En el 156 a. C. se produjo un hecho capital en la historia de
la cultura humana: la llamada embajada de los filósofos griegos a la
roma republicana. En aquello momentos la Roma republicana acababa de
derrotar al antiguo reino de Macedonia y había consagrado su hegemonía
en el mediterráneo oriental. Atenas, cuna de la filosofía y antigua
aliada de Macedonia en su lucha contra la república romana, quedó
sometida a la tutela romana y se la impuso unas duras reparaciones
económicas para con su nueva metrópoli.
En un intento desesperado por mitigar las duras condiciones impuestas, Atenas decidió enviar a una embajada con sus más eximios representantes de su cultura de entonces; Diógenes de Babilonia como representante de la llamada Stoa, Carneades escolarca de la Academia platónica y Critolao de Falensis como representante del Liceo aristotélico. Aunque el propósito de la comitiva era fundamentalmente político, convencer al Senado romano de que en Atenas podía encontrar a nuevo y sólido aliado, no tardaron los filósofos griegos en ejercer un influjo cautivador sobre la juventud romana.
Hasta ese momento, la sociedad romana, fundamentalmente agrícola y guerrera, sólo había sido capaz de producir un desarrollo intelectual de primer orden: el derecho. Sin embargo, los jóvenes romanos no tardaron en quedar prendados ante la sutileza, el poder oratorio y la densidad de las nociones griegas sobre la naturaleza, la virtud o la política. Los romanos no tardaron en darse cuenta del inmenso tesoro que poseían los griegos y que podía resultar capital para el desarrollo de la vida política romana republicana, básicamente un gobierno oligárquico con ciertos elementos democráticos expresados a través de sus “comitiae” formados por los ciudadanos romanos. Sin embargo un sector conservador de la república, capitaneado por buena parte de la clase senatorial romana, veía en la filosofía griega un peligro para la juventud romana. Las nuevas ideas que fluían desde las escuelas filosóficas griegas podían subvertir los valores tradicionales de Roma, aquellos que la habían convertido en la primera potencia del momento.
No toda la clase política romana veía con el mismo grado de inquietud la aparición en escena de esta nueva moda de pensamiento griego. La familia de los Escipiones, que gozaba de gran prestigio por su victoria sobre el imperio Cartaginés, se percató en seguida que esta nueva moda filosófica podía convertirse en un arma política fundamental con la que asegurar los resortes del poder de la república y de esta manera convertir a su clan familiar en el dominador de los designios políticos de Roma. Aunque en diversos momentos de la historia romana, la filosofía griega sería puesta en entredicho e incluso prohibida, la realidad es que ésta ejerció un influjo considerable en la mentalidad romana hasta el punto de transformarla radicalmente.
Ortega y Gasset en su obra El ocaso de las revoluciones se cuestiona sobre el papel que la difusión de ciertas ideas tiene en el desarrollo de cambios políticos, económicos y sociales de gran calado. Ortega se hace eco de este episodio que hemos descrito anteriormente para apuntalar su tesis de que el racionalismo está en la base de toda revolución política. Según su visión el populismo de los Graco que inicia la crisis final de la república romana no se entendería sin comprender previamente la influencia que las ideas de Diofante o itálico Blossius tuvieron sobre el político populista romano. Tampoco la nefasta influencia que los jacobinos tuvieron en el desenvolvimiento de la revolución francesa se entendería sin tener presente la labor de erosión de los fundamentos políticos y sociales del antiguo régimen que llevaron a cabo los philosophes français ilustrados en los salones parisinos, algo que ya puso de manifiesto el historiador francés Hyppolite Taine (1828-1893).
Traigo este episodio histórico romano a colación de la cuestión de sí el llamado marxismo cultural ha tenido o no una notable influencia en la génesis de los cambios políticos, sociales y culturales que se vienen observando en las sociedades occidentales en los últimos cincuenta años. A nadie se le escapa que el mundo cultural, político y social de 2020 en poco se parece al de hace veinte años y no digamos ya al de hace media centuria. Que hoy somos menos libres gracias al alarmismo climático, el feminismo agonal, la crítica feroz al capitalismo o la infantilización creciente de la sociedad es algo que ya pocas personas sensatas se atreven a discutir.
La cuestión radica en ponerse de acuerdo en por qué han ocurrido esos cambios. Aristóteles en su célebre metafísica caracteriza a la verdadera ciencia como un conocimiento de las causas y de los primeros principios de las cosas. Difícilmente se podrán revertir, caso de que eso sea posible, algunos de esos nefastos cambios sin conocer previamente las causas de éstos.
Para algunos intelectuales de referencia en el ámbito conservador la propia etiqueta de marxismo occidental es una invención de unos “junta letras iletrados” que no son capaces de atisbar que el globalismo es el responsable de todos los males de la posmodernidad. Un globalismo, que habría nacido de una suerte de generación espontánea o por obra y gracia de una especie de Mad Doctor llamado Georges Soros. Las ideas filosóficas, según está interpretación, tendrían un papel puramente secundario, meramente legitimador de unos propósitos político-económicos globalizadores. Incluso desde el propio ámbito de la izquierda radical que está transformando el mundo en el que vivimos, la llamada New Left, la raíz de los problemas de la contemporaneidad, su creciente narcisismo, su nihilismo atroz o su falta de fundamentación sólida obedece a una dinámica posmoderna neoliberal, donde la identidad del individuo se crea a partir de identificaciones simbólicas capitalistas (lacanianos de izquierda). Precisamente la filosofía, lejos de ser la responsable del este estado lamentable de cosas, es parte de la solución. Zizek apunta a que la filosofía ha tenido el papel de salvar a la civilización del relativismo en tres grandes momentos de la historia por la aparición de tres filósofos o pensadores capaces de diagnosticar los males de su tiempo y de enfrentar el problema del relativismo; Sócrates, Hegel y Lacan.
Mi punto de vista diverge de estas dos interpretaciones que hemos mencionado. Yo sí creo firmemente en la nefasta influencia que el llamado marxismo cultural ha ejercido y está ejerciendo en el mundo libre. Creo que el marxismo cultural es el resultado de la confluencia de tres grandes líneas de pensamiento. Por un lado, aquella interpretación del marxismo que Perry Anderson catalogara de marxismo occidental, una escuela marxista que intenta subsanar los defectos de una determinada interpretación del marxismo de corte economicista y determinista de la historia. Una interpretación que desemboca en la fusión del marxismo con otras corrientes de pensamiento como son el psicoanálisis o el idealismo. En segundo lugar, el marxismo cultural es heredero de la crítica a la cultura como forma de alienación que presenta la llamada Escuela de Frankfurt. En último lugar tenemos todas aquellas formas de pensamiento filosóficas de corte nihilista, herederas de Nietzsche, que presentan una crítica a toda forma de fundamentación del orden de valores y que buscan reemplazarlas por una acrítica afirmación de una voluntad o deseo transpersonal. Estas tres líneas confluyen en planteamientos filosóficos que van desde el llamado pensamiento débil hasta las filosofías de la diferencia de autores como Deleuze o Derrida.
Como consecuencia vivimos instalados en un mundo sin principios, ni fundamentos sólidos, donde la religión o la metafísica han dejado paso a lo que Canetti llamaba una religión del poder, donde “Dios es el poder y aquel que puede su profeta”. Un mundo monolítico, caracterizado por la existencia de aquello que Marcuse llamara una lingüística política. Es decir un orden constituido sobre la base de una neolengua que sólo permite referirse a la realidad conforme a los dictados del poder.
En un intento desesperado por mitigar las duras condiciones impuestas, Atenas decidió enviar a una embajada con sus más eximios representantes de su cultura de entonces; Diógenes de Babilonia como representante de la llamada Stoa, Carneades escolarca de la Academia platónica y Critolao de Falensis como representante del Liceo aristotélico. Aunque el propósito de la comitiva era fundamentalmente político, convencer al Senado romano de que en Atenas podía encontrar a nuevo y sólido aliado, no tardaron los filósofos griegos en ejercer un influjo cautivador sobre la juventud romana.
Hasta ese momento, la sociedad romana, fundamentalmente agrícola y guerrera, sólo había sido capaz de producir un desarrollo intelectual de primer orden: el derecho. Sin embargo, los jóvenes romanos no tardaron en quedar prendados ante la sutileza, el poder oratorio y la densidad de las nociones griegas sobre la naturaleza, la virtud o la política. Los romanos no tardaron en darse cuenta del inmenso tesoro que poseían los griegos y que podía resultar capital para el desarrollo de la vida política romana republicana, básicamente un gobierno oligárquico con ciertos elementos democráticos expresados a través de sus “comitiae” formados por los ciudadanos romanos. Sin embargo un sector conservador de la república, capitaneado por buena parte de la clase senatorial romana, veía en la filosofía griega un peligro para la juventud romana. Las nuevas ideas que fluían desde las escuelas filosóficas griegas podían subvertir los valores tradicionales de Roma, aquellos que la habían convertido en la primera potencia del momento.
Vivimos en un mundo sin principios, ni fundamentos sólidos, donde la religión o la metafísica han dejado paso a lo que Canetti llamaba una religión del poder, donde “Dios es el poder y aquel que puede su profeta”Catón el viejo se dio cuenta de que los jóvenes romanos mostraban cada vez un mayor desinterés por los valores tradicionales de la república, fundamentalmente marciales y basados en el cultivo de un carácter recio y abnegado, completamente alejado del refinamiento y la relajación de costumbres morales que traían consigo los filósofos griegos. Éstos últimos, a través del dominio aplastante del discurso y de la persuasión eran capaces de demostrar una cosa y su contraria, lo que podía servir para cuestionar los fundamentos del orden político y moral romano.
No toda la clase política romana veía con el mismo grado de inquietud la aparición en escena de esta nueva moda de pensamiento griego. La familia de los Escipiones, que gozaba de gran prestigio por su victoria sobre el imperio Cartaginés, se percató en seguida que esta nueva moda filosófica podía convertirse en un arma política fundamental con la que asegurar los resortes del poder de la república y de esta manera convertir a su clan familiar en el dominador de los designios políticos de Roma. Aunque en diversos momentos de la historia romana, la filosofía griega sería puesta en entredicho e incluso prohibida, la realidad es que ésta ejerció un influjo considerable en la mentalidad romana hasta el punto de transformarla radicalmente.
Ortega y Gasset en su obra El ocaso de las revoluciones se cuestiona sobre el papel que la difusión de ciertas ideas tiene en el desarrollo de cambios políticos, económicos y sociales de gran calado. Ortega se hace eco de este episodio que hemos descrito anteriormente para apuntalar su tesis de que el racionalismo está en la base de toda revolución política. Según su visión el populismo de los Graco que inicia la crisis final de la república romana no se entendería sin comprender previamente la influencia que las ideas de Diofante o itálico Blossius tuvieron sobre el político populista romano. Tampoco la nefasta influencia que los jacobinos tuvieron en el desenvolvimiento de la revolución francesa se entendería sin tener presente la labor de erosión de los fundamentos políticos y sociales del antiguo régimen que llevaron a cabo los philosophes français ilustrados en los salones parisinos, algo que ya puso de manifiesto el historiador francés Hyppolite Taine (1828-1893).
Traigo este episodio histórico romano a colación de la cuestión de sí el llamado marxismo cultural ha tenido o no una notable influencia en la génesis de los cambios políticos, sociales y culturales que se vienen observando en las sociedades occidentales en los últimos cincuenta años. A nadie se le escapa que el mundo cultural, político y social de 2020 en poco se parece al de hace veinte años y no digamos ya al de hace media centuria. Que hoy somos menos libres gracias al alarmismo climático, el feminismo agonal, la crítica feroz al capitalismo o la infantilización creciente de la sociedad es algo que ya pocas personas sensatas se atreven a discutir.
La cuestión radica en ponerse de acuerdo en por qué han ocurrido esos cambios. Aristóteles en su célebre metafísica caracteriza a la verdadera ciencia como un conocimiento de las causas y de los primeros principios de las cosas. Difícilmente se podrán revertir, caso de que eso sea posible, algunos de esos nefastos cambios sin conocer previamente las causas de éstos.
Para algunos intelectuales de referencia en el ámbito conservador la propia etiqueta de marxismo occidental es una invención de unos “junta letras iletrados” que no son capaces de atisbar que el globalismo es el responsable de todos los males de la posmodernidad. Un globalismo, que habría nacido de una suerte de generación espontánea o por obra y gracia de una especie de Mad Doctor llamado Georges Soros. Las ideas filosóficas, según está interpretación, tendrían un papel puramente secundario, meramente legitimador de unos propósitos político-económicos globalizadores. Incluso desde el propio ámbito de la izquierda radical que está transformando el mundo en el que vivimos, la llamada New Left, la raíz de los problemas de la contemporaneidad, su creciente narcisismo, su nihilismo atroz o su falta de fundamentación sólida obedece a una dinámica posmoderna neoliberal, donde la identidad del individuo se crea a partir de identificaciones simbólicas capitalistas (lacanianos de izquierda). Precisamente la filosofía, lejos de ser la responsable del este estado lamentable de cosas, es parte de la solución. Zizek apunta a que la filosofía ha tenido el papel de salvar a la civilización del relativismo en tres grandes momentos de la historia por la aparición de tres filósofos o pensadores capaces de diagnosticar los males de su tiempo y de enfrentar el problema del relativismo; Sócrates, Hegel y Lacan.
Mi punto de vista diverge de estas dos interpretaciones que hemos mencionado. Yo sí creo firmemente en la nefasta influencia que el llamado marxismo cultural ha ejercido y está ejerciendo en el mundo libre. Creo que el marxismo cultural es el resultado de la confluencia de tres grandes líneas de pensamiento. Por un lado, aquella interpretación del marxismo que Perry Anderson catalogara de marxismo occidental, una escuela marxista que intenta subsanar los defectos de una determinada interpretación del marxismo de corte economicista y determinista de la historia. Una interpretación que desemboca en la fusión del marxismo con otras corrientes de pensamiento como son el psicoanálisis o el idealismo. En segundo lugar, el marxismo cultural es heredero de la crítica a la cultura como forma de alienación que presenta la llamada Escuela de Frankfurt. En último lugar tenemos todas aquellas formas de pensamiento filosóficas de corte nihilista, herederas de Nietzsche, que presentan una crítica a toda forma de fundamentación del orden de valores y que buscan reemplazarlas por una acrítica afirmación de una voluntad o deseo transpersonal. Estas tres líneas confluyen en planteamientos filosóficos que van desde el llamado pensamiento débil hasta las filosofías de la diferencia de autores como Deleuze o Derrida.
Como consecuencia vivimos instalados en un mundo sin principios, ni fundamentos sólidos, donde la religión o la metafísica han dejado paso a lo que Canetti llamaba una religión del poder, donde “Dios es el poder y aquel que puede su profeta”. Un mundo monolítico, caracterizado por la existencia de aquello que Marcuse llamara una lingüística política. Es decir un orden constituido sobre la base de una neolengua que sólo permite referirse a la realidad conforme a los dictados del poder.
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