadanos están dispuestos a aceptar.
Todos conocemos multitud de ejemplos de políticos despilfarradores, mentirosos, contradictorios y sin embargo seguimos votándoles elección tras elección. Generalmente atribuimos la responsabilidad de la mala política en los malos políticos y nunca en la falta de diligencia de los propios electores. Todos reparamos en la imposibilidad de ser mileurista y viajar en clase business todos los días, en lo disparatado de no pagar nuestras deudas o en no dejar las puertas de nuestras viviendas abiertas de par en par. Sin embargo, parece que no reparamos en otorgar nuestro voto a políticos que nos proponen multiplicar el gasto público o en garantizarnos algo tan personal como nuestra propia felicidad
William Kingdom Clifford uno de los más brillantes matemáticos del siglo XIX, con importantes contribuciones en el ámbito de la física teórica escribió a finales del siglo XIX un brillante escrito de filosofía que lleva por título The ethics of belief en el que se interroga sobre las implicaciones éticas que tienen nuestras creencias. Normalmente siempre se ha pensado que las creencias que uno tiene son fundamentalmente algo personal que no ha de tener consecuencias para terceros, salvo en el supuesto de que estas creencias se materialicen en acciones. Clifford discute este presupuesto y afirma que todos los sujetos, si fueran seres verdaderamente racionales, deberían realizar un riguroso control epistémico a la hora de formarse opiniones sobre casi cualquier asunto. Incluso en el terreno de las opiniones aparentemente más banales, las creencias que nos formamos sobre el mundo pueden tener implicaciones sobre los demás, de ahí que toda creencia que no esté debidamente justificada pueda tener relevancias para terceros, pues acabará en muchos casos desembocando en acciones que sí afectaran a otros. Esta dimensión ética de la epistemología ha dado lugar a una escuela en la llamada teoría del conocimiento conocida como Virtue Epistemology, defendida por autores como Linda Trinkaus Zagzebski o Ernest Sosa entre otros. Estos autores inciden precisamente en la especial importancia que tienen en el campo de la política o la ética las creencias erróneas. Muchas de ellas adquiridas por la falta de rigor de muchos individuos a la hora de formarse una opinión fundamentada sobre asuntos, respecto de los cuales muchas personas insisten en qué todo es opinable. También nuestros sesgos cognitivos, como pone de manifiesto la neuropolítica determinan en buena medida nuestras opiniones políticas.
Según estas visiones el gran problema de la democracia radicaría en que presupone una racionalidad en los electores que estos no tienen. Bien sea por que éstos no son lo suficientemente diligentes a la hora de formarse sus opiniones políticas o bien porque actúan movidos por sesgos cognitivos que muchas veces les hacen decantarse por opciones políticas extravagantes, absurdas o sencillamente irracionales. Este tipo de reflexiones han florecido en los últimos años en la medida en que diversos procesos electorales acaecidos por el mundo (Brexit, elección presidencial norteamericana de 2016, populismos europeos…) se han alejado de los parámetros establecidos por sociólogos y expertos en demoscopia. Siempre es más fácil hacer recaer la responsabilidad de un supuesto fallo democrático en los electores que en los propios políticos. Al final y al cabo, si la mayoría de los políticos optan por la llamada centralidad, cómo es posible que los electores no hagan lo mismo.
El problema de estos análisis es que son tendenciosos. Sólo valoran los sesgos motivaciones cuando estos se traducen en votos a opciones conservadoras, pero nunca cuestionan la supuesta racionalidad de votar a políticos que se mueven en los márgenes del consenso socialdemócrata.
Por otro lado, obvian que la justificación de la democracia como forma de gobierno nunca ha venido dada de la supuesta racionalidad de dicha forma de gobierno. En este punto los conservadores suelen ser algo más precavidos que los liberales puros, los cuales, desconfían de toda forma de gobierno democrático por poder ser una hipotética amenaza para los intereses del mercado. Hay anarcocapitalistas como Hans Hermann Hoppe que incluso postulan soluciones políticas contrarias a la propia democracia. Churchill, un conservador a la vieja usanza, acertaba plenamente en su diagnóstico sobre los males de la democracia. Ésta es una mala forma de gobierno, pero mucho menos mala que sus alternativas potenciales.
La democracia en nuestros días sólo puede recibir dos tipos de justificaciones. Una de corte más optimista, basada en una antropología que confía en las potencialidades del ser humano, según la cual una sociedad en la que todos asumimos que somos iguales en dignidad y consideración no puede tener una forma de gobierno que excluya de la conformación del poder político a nadie. Otra, que es la que suscribe el que este artículo escribe, y que se basa en una visión no tan idealizada del ser humano. Precisamente es esa tendencia a deslizarnos hacia el error, que tan brillantemente describiera Descartes en su famoso discurso sobre el método, la que nos debe llevar a conferir el mayor derecho a equivocarse al mayor número de personas posible.
Foto: Jon Tyson
Lo que subyace en dicha crítica, desde mi modesto punto de vista, no es más que un nuevo episodio de cuestionamiento de la democracia como forma racional de gobierno. Hoy en día vivimos en lo que se ha llamado por autores, como Gustavo Bueno, una especie de fundamentalismo democrático. Todo aquello que no goza del consentimiento expreso o presunto de los ciudadanos es mirado con recelo. No es un fenómeno nuevo. Ya en la Atenas del siglo V, el llamado siglo de Pericles, la democracia era considerada la mejor forma de gobierno, aquella de la que los ciudadanos atenienses se mostraban especialmente orgullosos. Ahí está la célebre oración fúnebre de Pericles donde se glosa la superioridad de esa forma de gobierno frente al despotismo espartano, rival militar en aquellos días de la guerra del Peloponeso. A ese primer fundamentalismo democrático, que acabó en la derrota más humillante posible para Atenas, le siguieron discursos muy críticos con dicha forma de gobierno, que en las taxonomías que generalizaron autores como Platón, Jenofonte o Aristóteles se hacía equivaler a una forma de gobierno degenerada, perfecta para dar rienda suelta a la demagogia de oportunistas siempre prestos a servir a las bajas pasiones de las masas incultas.
Salvo Spinoza y pocos autores más, la democracia siempre ha sido vista, hasta fechas relativamente recientes como una forma de mal gobierno, donde los ciudadanos no siempre se guían por criterios racionales a la hora de depositar su confianza en los políticos. Un sistema donde la retórica sustituye a la racionalidad en los discursos, y en el que cortoplacismo se impone a la altura de miras cuando se trata de vérselas con asuntos de estado, mucho más complejos de lo que los ciudadanos están dispuestos a aceptar.
Todos conocemos multitud de ejemplos de políticos despilfarradores, mentirosos, contradictorios y sin embargo seguimos votándoles elección tras elección. Generalmente atribuimos la responsabilidad de la mala política en los malos políticos y nunca en la falta de diligencia de los propios electores. Todos reparamos en la imposibilidad de ser mileurista y viajar en clase business todos los días, en lo disparatado de no pagar nuestras deudas o en no dejar las puertas de nuestras viviendas abiertas de par en par. Sin embargo, parece que no reparamos en otorgar nuestro voto a políticos que nos proponen multiplicar el gasto público o en garantizarnos algo tan personal como nuestra propia felicidad
William Kingdom Clifford uno de los más brillantes matemáticos del siglo XIX, con importantes contribuciones en el ámbito de la física teórica escribió a finales del siglo XIX un brillante escrito de filosofía que lleva por título The ethics of belief en el que se interroga sobre las implicaciones éticas que tienen nuestras creencias. Normalmente siempre se ha pensado que las creencias que uno tiene son fundamentalmente algo personal que no ha de tener consecuencias para terceros, salvo en el supuesto de que estas creencias se materialicen en acciones. Clifford discute este presupuesto y afirma que todos los sujetos, si fueran seres verdaderamente racionales, deberían realizar un riguroso control epistémico a la hora de formarse opiniones sobre casi cualquier asunto. Incluso en el terreno de las opiniones aparentemente más banales, las creencias que nos formamos sobre el mundo pueden tener implicaciones sobre los demás, de ahí que toda creencia que no esté debidamente justificada pueda tener relevancias para terceros, pues acabará en muchos casos desembocando en acciones que sí afectaran a otros. Esta dimensión ética de la epistemología ha dado lugar a una escuela en la llamada teoría del conocimiento conocida como Virtue Epistemology, defendida por autores como Linda Trinkaus Zagzebski o Ernest Sosa entre otros. Estos autores inciden precisamente en la especial importancia que tienen en el campo de la política o la ética las creencias erróneas. Muchas de ellas adquiridas por la falta de rigor de muchos individuos a la hora de formarse una opinión fundamentada sobre asuntos, respecto de los cuales muchas personas insisten en qué todo es opinable. También nuestros sesgos cognitivos, como pone de manifiesto la neuropolítica determinan en buena medida nuestras opiniones políticas.
Según estas visiones el gran problema de la democracia radicaría en que presupone una racionalidad en los electores que estos no tienen. Bien sea por que éstos no son lo suficientemente diligentes a la hora de formarse sus opiniones políticas o bien porque actúan movidos por sesgos cognitivos que muchas veces les hacen decantarse por opciones políticas extravagantes, absurdas o sencillamente irracionales. Este tipo de reflexiones han florecido en los últimos años en la medida en que diversos procesos electorales acaecidos por el mundo (Brexit, elección presidencial norteamericana de 2016, populismos europeos…) se han alejado de los parámetros establecidos por sociólogos y expertos en demoscopia. Siempre es más fácil hacer recaer la responsabilidad de un supuesto fallo democrático en los electores que en los propios políticos. Al final y al cabo, si la mayoría de los políticos optan por la llamada centralidad, cómo es posible que los electores no hagan lo mismo.
El problema de estos análisis es que son tendenciosos. Sólo valoran los sesgos motivaciones cuando estos se traducen en votos a opciones conservadoras, pero nunca cuestionan la supuesta racionalidad de votar a políticos que se mueven en los márgenes del consenso socialdemócrata.
Por otro lado, obvian que la justificación de la democracia como forma de gobierno nunca ha venido dada de la supuesta racionalidad de dicha forma de gobierno. En este punto los conservadores suelen ser algo más precavidos que los liberales puros, los cuales, desconfían de toda forma de gobierno democrático por poder ser una hipotética amenaza para los intereses del mercado. Hay anarcocapitalistas como Hans Hermann Hoppe que incluso postulan soluciones políticas contrarias a la propia democracia. Churchill, un conservador a la vieja usanza, acertaba plenamente en su diagnóstico sobre los males de la democracia. Ésta es una mala forma de gobierno, pero mucho menos mala que sus alternativas potenciales.
La democracia en nuestros días sólo puede recibir dos tipos de justificaciones. Una de corte más optimista, basada en una antropología que confía en las potencialidades del ser humano, según la cual una sociedad en la que todos asumimos que somos iguales en dignidad y consideración no puede tener una forma de gobierno que excluya de la conformación del poder político a nadie. Otra, que es la que suscribe el que este artículo escribe, y que se basa en una visión no tan idealizada del ser humano. Precisamente es esa tendencia a deslizarnos hacia el error, que tan brillantemente describiera Descartes en su famoso discurso sobre el método, la que nos debe llevar a conferir el mayor derecho a equivocarse al mayor número de personas posible.
Foto: Jon Tyson
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