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Una breve lección de historia para el primer ministro canadiense Justin Trudeau, por Michael Jabara Carley
- El primer ministro británico Neville Chamberlain
La declaración del primer ministro canadiense Justin Trudeau sigue esa línea. Veamos algunos pasajes:
«El Día de la cinta negra marca el sombrío aniversario del Pacto Ribbentrop-Molotov». Firmado entre la Unión Soviética y la Alemania nazi en 1933 para dividir Europa central y oriental, ese pacto tristemente célebre abrió el camino a las espantosas atrocidades perpetradas por esos regímenes. Durante los años posteriores, los regímenes soviético y nazi despojaron países de su autonomía, forzaron familias a huir de sus hogares y desgarraron comunidades enteras, principalmente comunidades judías y roms. Provocaron sufrimientos inmensos en toda Europa mientras que millones de personas eran asesinadas sin razón o privadas de sus derechos, de sus libertades y de su dignidad.» [1]Se supone que esa declaración resume las causas y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, pero en realidad sólo ofrece una parodia de lo que realmente aconteció en los años 1930 y durante los años de la guerra. Se trata de una «historia falsificada» por razones políticas. Es, en realidad, toda una red de mentiras.
Comencemos por el principio. En enero de 1933, el presidente Paul von Hindenburg nombra a Adolf Hitler canciller [jefe de gobierno] de Alemania. En pocos meses, el gobierno de Hitler declara ilegales los partidos comunista y socialista alemanes y comienza a instaurar un Estado de partido único. Gracias al Tratado de Rapallo, firmado en 1922, el gobierno soviético había mantenido hasta entonces relaciones correctas o tolerables con la Alemania de Weimar. Pero el nuevo gobierno alemán renuncia a esa política e inicia una campaña de propaganda contra la Unión Soviética y sus representantes diplomáticos, comerciales y de negocios que trabajan en Alemania. Los nazis perpetran en ocasiones actos de vandalismo contra instalaciones comerciales soviéticas y golpean brutalmente a sus empleados.
En Moscú, saltan entonces las alarmas. Diplomáticos soviéticos, principalmente el comisario del pueblo para los Asuntos Exteriores, habían leído el libro de Hitler, Mein Kampf. Convertido en un éxito de librería en Alemania, Mein Kampf era un objeto indispensable para adornar la chimenea o la mesa del salón en todo hogar alemán. Para aquellos que lo ignoran, en Mein Kampf los judíos constituyen –junto con los eslavos– la categoría de los Untermenschen, subhumanos destinados únicamente a la esclavitud o que ni siquiera merecen vivir. Pero el genocidio nazi no iba a dirigirse sólo contra los judíos. Los territorios soviéticos al este del Ural también debían ser propiedad de los alemanes. Francia también estaba entre los enemigos naturales que habría que eliminar.
«¿Y el libro de Hitler?» Litvinov hacía a menudo esa pregunta a los diplomáticos alemanes en Moscú. Y estos respondían: «No hay que prestar atención a eso. Hitler no piensa realmente lo que escribe.» Litvinov sonreía cortesmente pero no creía lo que le respondían.
En diciembre de 1933, el gobierno soviético instaura oficialmente una nueva política de seguridad colectiva y de asistencia mutua para resistir frente a la Alemania nazi. ¿Qué significaba realmente aquella política? La idea del gobierno soviético era reconstituir las fuerzas de la Entente que se habían enfrentado a Alemania durante la Primera Guerra Mundial y que estarían conformadas por Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos e incluso por la Italia fascista. Aunque no se decía abiertamente, aquella nueva política era una estrategia de contención y de preparación de la guerra contra la Alemania nazi, si fracasaba la contención.
En octubre de 1933, Stalin envía su ministro de Exteriores Litvinov a Estados Unidos para negociar el reconocimiento de la Unión Soviética por parte de Estados Unidos. Litvinov se entrevista con el nuevo presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, sobre la cuestión de la seguridad colectiva para enfrentar el Japón imperial y la Alemania nazi. Las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos entran entonces en una fase favorable. Pero en 1934 el Departamento de Estado –donde todos eran, con sólo algunas excepciones, anticomunistas– sabotea el acercamiento que Litvinov y Roosevelt habían iniciado.
Simultáneamente, diplomáticos soviéticas abordaban el tema de la seguridad colectiva con el ministro de Exteriores de Francia, Joseph Paul-Boncour. En 1933 y 1934, Paul-Boncour y su sucesor, Louis Barthou, desarrollaron relaciones más estrechas con la URSS. Aquel acercamiento se explicaba por una razón muy simple: ambos países se sentían amenazados por la Alemania nazi. Pero las muy prometedoras relaciones franco-soviéticas fueron saboteadas por Pierre Laval, sucesor de Barthou, después de la muerte de este último, en octubre de 1934, en el atentado perpetrado en Marsella contra el rey Alejandro I de Yugoslavia. Laval era un anticomunista que prefería un acercamiento a la Alemania nazi y renunció al acercamiento a la URSS y a la política soviética de seguridad colectiva. Laval no era favorable al pacto franco-soviético de asistencia mutua, que fue finalmente firmado en enero de 1936 pero cuya ratificación por la Asamblea Nacional francesa fue deliberadamente retrasada por Laval. Yo acostumbro a llamar ese pacto «el cascarón vacío».
En enero de 1936, cuando Laval fue apartado del poder en Francia, el mal ya estaba hecho. Después de la derrota de Francia ante la Alemania nazi, en 1940, Laval colaboró con los nazis. Condenado a muerte por alta traición, fue fusilado en el otoño de 1945, después de la derrota nazi.
Los diplomáticos soviéticos también tenían conversaciones con Gran Bretaña para tratar de implementar un acercamiento entre los dos países. El objetivo era sentar las bases de una seguridad colectiva frente la Alemania nazi. También en este caso, esa política fue socavada, primeramente por la firma –en junio de 1935– de un acuerdo naval anglo-alemán. Era un acuerdo bilateral que autorizaba el rearme de la marina de guerra alemana. Aquel acuerdo sorprendió a franceses y soviéticos, que lo consideraron una traición británica. A principios de 1936, un nuevo ministro británico de Exteriores, Anthony Eden, puso fin al acercamiento entre británicos y soviéticos usando como pretexto la «propaganda comunista». Los diplomáticos soviéticos habían creído que Anthony Eden era «un amigo». Estaban equivocados.
A cada momento, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña interrumpían las discusiones que parecían prometedoras con la Unión Soviética. Sabiendo lo que hoy sabemos, ¿por qué harían los gobiernos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña algo en apariencia tan extraño? Porque las élites gubernamentales estadounidenses, francesas y británicas estaban tan fuertemente influenciadas por el anticomunismo y la sovietofobia que no percibían la amenaza nazi. La mayoría de aquellas élites se mostraban más bien complacientes hacia Hitler. Veían el fascismo como un bastión que defendía el capitalismo contra la expansión del comunismo y el desarrollo de la influencia soviética en Europa.
La gran pregunta que se planteaban en los años 1930 era: «¿Quién es nuestro enemigo número 1? ¿La Alemania nazi o la URSS?» Y casi siempre, aunque no en todos los casos, aquellas élites dieron a aquella pregunta la respuesta equivocada. Prefirieron acercarse a la Alemania nazi en vez de optar por la política de seguridad colectiva y asistencia mutua que les proponía la URSS. Los uniformes de cuero, el olor a sudor de decenas de miles de nazis en marcha con sus tambores, estandartes y antorchas tenían un efecto afrodisiaco para las élites inseguras de su propia virilidad y asustadas por el ascenso de la influencia soviética. El estallido de la guerra civil española, en junio de 1936, transformó la política europea en un forcejeo entre la derecha y la izquierda e hizo imposible la asistencia mutua frente a Alemania.
El caso de Italia fue particular. El gobierno soviético mantenía con Roma relaciones tolerables, a pesar de que Italia era un país fascista y Rusia un Estado comunista. Italia había luchado del lado de la Entente en la Primera Guerra Mundial y Litvinov quería atraerla a la nueva coalición que estaba tratando de formar. Pero Benito Mussolini tenía ambiciones imperialistas en el este de África, donde inició una guerra de agresión contra Abisinia, el único territorio que nunca había sido colonizado por las potencias europeas. En pocas palabras, la guerra contra Abisinia fue el principio del fin de las esperanzas de Litvinov de tener a Italia de su parte.
En Rumania, los diplomáticos soviéticos registraron varios éxitos iniciales. El ministro rumano de Exteriores, Nicolae Titulescu, era favorable a la seguridad colectiva y trabaja en estrecha colaboración con Litvinov para mejorar las relaciones sovieto-rumanas. A pesar de la hipocresía y de la mala fe de Laval, Titulescu había respaldado a Litvinov cuando este último conversaba con Francia sobre la firma del pacto de asistencia mutua. Titulescu y Litvinov abordaron la cuestión de la asistencia mutua pero las discusiones no llegaron a ningún resultado. Rumania estaba gobernada por dirigentes de extrema derecha que se oponían a mejorar las relaciones con los soviéticos. En agosto de 1936, Titulescu fue excluido de la escena política y obligado a dimitir. A partir de entonces pasó la mayoría de su tiempo en el extranjero, porque temía por su vida en Bucarest.
Al igual que el ministro de Exteriores rumano Titulescu, el presidente de Checoslovaquia, Edvard Benes, era favorable a la seguridad colectiva frente a la amenaza nazi. En mayo de 1935, Benes firmó el pacto de asistencia mutua con la URSS, pero lo modificó para no ir más allá del pacto que Francia había firmado con los soviéticos y que fue saboteado por Laval. Los checoslovacos temían a la Alemania nazi y tenían razones para ello. Pero no establecerían una alianza con la URSS sin el apoyo total de Gran Bretaña y de Francia, apoyo que nunca obtuvieron.
Checoslovaquia y Rumania miraban hacia una potencia como Francia y no irían más allá de los compromisos con la URSS aceptados por ese país. Francia, a su vez, miraba hacia Gran Bretaña. Los británicos desempeñaban entonces un papel esencial, si ellos estaban dispuestos a comprometerse, a aliarse con la URSS, todos lo harían. Sin el compromiso de los británicos, todo se venía abajo.
La Unión Soviética trató también de mejorar sus relaciones con Polonia. Pero los diplomáticos soviéticos tampoco lograron sus objetivos a causa de la firma del pacto de no agresión entre el gobierno polaco y la Alemania nazi, en enero de 1934. Los dirigentes polacos nunca disimularon su deseo de aliarse a la Alemania nazi. Polonia renunció a mejorar sus relaciones con la URSS, obstaculizó constantemente la seguridad colectiva saboteando los intentos soviéticos de crear una alianza antinazi. Peor aún, en 1938, los polacos fueron cómplices cuando los nazis desmembraron de Checoslovaquia, antes de ser ellos mismos víctimas de la agresión nazi, en 1939. Los diplomáticos soviéticos habían advertido en varias ocasiones a sus homólogos polacos que su país corría hacia la catástrofe si no cambiaba de política, que Alemania acabaría volviéndose contra Polonia para acabar con ella. Pero los polacos se reían de aquellas advertencias. Decían que los rusos eran «bárbaros» y que los alemanes eran un pueblo «civilizado». Para ellos, la opción entre ambos pueblos era por tanto evidente.
Permítanme ser claro. Los archivos no dejan espacio a dudas. El gobierno soviético ofreció seguridad colectiva y asistencia mutua a Francia, al Reino Unido, a Polonia, a Rumania, a Checoslovaquia e incluso a la Italia fascista. Pero en cada caso, las proposiciones soviéticas fueron rechazadas, incluso con desprecio en el caso de Polonia, gran elemento perturbador en la aplicación de la seguridad colectiva durante el periodo que lleva a la guerra, en 1939. En Estados Unidos, el Departamento de Estado saboteó la mejoría de las relaciones con Moscú. En el otoño de 1936, todas las negociaciones de los soviéticos a favor de una asistencia mutua habían fracasado y la URSS se vio sola. Nadie quiso aliarse con Moscú contra la Alemania nazi. Todas las potencias anteriormente mencionadas negociaron con Berlín para mantener al lobo lejos de sus propias puertas. Checoslovaquia también lo hizo. Dicho o no, la idea era utilizar contra la Unión Soviética las ambiciones de Hitler.
Vino entonces «la traición de Munich», en septiembre de 1938. Gran Bretaña y Francia entregaron Checoslovaquia a Alemania. «Paz a toda costa», declaró Neville Chamberlain, el primer ministro británico. Polonia obtuvo una modesta parte del botín a través de ese acuerdo vergonzoso. Winston Churchill la comparaba a «un chacal». En febrero de 1939, el Manchester Guardian estimaba que Munich consistía en vender a los amigos para comprar al enemigo. Esa descripción es exacta.
Pero en 1939 aún subsistía una última oportunidad de firmar el pacto de asistencia mutua entre el Reino Unido, Francia y la URSS contra la Alemania nazi. Yo suelo a llamar esto «la alianza que nunca existió». En abril de 1939, el gobierno soviético todavía propuso a Francia y Gran Bretaña una alianza militar y política contra la Alemania nazi. Las condiciones para la constitución de aquella alianza fueron presentadas por escrito a París y a Londres. En el otoño de 1930, la guerra ya parecía inevitable. Lo que quedaba de Yugoslavia desapareció en marzo, devorado por el ejército alemán. En aquel mes, Hitler afirmaba que los alemanes poblaban la ciudad de Memel, en Lituania. En abril, un sondeo de Gallup realizado en Gran Bretaña y Francia reveló que gran parte de la población británica y francesa era favorable a una alianza con la Unión Soviética. Churchill, quien era entonces un simple diputado, declaraba en la Cámara de los Comunes que sin la URSS no sería posible defenderse de los alemanes.
Se podría pensar entonces que, lógicamente, los dirigentes británicos y franceses aceptarían de inmediato las propuestas de los soviéticos. Pero no fue eso lo que sucedió. El ministerio de Exteriores británico rechazó la proposición soviética de alianza tripartita. Francia, tuvo que alinearse a regañadientes con la posición británica. Litvinov fue separado de sus funciones como Comisario del Pueblo para las Relaciones Exteriores y ese cargo pasó a manos de Viacheslav M. Molotov, fiel segundo de Stalin. La política soviética se mantuvo sin cambios por un tiempo. En mayo, Molotov envió a Polonia un mensaje donde precisaba que, si aquel país así lo quería, el gobierno soviético le prestaría ayuda en caso de agresión proveniente de Alemania. Por muy increíble que pueda parecer, al día siguiente de haberla recibido los polacos rechazaron la proposición de ayuda proveniente de Moscú.
A pesar de la primera negativa de los británicos a aliarse con los soviéticos, las conversaciones con vista a una alianza anglo-franco-soviética continuaron durante el verano de 1933. Pero los británicos fueron sorprendidos negociando al mismo tiempo con los alemanes para iniciar una distensión de último minuto con Hitler. Esa información fue revelada en los diarios británicos a finales de julio, momento en que Gran Bretaña y Francia se disponían a enviar delegaciones militares a Moscú para comprometerse a iniciar la alianza. La noticia provocó un verdadero escandalo en Londres, lo cual hizo dudar a los soviéticos de la buena fe de británicos y franceses. Fue en ese momento cuando Molotov comenzó a interesarse en las proposiciones de acuerdos de los alemanes.
El escándalo iniciado por los periódicos británicos fue el primero de una larga serie. Las delegaciones militares franco-británicas partieron hacia Moscú a bordo de un barco comercial fletado con ese fin y que navegaba muy lentamente, a una velocidad máxima de 30 nudos. Un responsable del ministerio británico de Exteriores había sugerido embarcar las delegaciones en una flota de cruceros de la Royal Navy, como medio de transmitir un mensaje. El ministro británico de Exteriores, Lord Halifax, estimó que aquella idea era demasiado provocadora y es por eso que las delegaciones de Francia y del Reino Unido partieron a bordo de un barco comercial… que demoró 5 días en llegar a la URSS. En un contexto donde la guerra podía estallar en cualquier momento, 5 días pesaban mucho en la balanza.
¿Podía aquella situación ser más grotesca? Sí podía serlo. El jefe negociador británico, almirante Reginald Drax, no estaba autorizado a firmar ningún acuerdo con la parte soviética. Del lado francés, su colega, el general Joseph Doumenc, sólo contaba con una vaga carta del presidente del Consejo de Ministros que lo autorizaba a negociar pero tampoco podía firmar un acuerdo. De hecho, eran representantes de bajo rango. Del lado soviético, por el contrario, estaba el Comisario del Pueblo para la Guerra, dotado de plenos poderes. «Todo indica hasta ahora que los negociadores militares soviéticos están realmente dispuestos a entrar en negocios», informaba el embajador británico en Moscú. Contrariamente a los negociadores militares soviéticos, los británicos tenían órdenes de «ir muy lentamente». Cuando el almirante Drax se reunió con el ministro británico de Exteriores, antes de partir para Moscú, le preguntó sobre «la posibilidad de fracaso» de las negociaciones. «Hubo un silencio breve pero impresionante y el ministro británico de Exteriores señaló entonces que sería preferible alargar las negociaciones por el mayor tiempo posible». Por su parte, el general francés Doumenc resaltó que lo habían enviado a Moscú «con las manos vacías». Ninguno de los dos tenía nada que ofrecer a los negociadores soviéticos. Los británicos podrían enviar a Francia 2 divisiones si estallaba una guerra en Europa. El Ejército Rojo podía movilizar muy rápidamente 100 divisiones y las fuerzas soviéticas acababan precisamente de vencer a los japoneses luego de duros combates en la frontera de Manchuria. Stalin no podía creer lo que estaba oyendo. «Esa gente no es seria», concluyó. Y tenía razón. Los dirigentes franceses y británicos tomaban a Stalin por un tonto, lo cual fue un error.
Después de tanta hipocresía y de tanta mala fe, ¿qué habría hecho usted si hubiese estado en lugar de Stalin o en el lugar de cualquier dirigente ruso?
Veamos, por ejemplo, el caso de los polacos. Sabotearon la diplomacia soviética en Londres, en París, en Bucarest, en Berlín e incluso en Tokio… los polacos sabotearon los esfuerzos de los soviéticos cada vez que tuvieron la oportunidad de hacerlo. Incluso compartieron con Hitler el botín del desmembramiento de Checoslovaquia. En 1939, trataron de descarrilar, en el último minuto, una alianza antinazi que la URSS había firmado.
Sé que todo esto puede parecer increíble, como un giro increíble en una mala novela, pero es la pura realidad. Sin embargo, los polacos se atrevieron a afirmar que los soviéticos los traicionaron a ellos. Estamos ante la zorra que acusa a las gallinas. Los propios dirigentes polacos llevaron su país y su pueblo a la catástrofe. Y hoy nos encontramos nuevamente ante aquella vieja Polonia. El gobierno polaco conmemora el inicio de la Segunda Guerra Mundial invitando las antiguas potencias del Eje a Varsovia. Pero ignora a Rusia y al Ejército Rojo, que liberaron Polonia pagando un alto precio en vidas. Eso es un hecho histórico que los nacionalistas polacos simplemente no quieren oír y se esfuerzan por borrarlo de nuestras memorias.
Después de haber tratado, ¡durante casi 6 años!, de crear en Europa una amplia coalición antinazi –principalmente con Reino Unido y con Francia–, el gobierno soviético se hallaba solo, con las manos vacías. A finales de 1936, la URSS se veía sola. Incluso entonces los diplomáticos soviéticos seguían tratando de obtener un acuerdo con Francia y Gran Bretaña. Los británicos, los franceses, los rumanos, los checoslovacos y sobre todo los polacos habían saboteado, rechazado o esquivado las propuestas y acuerdos planteados por los soviéticos… pero trataron de salvar su propio pellejo poniéndose de acuerdo con Berlín. Era como si con sus comentarios humorísticos y sus sonrisas corteses estuvieran haciéndole un favor a Moscú y a los diplomáticos soviéticos que les hablaban de Mein Kampf y del peligro nazi. El gobierno soviético temía no ser escuchado y verse obligado a luchar sólo contra el ejército de la Alemania nazi mientras que franceses y británicos asistían pasivamente a la lucha desde el oeste. En definitiva, eso fue exactamente lo que hicieron los franceses y los británicos cuando Polonia cayó, a principios de septiembre, en unos pocos días, en manos de los invasores nazis. Si Francia y Gran Bretaña no movían ni un dedo para ayudar a Polonia, ¿acaso lo harían cuando la URSS necesitara ayuda? Esa es la pregunta que seguramente se hicieron Stalin y sus colegas del gobierno soviético.
El pacto germano-soviético, o Pacto Ribbentrop-Molotov, fue resultado del fracaso de casi 6 años de esfuerzos soviéticos por formar una coalición antinazi con las potencias occidentales. Aquel pacto era impresentable. Fue una especie de “sálvese quién pueda” soviético y contenía una cláusula secreta que preveía la creación de «esferas de influencia» en Europa oriental «en caso de modificaciones territoriales y políticas». Pero no era peor que lo que franceses y británicos habían hecho en Munich. «C’est la réponse du berger à la bergère» [2], observó el embajador de Francia en Moscú. El desmembramiento de Checoslovaquia era sólo el preludio de lo que vendría después. Como bien dijo hace tiempo el fallecido historiador británico A. J. P. Taylor: los duros reproches de los occidentales a la URSS «provenían de los mismos dirigentes occidentales que habían ido a Munich… En realidad, los rusos sólo hicieron lo que los dirigentes occidentales esperaban haber hecho. La amargura de los occidentales era la amargura de la decepción, mezclada con cólera porque las declaraciones del comunismo no habían sido más sinceras que sus propias declaraciones de democracia [en cuanto a tratar con Hitler].»
Siguió entonces un periodo de apaciguamiento soviético hacia la Alemania nazi no menos presentable que la política anglo-francesa de apaciguamiento que le precedió. Stalin cometió entonces un enorme error de cálculo al no tener en cuenta los avisos de su propio servicio de inteligencia militar sobre una invasión nazi contra la URSS. No pensó que Hitler cometería la locura de invadir la Unión Soviética siendo todavía Gran Bretaña una potencia beligerante. ¡Cuán equivocado estaba! El 22 de junio de 1941, las potencias del Eje invadieron la Unión Soviética con una enorme fuerza militar a todo lo largo de un frente que se extendía desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro.
Era el inicio de la Gran Guerra Patria, 1 418 días de la más horrenda e intensa violencia. Gran Bretaña y Estados Unidos finalmente se aliaron a la URSS para combatir la Alemania nazi en lo que se denominó como la alianza de los Tres Grandes (Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS). Francia había desaparecido, aplastada por el ejército alemán en la debacle militar de mayo de 1940. Durante los primeros 3 años de lucha, desde junio de 1941 hasta junio de 1944, el Ejército Rojo luchó prácticamente solo contra el ejército nazi alemán. Aunque Stalin había hecho todo lo posible por evitar que los soviéticos se quedaran solos ante la Alemania de Hitler, finalmente esa fue la situación que tuvo que enfrentar, con el Ejército Rojo luchando prácticamente solo contra la Wehrmacht y las demás potencias del Eje.
Stalingrado marcó el cambio en el curso de la guerra, 16 meses antes del desembarco de los Aliados occidentales en Normandía. Veamos lo que el presidente Roosevelt escribió a Stalin el 4 de febrero de 1943, el día después de la rendición de las últimas fuerzas alemanas en Stalingrado:
«Como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de América, le felicito a usted por la brillante victoria de los ejércitos bajo su mando en Stalingrado. Los 162 días de épica lucha por el control de la ciudad que siempre supo honrar el nombre de usted y el resultado decisivo que todos los estadounidenses celebran hoy serán recordados con orgullo por los pueblos unidos contra el nazismo y sus émulos. Los comandantes y combatientes de sus ejércitos en el frente y los hombres y mujeres que les aportaron su apoyo, en las fábricas y los campos, se unieron, no sólo para que se cubrieran de gloria las divisiones de su país sino también para inspirar, con su ejemplo, a todas las Naciones Unidas a poner todos sus esfuerzos en función de la derrota final y de la rendición incondicional del enemigo común.»Al mismo tiempo, Churchill señalaba a Roosevelt:
«Oiga, ¿quién está luchando realmente en este momento? ¡Stalin está luchando solo! Y mire usted cómo está luchando…»Sí, en realidad, no deberíamos, ni siquiera hoy, al cabo de los años, olvidar como luchó el Ejército Rojo.
Entre junio de 1941 y septiembre de 1943, no hubo ni una división estadounidense, británica o canadiense luchando en suelo de Europa continental, ¡ni una! La lucha en el norte de África era sólo algo secundario ya que los anglo-americanos se enfrentaron allí a 2 divisiones alemanas mientras que en el frente soviético había más de 200 divisiones alemanas. La campaña italiana, que comenzó en septiembre de 1943 fue un fiasco que paralizó más divisiones aliadas que divisiones alemanas. Cuando los aliados occidentales por fin llegaron a Francia, el ejército de Hitler ya era sólo la sombra de lo que había sido. El ejército alemán ya no era ni remotamente tan poderoso como cuando cruzó las fronteras soviéticas, en junio de 1941. El desembarco de los aliados en Normandía fue un anticlímax, hecho posible únicamente por el Ejército Rojo y no fue en nada la batalla supuestamente «decisiva» de la Segunda Guerra Mundial que hoy nos describen los medios de difusión occidentales.
En la Unión Soviética, los alemanes saquearon, quemaron, asesinaron sistemáticamente y emprendieron un verdadero genocidio contra el pueblo soviético y contra los eslavos, exactamente en la misma medida que contra los judíos. Se estima que [en la Unión Soviética] 17 millones de civiles murieron a manos de los ejércitos nazis y de sus colaboradores ucranianos y bálticos. Diez millones de soldados del Ejército Rojo dieron sus vidas para liberar la Unión Soviética y el este de Europa y hacer retroceder la bestia nazi hasta su madriguera de Berlín. Gran parte del suelo soviético, desde Stalingrado –en el este– hasta el Cáucaso y Sebastopol –en el sur– así como hasta las fronteras de Rumania, de Polonia y de los países bálticos –en el oeste y el norte– quedó arrasado. Los nazis cometieron masacres contra civiles en Oradour-sur-Glane (Francia) o en Lídice (Checoslovaquia), pero en la Unión Soviética, en Bielorrusia y en Ucrania perpetraron cientos de masacres en lugares cuyos nombres ni siquiera conocemos o que sólo aparecen en archivos soviéticos que nadie se ha molestado en investigar, y mucho menos en publicar. Sin importar cuáles sean los pecados, malos manejos u errores que el gobierno soviético pudo haber cometido entre septiembre de 1939 y junio de 1941, lo cierto es que fueron ampliamente expiados con el colosal sacrificio y la victoria de las armas soviéticas ante la Alemania hitleriana.
A la luz de esos hechos, la declaración formulada el 23 de agosto por el primer ministro canadiense Justin Trudeau constituye una propaganda anti-rusa motivada por razones políticas que están lejos de ser útiles a los intereses nacionales de Canadá. Trudeau insultó gratuitamente no sólo al gobierno de la Federación Rusa sino también a todos los rusos cuyos padres y abuelos lucharon en la Gran Guerra Patria. Trudeau quiso deslegitimar la naturaleza liberadora de la guerra que libró la URSS contra el invasor hitleriano y de desacreditar así el esfuerzo el sacrificio de los soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial.
La declaración de Trudeau sólo sirve a los intereses de su ministra de Exteriores, de origen ucraniano –la señora Chrystia Freeland–, notoria rusófoba que rinde homenaje a su difunto abuelo, colaborador ucraniano de los nazis en la Polonia ocupada por la Alemania hitleriana. La señora Chrystia Freeland apoya al régimen que se instaló en Kiev como resultado del golpe de Estado violento de Maidan contra el presidente que los ucranianos habían elegido, régimen que contó además con el respaldo de milicias fascistas y con el apoyo extranjero de la Unión Europea y de Estados Unidos. Aunque parezca absurdo, ese régimen celebra los actos cometidos por los cómplices de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, considerados ahora como héroes nacionales.
El primer ministro canadiense necesita desesperadamente que alguien le dé una lección de historia, antes de que vuelva a insultar al pueblo ruso, desacreditando al mismo tiempo los sacrificios de los soldados y de los marinos canadienses que se aliaron a la URSS en la lucha contra el enemigo común.
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