¿Hubo alguna vez un tiempo sólido? Probablemente no,
sobre todo si nos empeñamos en entender y aplicar la metáfora de la
solidez en términos absolutos. No hay nada en términos humanos que no se
resquebraje y se desmorone con el transcurso del tiempo, ese gran
escultor, que decía Marguerite Yourcenar. En los términos políticos que
constituyen aquí nuestra referencia, bien puede decirse por ejemplo que
imperios, dominios e instituciones de la más variada índole han ido
sucumbiendo a lo largo de la historia. Aunque conviene recordar que la
estabilidad y pervivencia de algunas de esas creaciones se midieron por
siglos, una hazaña que ya no volverán a contemplar los ojos humanos.
Lo que distingue a la época contemporánea en este sentido es el predominio del cambio sobre la permanencia y ello en todos los órdenes de la existencia, de modo que podemos decir que hemos trocado en la vida cotidiana la lentitud por la velocidad o, desde una perspectiva general, la estabilidad por el dinamismo, hasta hacer de esa transformación continua un valor en sí mismo, lo cual genera un coste que a veces se nos hace oneroso admitir. Hasta en los máximos profetas de la revolución es apreciable una llamada de atención al menos ambivalente: ya lo pergeñó Marx y lo desarrolló Marshal Berman, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
De lo sólido fracturado pasamos a lo líquido, o sea, la metáfora de la liquidez acuñada por Zygmunt Bauman para caracterizar nuestra época. Como se ha hecho habitual de un tiempo a esta parte, las expresiones felices sufren un uso que degenera en abuso, convirtiéndolas en muletillas o, como decían los escolásticos, en flatus vocis —conceptos vacíos—, pero aún así la identificación con la liquidez sigue resultando altamente reveladora del cambio del paradigma. Solo un inconveniente: la aceleración brutal de los últimos decenios ha dejado obsoleta la equiparación y ahora se precisa un recambio, quizá una apelación a lo gaseoso que, por otra parte, sería coherente con una realidad cada vez más virtual en la que todo lo importante radica no en la tierra, sino en la nube.
Ya en el siglo IV a.C., el sofista Gorgias estableció las tres tesis fundamentales del escepticismo: “Nada existe; si algo existiera, sería incognoscible; si existiera y fuera cognoscible, sería incomunicable”. Aplicado a nuestra época quedaría así: la verdad —de cualquier tipo— no existe; si existiese, bórrala de inmediato de tu conciencia; si existe y no la puedes borrar, miente como un bellaco. No estoy descubriendo nada que no hayan dicho ya otros príncipes de nuestra época, poniendo al día las enseñanzas de Maquiavelo: sin ir más lejos, el propio Goebbels, cuando se ufanaba de las virtudes taumatúrgicas de las mentiras mil veces repetidas.
En la segunda mitad del siglo XX las convulsiones sociales y políticas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial llevaron a Norman Cantor a caracterizar el período como “la era de la protesta”. Ya en su época la protesta había perdido los perfiles épicos de los siglos anteriores, cuando se dirimían cuestiones casi de vida o muerte. En el Occidente próspero las protestas eran por lo general para ensanchar derechos, lo cual vino a significar en última instancia privilegiar el reconocimiento de los mismos muy por encima de las obligaciones o deberes que debían llevar aparejados.
De ahí resultó que el Estado —llamado significativamente del bienestar— asumió unos deberes inalienables, exonerando en buena medida a los individuos del cumplimiento de muchas obligaciones o contribuciones sin las cuales aquellos no tenían sentido o eran simplemente insostenibles. Educación, sanidad, pensiones, subsidios, servicios sociales, prestaciones variopintas y un largo etcétera pasaron a formar parte del orden administrativo. Como suele suceder en esos casos, todo el proceso vino acompañado de unos profundos cambios en la mentalidad social. El Estado protector devino casi un padre para unos ciudadanos que cada vez más se autoconcebían como seres frágiles y desvalidos.
Como es sabido, entre niños casi todo está permitido o, por lo menos, las cosas carecen de los perfiles graves que se atribuyen al mundo de los adultos. La progresiva infantilización de la sociedad occidental —una realidad incontrovertible en todos los órdenes— ha llevado a una relajación moral y una debilidad intelectual en la que todo vale, las responsabilidades se diluyen y en última instancia nada importa mucho. Se ha generalizado por ejemplo la solicitud de perdón hasta para las mayores atrocidades. No es extraño oír que un determinado grupo terrorista o unos asesinos concretos… ¡no han perdido perdón aún a sus víctimas! Se supone que estas les quedarán eternamente agradecidas cuando lo hagan.
Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal a propósito del juicio a Adolf Eichmann. Sin ánimo alguno de ironía creo que debía hablarse también de banalidad del bien para describir el mundo que vivimos, pues los polos morales han perdido su sentido. Como en el juego de policías y ladrones, los roles se han hecho intercambiables. Todo depende de quién establece las reglas y de las circunstancias que, como todo el mundo sabe, son cambiantes por definición. Ahora, de consuno, el populismo y el nacionalismo han modificado a su conveniencia el sistema de valores: no es extraño por ello que haya calado la especie de que la supuesta voluntad popular está por encima de cualquier regla. Algunos han alertado ya que ese criterio nos lleva al abismo.
Perseguir la verdad parece objetivo anticuado, si no inviable en su propia formulación y, en todo caso, se antoja tarea ingrata que puede ser sustituida favorablemente por una difusa veracidad, antesala a su vez —en una degradación que no sabemos cómo y cuándo terminará— por la simple verosimilitud. En este contexto se ha popularizado la conceptuación de fake news, es decir, lo que siempre hemos concebido como bulos, solo que ahora multiplicados exponencialmente en su difusión por obra y gracia de los recursos informáticos y el mundo globalizado. Pero en este marco se diluye también la diferencia entre el bulo y la realidad (y ello en el supuesto, claro está, de que podamos acceder a esta).
Hasta hace bien poco si no la promesa, que siempre tendía a disolverse en un futuro impreciso, por lo menos el compromiso y la palabra dada eran sólidos valores que asentaban la responsabilidad política. Hoy sabemos que ya no es así. Un gobernante puede decir una cosa y su contraria no en cuestión de días sino de horas, y puede hacerlo sin despeinarse y por supuesto sin que pase nada. El acceso a las responsabilidades públicas quedaba antes confinado, si no exactamente a los mejores, al menos a los técnicamente cualificados. Hoy nadie esconde que es un sistema de colocación de amigos y correligionarios, en un nepotismo desenfrenado que ya no se avergüenza en absoluto de presentarse como tal.
Suele decirse que la democracia es el menos malo de todos los regímenes, entre otras cosas porque conlleva los mecanismos de regulación y mejora. Pero si el sistema democrático es perfectible, ello implica necesariamente que también es susceptible de quebranto y deterioro. La era de la trivialidad conlleva una propensión lúdica y una cierta anomia social, un mundo en el que, como decía el viejo Heráclito de Éfeso, panta rei, todo pasa. Pero incluso si aceptamos la concepción de lo público como “juego político”, observemos que ningún juego admite que cada cual haga lo que le parezca y mucho menos que se salte las reglas a su conveniencia. En algún momento habrá que ponerse serio y entre tanta cachaza recordar la conocida sentencia popular: o jugamos todos —respetando las reglas, claro— o se rompe la baraja.
Foto: Mark Flanders
Lo que distingue a la época contemporánea en este sentido es el predominio del cambio sobre la permanencia y ello en todos los órdenes de la existencia, de modo que podemos decir que hemos trocado en la vida cotidiana la lentitud por la velocidad o, desde una perspectiva general, la estabilidad por el dinamismo, hasta hacer de esa transformación continua un valor en sí mismo, lo cual genera un coste que a veces se nos hace oneroso admitir. Hasta en los máximos profetas de la revolución es apreciable una llamada de atención al menos ambivalente: ya lo pergeñó Marx y lo desarrolló Marshal Berman, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
De lo sólido fracturado pasamos a lo líquido, o sea, la metáfora de la liquidez acuñada por Zygmunt Bauman para caracterizar nuestra época. Como se ha hecho habitual de un tiempo a esta parte, las expresiones felices sufren un uso que degenera en abuso, convirtiéndolas en muletillas o, como decían los escolásticos, en flatus vocis —conceptos vacíos—, pero aún así la identificación con la liquidez sigue resultando altamente reveladora del cambio del paradigma. Solo un inconveniente: la aceleración brutal de los últimos decenios ha dejado obsoleta la equiparación y ahora se precisa un recambio, quizá una apelación a lo gaseoso que, por otra parte, sería coherente con una realidad cada vez más virtual en la que todo lo importante radica no en la tierra, sino en la nube.
La era de la trivialidad conlleva una propensión lúdica y una cierta anomia social, un mundo en el que, como decía el viejo Heráclito de Éfeso, ‘panta rei’, todo pasaA estas alturas algún lector puede pensar que estoy describiendo con términos posmodernos lo que toda la vida ha constituido el marco mental del escepticismo o, si me apuran, del relativismo gnoseológico. ¡Qué más quisiéramos! Si, para confinarnos en los límites domésticos, el propio Ortega y Gasset que, por otro lado, también tenía su vertiente frívola y vanidosa, levantara la cabeza y quisiera aggiornar su perspectivismo, quedaría espantado del panorama actual del pensamiento. Pensamiento débil, se ha dicho muchas veces desde Vattimo. ¿Débil? Parodiando a Baroja habría que decir que, en rigor, si es débil no es pensamiento y si es pensamiento (en el sentido de filosofía), no puede ser débil sin absoluto menoscabo del mismo.
Ya en el siglo IV a.C., el sofista Gorgias estableció las tres tesis fundamentales del escepticismo: “Nada existe; si algo existiera, sería incognoscible; si existiera y fuera cognoscible, sería incomunicable”. Aplicado a nuestra época quedaría así: la verdad —de cualquier tipo— no existe; si existiese, bórrala de inmediato de tu conciencia; si existe y no la puedes borrar, miente como un bellaco. No estoy descubriendo nada que no hayan dicho ya otros príncipes de nuestra época, poniendo al día las enseñanzas de Maquiavelo: sin ir más lejos, el propio Goebbels, cuando se ufanaba de las virtudes taumatúrgicas de las mentiras mil veces repetidas.
En la segunda mitad del siglo XX las convulsiones sociales y políticas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial llevaron a Norman Cantor a caracterizar el período como “la era de la protesta”. Ya en su época la protesta había perdido los perfiles épicos de los siglos anteriores, cuando se dirimían cuestiones casi de vida o muerte. En el Occidente próspero las protestas eran por lo general para ensanchar derechos, lo cual vino a significar en última instancia privilegiar el reconocimiento de los mismos muy por encima de las obligaciones o deberes que debían llevar aparejados.
De ahí resultó que el Estado —llamado significativamente del bienestar— asumió unos deberes inalienables, exonerando en buena medida a los individuos del cumplimiento de muchas obligaciones o contribuciones sin las cuales aquellos no tenían sentido o eran simplemente insostenibles. Educación, sanidad, pensiones, subsidios, servicios sociales, prestaciones variopintas y un largo etcétera pasaron a formar parte del orden administrativo. Como suele suceder en esos casos, todo el proceso vino acompañado de unos profundos cambios en la mentalidad social. El Estado protector devino casi un padre para unos ciudadanos que cada vez más se autoconcebían como seres frágiles y desvalidos.
Como es sabido, entre niños casi todo está permitido o, por lo menos, las cosas carecen de los perfiles graves que se atribuyen al mundo de los adultos. La progresiva infantilización de la sociedad occidental —una realidad incontrovertible en todos los órdenes— ha llevado a una relajación moral y una debilidad intelectual en la que todo vale, las responsabilidades se diluyen y en última instancia nada importa mucho. Se ha generalizado por ejemplo la solicitud de perdón hasta para las mayores atrocidades. No es extraño oír que un determinado grupo terrorista o unos asesinos concretos… ¡no han perdido perdón aún a sus víctimas! Se supone que estas les quedarán eternamente agradecidas cuando lo hagan.
Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal a propósito del juicio a Adolf Eichmann. Sin ánimo alguno de ironía creo que debía hablarse también de banalidad del bien para describir el mundo que vivimos, pues los polos morales han perdido su sentido. Como en el juego de policías y ladrones, los roles se han hecho intercambiables. Todo depende de quién establece las reglas y de las circunstancias que, como todo el mundo sabe, son cambiantes por definición. Ahora, de consuno, el populismo y el nacionalismo han modificado a su conveniencia el sistema de valores: no es extraño por ello que haya calado la especie de que la supuesta voluntad popular está por encima de cualquier regla. Algunos han alertado ya que ese criterio nos lleva al abismo.
Perseguir la verdad parece objetivo anticuado, si no inviable en su propia formulación y, en todo caso, se antoja tarea ingrata que puede ser sustituida favorablemente por una difusa veracidad, antesala a su vez —en una degradación que no sabemos cómo y cuándo terminará— por la simple verosimilitud. En este contexto se ha popularizado la conceptuación de fake news, es decir, lo que siempre hemos concebido como bulos, solo que ahora multiplicados exponencialmente en su difusión por obra y gracia de los recursos informáticos y el mundo globalizado. Pero en este marco se diluye también la diferencia entre el bulo y la realidad (y ello en el supuesto, claro está, de que podamos acceder a esta).
Hasta hace bien poco si no la promesa, que siempre tendía a disolverse en un futuro impreciso, por lo menos el compromiso y la palabra dada eran sólidos valores que asentaban la responsabilidad política. Hoy sabemos que ya no es así. Un gobernante puede decir una cosa y su contraria no en cuestión de días sino de horas, y puede hacerlo sin despeinarse y por supuesto sin que pase nada. El acceso a las responsabilidades públicas quedaba antes confinado, si no exactamente a los mejores, al menos a los técnicamente cualificados. Hoy nadie esconde que es un sistema de colocación de amigos y correligionarios, en un nepotismo desenfrenado que ya no se avergüenza en absoluto de presentarse como tal.
Suele decirse que la democracia es el menos malo de todos los regímenes, entre otras cosas porque conlleva los mecanismos de regulación y mejora. Pero si el sistema democrático es perfectible, ello implica necesariamente que también es susceptible de quebranto y deterioro. La era de la trivialidad conlleva una propensión lúdica y una cierta anomia social, un mundo en el que, como decía el viejo Heráclito de Éfeso, panta rei, todo pasa. Pero incluso si aceptamos la concepción de lo público como “juego político”, observemos que ningún juego admite que cada cual haga lo que le parezca y mucho menos que se salte las reglas a su conveniencia. En algún momento habrá que ponerse serio y entre tanta cachaza recordar la conocida sentencia popular: o jugamos todos —respetando las reglas, claro— o se rompe la baraja.
Foto: Mark Flanders
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