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Sentencia contra el Procés. El último clavo en la involución permanente
La
absolución o, a lo más, la desobediencia de unos y la resistencia
pasiva y pacífica a la autoridad de otros, eran lo justo. Y a partir de
la sentencia, la amnistía sería lo balsámico.
Por Ramón Zallo
La sentencia del TS contra los presos políticos catalanes –bien llamados así por ser rehenes de una estrategia de Estado- es grave e inicua.
Gravedad por la calificación inapropiada (sedición y malversación), las duras penas impuestas y las consecuencias de todo tipo: desde el barrido de toda una generación de dirigentes políticos, que solo siguieron el mandato popular de representación, pasando por el aviso de ilegalización punible de cualquier acto de desobediencia o desafío al Estado, incluso cuando se produzcan por métodos democráticos y con procedimientos institucionalizados.
También inicua por injusta e intencional al quererse dilucidar en sede judicial y mediante castigo un problema político que corresponde a otra esfera, la del diálogo político.
La absolución o, a lo más, la desobediencia de unos y la resistencia pasiva y pacífica a la autoridad de otros, eran lo justo. Y a partir de la sentencia, la amnistía sería lo balsámico.
En el dilema entre Gobierno de los Hombres (interesados y arbitrarios pero adaptables) y el Gobierno de las Leyes (fijadas y previsibles y al servicio del conjunto pero poco adaptables) el politólogo Norberto Bobbio resaltaba la seguridad y largo aliento que ofrecía esta última. Pero no contaba con la variante española del Gobierno de Jueces que tiene lo peor de las dos vertientes: justicia ad hoc, de conveniencia política y uso discrecional de las leyes por quienes deberían ser los más escrupulosos con ellas. Han hurgado en la panoplia de tipos penales para convertir a unos agentes políticos electos y líderes sociales no violentos en delincuentes, con la ayuda del sistema propagandista de medios de comunicación. La justicia española funciona… mal y reprime injustamente.
La judicatura
Ad intra de la sentencia hay algunos factores a mencionar.
Por un lado, es hegemónica en la cúpula de la judicatura una extracción social de elites que se perpetúan, régimen tras régimen, y se cooptan, con predominio conservador cuando no reaccionario y, dado el sistema de promoción, con lealtades o funcionalidades a los partidos del bipartidismo. Por ello están a años luz de las versiones progresistas del uso alternativo del Derecho o la justicia transicional.
Por otro lado, en la judicatura es predominante el componente étnico de la nación mayoritaria (española) y, por supuesto, unánime la lealtad a la nación española con rechazo activo a que se construya otro demos (catalán o vasco), diferente al español. No se parece al esfuerza de neutralidad de la judicatura canadiense o británica. ¡Hop! Se resuelve el dilema diciendo que España es la casa de todos, la casa común (te guste o no, y porque lo digo yo) sin ser ello cierto para unos cuantos millones de españoles (catalanes, vascos, y no pocos gallegos, canarios, andaluces, valencianos, mallorquines…) que nunca lo fueron, o dejaron subjetivamente de serlo, y sienten excluida su propia soberanía popular. Nunca mejor dicho, son juez y parte en lo que a ese tema político se refiere. Este tipo de judicatura no está cualificada y es un obstáculo para el progreso de la historia porque lo suyo es solo la ley fijada. Los cambios nunca se originan en las leyes; las superan.
En esta ocasión la sede judicial se transformó en el palenque en el que chocaron juzgadores y juzgados en torno a dos identidades nacionales (la española que cuenta con Estado y entiende como un desafío que alguien no la acepte, buscando imponerla, y la catalana emergente, desde el sentimiento colectivo mayoritario en Catalunya y que se sabe subalterna y maltratada) y dos legitimidades (los jueces al Estado español y a la nación catalana los encausados, pensando de buena fe que dentro de la legalidad y de forma pacífica cualquier proyecto era posible).
Son dos imaginarios: el uno autoritario y etnicista y el otro proyectivo y de futuro que incluye el mestizaje catalán como un dato y un valor republicano. Están situados en órbitas opuestas e inmiscibles. Un choque de legitimidades, legalidades y lealtades que no pueden reconocerse mutuamente, y sin puentes, hoy por hoy. Esta herida infligida a la casa catalana será traumática y de consecuencias duraderas.
La involución permanente
El tema viene de lejos. El régimen del 78, nacido de un pacto espurio y en falso, no ha hecho sino degenerar desde su origen. Si Trotsky teorizó sobre la revolución permanente para alcanzar y asentar el socialismo, cabría caracterizar el proceso español desde la Transición como de involución permanente, de esclerosis degenerativa del sistema político cuando no de nostalgia por el pasado. Solo recuerdo una etapa de parcial alivio: el primer Gobierno Zapatero.
La transición ya se basó en la negativa a los derechos nacionales, el disciplinamiento de las reivindicaciones sociales, la monarquía impuesta, la amnistía a los franquistas y el olvido. Sin embargo se legitimó en las consultas de la Constitución Española y de los Estatutos de Autonomía, entendidos como pactos de mínimos que, a la postre, resultaron tan incumplidos como de máximos.
Pero ya desde su inicio sufrió un proceso involutivo con diferentes hitos y giros de tuerca, como clavos que remachan la degeneración de un régimen cada vez menos democrático y más cerca de un modelo autoritario no populista (sin líderes carismáticos).
El primer clavo fue la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico LOAPA en 1982 que recibió el impulso definitivo con el tejerazo de 1981 entendido, a la postre, como un aviso militar a navegantes. Se reinstauró la recentralización. Le acompañaron el recorte sistemático de derechos sociales.
Le siguió –segundo clavo- el terrorismo de Estado de los 80 del que su responsable sigue impune y sus correligionarios siguen silbando hacia el cielo sin decir que matar desde el Estado estuvo mal.
El tercer clavo fueron las legislaciones antiterroristas cada vez más duras y menos garantistas que se aplicaron, por oportunidad política, bastante más allá de aquella ETA que, con su crueldad inútil, traumatizó Euskal Herria durante décadas. En la versión teorizada por Garzón, se convirtió en legislación ad hoc contra un sector -ilegalización de la izquierda abertzale, cárcel para su dirección…- y de aplicación ampliada –EGIN, Egunkaria…- incluyendo amagos contra las instituciones vascas en la etapa de Mayor Oreja. El PP nunca pidió perdón por ello, y aún menos se demarcó de sus raíces franquistas ni asumió su responsabilidad en la represión y miseria colectiva entre 1936 y 1976.
Le siguió -cuarto clavo- la negativa en 2005 al diálogo sobre un Estatuto Político (Plan Ibarretxe) que no era de independencia, nacido de una mayoría parlamentaria. El TC amartilló el quinto clavo con la prohibición de la consulta popular propuesta en 2008 por el Gobierno Vasco sobre el futuro del país.
El sexto clavo ya desbordó Euskal Herria –fuimos un campo de experimentación autoritaria- y abarcó a toda la ciudadanía española, ante el empuje de los movimientos del 15M y anti-desahucios. Se adoptó una visión expansiva del desorden público para cualquier opinión alternativa mediante la Ley de Seguridad Ciudadana o Ley Mordaza de 2015 igualmente aplicadas a piquetes sindicales.
A partir de ahí las involuciones llevan el sello de la represión política contra las reivindicaciones catalanas con cuatro clavos más: la sentencia del TC en 2010, la represión del 1-O de 2017, la aplicación del artículo 155 y esta última sentencia del 14-10-2019 como remache de tanta infamia.
Una casa común tan inhóspita -casi en ruinas- como ajena y en la que no cabe la esperanza tras esta sentencia.
14/10/2019
Ramon Zallo Profesor Emérito y miembro de Demokrazia Bai.
Viento Sur
Por Ramón Zallo
La sentencia del TS contra los presos políticos catalanes –bien llamados así por ser rehenes de una estrategia de Estado- es grave e inicua.
Gravedad por la calificación inapropiada (sedición y malversación), las duras penas impuestas y las consecuencias de todo tipo: desde el barrido de toda una generación de dirigentes políticos, que solo siguieron el mandato popular de representación, pasando por el aviso de ilegalización punible de cualquier acto de desobediencia o desafío al Estado, incluso cuando se produzcan por métodos democráticos y con procedimientos institucionalizados.
También inicua por injusta e intencional al quererse dilucidar en sede judicial y mediante castigo un problema político que corresponde a otra esfera, la del diálogo político.
La absolución o, a lo más, la desobediencia de unos y la resistencia pasiva y pacífica a la autoridad de otros, eran lo justo. Y a partir de la sentencia, la amnistía sería lo balsámico.
En el dilema entre Gobierno de los Hombres (interesados y arbitrarios pero adaptables) y el Gobierno de las Leyes (fijadas y previsibles y al servicio del conjunto pero poco adaptables) el politólogo Norberto Bobbio resaltaba la seguridad y largo aliento que ofrecía esta última. Pero no contaba con la variante española del Gobierno de Jueces que tiene lo peor de las dos vertientes: justicia ad hoc, de conveniencia política y uso discrecional de las leyes por quienes deberían ser los más escrupulosos con ellas. Han hurgado en la panoplia de tipos penales para convertir a unos agentes políticos electos y líderes sociales no violentos en delincuentes, con la ayuda del sistema propagandista de medios de comunicación. La justicia española funciona… mal y reprime injustamente.
La judicatura
Ad intra de la sentencia hay algunos factores a mencionar.
Por un lado, es hegemónica en la cúpula de la judicatura una extracción social de elites que se perpetúan, régimen tras régimen, y se cooptan, con predominio conservador cuando no reaccionario y, dado el sistema de promoción, con lealtades o funcionalidades a los partidos del bipartidismo. Por ello están a años luz de las versiones progresistas del uso alternativo del Derecho o la justicia transicional.
Por otro lado, en la judicatura es predominante el componente étnico de la nación mayoritaria (española) y, por supuesto, unánime la lealtad a la nación española con rechazo activo a que se construya otro demos (catalán o vasco), diferente al español. No se parece al esfuerza de neutralidad de la judicatura canadiense o británica. ¡Hop! Se resuelve el dilema diciendo que España es la casa de todos, la casa común (te guste o no, y porque lo digo yo) sin ser ello cierto para unos cuantos millones de españoles (catalanes, vascos, y no pocos gallegos, canarios, andaluces, valencianos, mallorquines…) que nunca lo fueron, o dejaron subjetivamente de serlo, y sienten excluida su propia soberanía popular. Nunca mejor dicho, son juez y parte en lo que a ese tema político se refiere. Este tipo de judicatura no está cualificada y es un obstáculo para el progreso de la historia porque lo suyo es solo la ley fijada. Los cambios nunca se originan en las leyes; las superan.
En esta ocasión la sede judicial se transformó en el palenque en el que chocaron juzgadores y juzgados en torno a dos identidades nacionales (la española que cuenta con Estado y entiende como un desafío que alguien no la acepte, buscando imponerla, y la catalana emergente, desde el sentimiento colectivo mayoritario en Catalunya y que se sabe subalterna y maltratada) y dos legitimidades (los jueces al Estado español y a la nación catalana los encausados, pensando de buena fe que dentro de la legalidad y de forma pacífica cualquier proyecto era posible).
Son dos imaginarios: el uno autoritario y etnicista y el otro proyectivo y de futuro que incluye el mestizaje catalán como un dato y un valor republicano. Están situados en órbitas opuestas e inmiscibles. Un choque de legitimidades, legalidades y lealtades que no pueden reconocerse mutuamente, y sin puentes, hoy por hoy. Esta herida infligida a la casa catalana será traumática y de consecuencias duraderas.
La involución permanente
El tema viene de lejos. El régimen del 78, nacido de un pacto espurio y en falso, no ha hecho sino degenerar desde su origen. Si Trotsky teorizó sobre la revolución permanente para alcanzar y asentar el socialismo, cabría caracterizar el proceso español desde la Transición como de involución permanente, de esclerosis degenerativa del sistema político cuando no de nostalgia por el pasado. Solo recuerdo una etapa de parcial alivio: el primer Gobierno Zapatero.
La transición ya se basó en la negativa a los derechos nacionales, el disciplinamiento de las reivindicaciones sociales, la monarquía impuesta, la amnistía a los franquistas y el olvido. Sin embargo se legitimó en las consultas de la Constitución Española y de los Estatutos de Autonomía, entendidos como pactos de mínimos que, a la postre, resultaron tan incumplidos como de máximos.
Pero ya desde su inicio sufrió un proceso involutivo con diferentes hitos y giros de tuerca, como clavos que remachan la degeneración de un régimen cada vez menos democrático y más cerca de un modelo autoritario no populista (sin líderes carismáticos).
El primer clavo fue la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico LOAPA en 1982 que recibió el impulso definitivo con el tejerazo de 1981 entendido, a la postre, como un aviso militar a navegantes. Se reinstauró la recentralización. Le acompañaron el recorte sistemático de derechos sociales.
Le siguió –segundo clavo- el terrorismo de Estado de los 80 del que su responsable sigue impune y sus correligionarios siguen silbando hacia el cielo sin decir que matar desde el Estado estuvo mal.
El tercer clavo fueron las legislaciones antiterroristas cada vez más duras y menos garantistas que se aplicaron, por oportunidad política, bastante más allá de aquella ETA que, con su crueldad inútil, traumatizó Euskal Herria durante décadas. En la versión teorizada por Garzón, se convirtió en legislación ad hoc contra un sector -ilegalización de la izquierda abertzale, cárcel para su dirección…- y de aplicación ampliada –EGIN, Egunkaria…- incluyendo amagos contra las instituciones vascas en la etapa de Mayor Oreja. El PP nunca pidió perdón por ello, y aún menos se demarcó de sus raíces franquistas ni asumió su responsabilidad en la represión y miseria colectiva entre 1936 y 1976.
Le siguió -cuarto clavo- la negativa en 2005 al diálogo sobre un Estatuto Político (Plan Ibarretxe) que no era de independencia, nacido de una mayoría parlamentaria. El TC amartilló el quinto clavo con la prohibición de la consulta popular propuesta en 2008 por el Gobierno Vasco sobre el futuro del país.
El sexto clavo ya desbordó Euskal Herria –fuimos un campo de experimentación autoritaria- y abarcó a toda la ciudadanía española, ante el empuje de los movimientos del 15M y anti-desahucios. Se adoptó una visión expansiva del desorden público para cualquier opinión alternativa mediante la Ley de Seguridad Ciudadana o Ley Mordaza de 2015 igualmente aplicadas a piquetes sindicales.
A partir de ahí las involuciones llevan el sello de la represión política contra las reivindicaciones catalanas con cuatro clavos más: la sentencia del TC en 2010, la represión del 1-O de 2017, la aplicación del artículo 155 y esta última sentencia del 14-10-2019 como remache de tanta infamia.
Una casa común tan inhóspita -casi en ruinas- como ajena y en la que no cabe la esperanza tras esta sentencia.
14/10/2019
Ramon Zallo Profesor Emérito y miembro de Demokrazia Bai.
Viento Sur
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