Cualquiera que recorra cualquier puerto de una gran ciudad se
encuentra con unas enormes moles que albergan toneladas de material
desconocido. El joven camionero estadounidense Malcom McLean revolucionó
el tráfico marítimo internacional del comercio con la creación de los
contenedores. El ahorro de tiempo y dinero impulsó a este empresario a
diseñar estas gigantescas y pesadas cajas. Su idea apareció mientras
esperaba la descarga de su camión en un puerto de Carolina del Norte, y
observaba la pérdida de tiempo que suponía cargar el vehículo y
descargarlo, para después colocar la mercancía en la bodega del barco y
emprender el viaje.
Las cantidades de desinformación son hoy ingentes, grandes paquetes de información circulan con rapidez, ocupan lugares estratégicos, necesitan permisos y controles, y en particular son herméticos para todos, salvo para los que los gestionan y organizan. El contenido permanece en la más oscura opacidad, como las seis toneladas de cocaína que fueron incautadas en cuatro contenedores con harina de soja hace dos meses, en el puerto de Montevideo. No es nada excepcional, ni un hecho puntual, esta detención forma parte de lo cotidiano en muchos grandes puertos. Las investigaciones se suceden, y la cadena de corrupción fluye sin interrupción entre los políticos, la policía, las autoridades portuarias y los estibadores.
La enorme cantidad de mercancía, el secretismo de sus transacciones, la dificultad para conocer el contenido, los aparentes controles de seguridad solo garantizan las ganancias de sus traficantes con las correspondientes prebendas a sus intermediarios, lo que sugiere un excitante símil para el análisis de lo que hoy se califica como sociedad de la información y del conocimiento.
Una reciente encuesta a un panel de expertos realizada por Pew Research Center señala que los posibles efectos del cambio tecnológico sobre la democracia es incierto, la encuesta refleja que un 50% creen que los efectos serán negativos en gran medida debido a las fake news, la distorsión informativa, manipulación, la crisis del periodismo y el desarrollo de los sistemas de monitorización.
Estos resultados reflejan la desconfianza de los ciudadanos ante el sistema desinformativo, aunque tampoco son una casualidad, dado que algunas empresas están solicitando una mayor regulación y control de los gobiernos, sugiriendo una vez más el maná de la confianza y la gobernanza democrática, como regalo que procede del Estado.
La industria cultural y mediática continua con su particular cruzada contra las grandes plataformas tecnológicas, como la célebre tasa Google, que dicho sea de paso, es muy razonable que cada cual pague donde obtiene beneficios, existe una necesidad de control y fiscalización de contenidos por parte de los gobiernos. Desconozco los beneficios que me pueden proporcionar como ciudadano, que mis datos que ya están en los bolsillos de las grandes multinacionales, también lo estén en los despachos de los políticos, asesores bien untados y burócratas.
Por consiguiente, no sorprende que Cedro, como cabeza visible de la industria editorial española, insista en su decálogo con diez pasos para frenar la desinformación en Internet, donde se aprecia que nueve de los diez mandamientos aluden a las redes sociales, como si los medios de comunicación tradicional estuvieran libres de la extorsión informativa, cuando su producción es sesgada y tendenciosa, patrocinio de noticias, con un diseño y ejecución que obedece al férreo control de las redes clientelares, y el pesebre de las subvenciones.
Una sociedad desinformada socava los cimientos de las instituciones, distorsiona su legado, su historia y su tradición, ensombrece su futuro. Los hechos, el conocimiento científico, la razón es sustituida por los rumores, el encargo de dosieres para el adversario político, las comisiones pagadas para chantajear al contrario, lo que deriva con facilidad en un bucle conspiranoico que facilita la crispación y el reclamo populista.
El calendario de la actualidad indica con tozudez lo contrario. Artistas que se cagan en Dios, políticos que favorecen el enaltecimiento del terrorismo, mujeres que se desnudan en templos (solo en los cristianos) y suben sus fotos a Instagram, productores de ficción como Reed Hastings que presentan a Jesucristo como un gay, o la virgen como prostituta, o los apóstoles como borrachos, solo son algunos ejemplos.
El “pienso luego estorbo” que puso Forges en boca de uno de sus personajes, resulta tan “simpático” como tendencioso. Cualquier libertad, también la libertad de expresión, tiene unas consecuencias y unas responsabilidades, un techo de cristal que son los derechos fundamentales del individuo. En una reciente entrevista Javier Benegas afirmaba, que “quien te dice que puedes ser libre sin ser responsable, ese te quiere esclavo”. La libertad de expresión no puede ni debe enfrentarse a la libertad de información, derechos y deberes forman parte de una convivencia que garantiza la libertad como algo recíproco, la suma cero no vale, el beneficio debe ser común.
En la medida que los medios de comunicación traten a su público como clientes, serán enemigos de la información, pero el derecho de informar exige el deber de querer estar informado, y esto no es gratis. Ciudadanos informados son ciudadanos exigentes, que identifican y desechan a los políticos incompetentes, que identifican y desechan a sus élites mediocres con sus programas más o menos velados de ingeniería del comportamiento y del bienestar.
Una sociedad civil será consistente y eficiente en la medida en que no permita que la política decida la justicia, la salud, la cultura, ni la vida de cada ciudadano en su libertad y autonomía responsable. Si suponemos que una democracia por imperfecta que sea se fundamenta en la toma de decisiones de un electorado desinformado, los resultados son los que tenemos. En cierto modo, todo empieza y acaba con la educación, que es sin duda, gran parte de la respuesta.
La serie The wire, en su segunda temporada, concluye con el escenario de los estibadores en los puertos. Los personajes se mezclan aleatoriamente con otros anónimos, mientras los obreros alcoholizados también se mezclan con el cotidiano tráfico de mujeres en el mundo de los contenedores de los barcos, al fondo suena un Feel Alrihgt (“sentirse bien”, de Steve Earle). La mentira sigue ahí, como permanece el puerto de Baltimore, lugar que personifica el sistema. La vida sigue.
Las cantidades de desinformación son hoy ingentes, grandes paquetes de información circulan con rapidez, ocupan lugares estratégicos, necesitan permisos y controles, y en particular son herméticos para todos, salvo para los que los gestionan y organizan. El contenido permanece en la más oscura opacidad, como las seis toneladas de cocaína que fueron incautadas en cuatro contenedores con harina de soja hace dos meses, en el puerto de Montevideo. No es nada excepcional, ni un hecho puntual, esta detención forma parte de lo cotidiano en muchos grandes puertos. Las investigaciones se suceden, y la cadena de corrupción fluye sin interrupción entre los políticos, la policía, las autoridades portuarias y los estibadores.
La enorme cantidad de mercancía, el secretismo de sus transacciones, la dificultad para conocer el contenido, los aparentes controles de seguridad solo garantizan las ganancias de sus traficantes con las correspondientes prebendas a sus intermediarios, lo que sugiere un excitante símil para el análisis de lo que hoy se califica como sociedad de la información y del conocimiento.
Una sociedad desinformada socava los cimientos de las instituciones, distorsiona su legado, su historia y su tradición, ensombrece su futuroLos diferentes vendedores de humo, con los gurús del Silicon Valey a la cabeza en sus laboratorios informáticos, desarrollan la última tecnología del chip, dictan los parámetros de la inteligencia artificial, que acompañados de los gestores de las plataformas mediáticas bendicen esta sociedad de la información, y con ello a todos sus usuarios, en el sueño feliz de que el acceso al conocimiento está a “golpe de un clic”. Han colocado cientos de programas, de materiales informáticos, de software en los colegios, pero no permiten que sus hijos se distraigan con los dispositivos móviles y sus múltiples interfaces, hasta que han abandonado la primera infancia. Saben lo que hacen.
Una reciente encuesta a un panel de expertos realizada por Pew Research Center señala que los posibles efectos del cambio tecnológico sobre la democracia es incierto, la encuesta refleja que un 50% creen que los efectos serán negativos en gran medida debido a las fake news, la distorsión informativa, manipulación, la crisis del periodismo y el desarrollo de los sistemas de monitorización.
Estos resultados reflejan la desconfianza de los ciudadanos ante el sistema desinformativo, aunque tampoco son una casualidad, dado que algunas empresas están solicitando una mayor regulación y control de los gobiernos, sugiriendo una vez más el maná de la confianza y la gobernanza democrática, como regalo que procede del Estado.
La industria cultural y mediática continua con su particular cruzada contra las grandes plataformas tecnológicas, como la célebre tasa Google, que dicho sea de paso, es muy razonable que cada cual pague donde obtiene beneficios, existe una necesidad de control y fiscalización de contenidos por parte de los gobiernos. Desconozco los beneficios que me pueden proporcionar como ciudadano, que mis datos que ya están en los bolsillos de las grandes multinacionales, también lo estén en los despachos de los políticos, asesores bien untados y burócratas.
Por consiguiente, no sorprende que Cedro, como cabeza visible de la industria editorial española, insista en su decálogo con diez pasos para frenar la desinformación en Internet, donde se aprecia que nueve de los diez mandamientos aluden a las redes sociales, como si los medios de comunicación tradicional estuvieran libres de la extorsión informativa, cuando su producción es sesgada y tendenciosa, patrocinio de noticias, con un diseño y ejecución que obedece al férreo control de las redes clientelares, y el pesebre de las subvenciones.
Una sociedad desinformada socava los cimientos de las instituciones, distorsiona su legado, su historia y su tradición, ensombrece su futuro. Los hechos, el conocimiento científico, la razón es sustituida por los rumores, el encargo de dosieres para el adversario político, las comisiones pagadas para chantajear al contrario, lo que deriva con facilidad en un bucle conspiranoico que facilita la crispación y el reclamo populista.
La libertad de expresión sin deberes, ni responsabilidades
La paradoja de la libertad de expresión ensombrece este escenario. Todo derecho está limitado por otros derechos. La libertad de expresión tiene un límite en el escrupuloso respecto al derecho a una información. Lo indica de modo claro el artículo 20 de la Constitución española, que defiende la libre difusión de ideas y opiniones, pero en el límite al respeto de los Derechos Fundamentales, y subraya que esa información debe ser veraz.El calendario de la actualidad indica con tozudez lo contrario. Artistas que se cagan en Dios, políticos que favorecen el enaltecimiento del terrorismo, mujeres que se desnudan en templos (solo en los cristianos) y suben sus fotos a Instagram, productores de ficción como Reed Hastings que presentan a Jesucristo como un gay, o la virgen como prostituta, o los apóstoles como borrachos, solo son algunos ejemplos.
El “pienso luego estorbo” que puso Forges en boca de uno de sus personajes, resulta tan “simpático” como tendencioso. Cualquier libertad, también la libertad de expresión, tiene unas consecuencias y unas responsabilidades, un techo de cristal que son los derechos fundamentales del individuo. En una reciente entrevista Javier Benegas afirmaba, que “quien te dice que puedes ser libre sin ser responsable, ese te quiere esclavo”. La libertad de expresión no puede ni debe enfrentarse a la libertad de información, derechos y deberes forman parte de una convivencia que garantiza la libertad como algo recíproco, la suma cero no vale, el beneficio debe ser común.
En la medida que los medios de comunicación traten a su público como clientes, serán enemigos de la información, pero el derecho de informar exige el deber de querer estar informado, y esto no es gratis. Ciudadanos informados son ciudadanos exigentes, que identifican y desechan a los políticos incompetentes, que identifican y desechan a sus élites mediocres con sus programas más o menos velados de ingeniería del comportamiento y del bienestar.
Una sociedad civil será consistente y eficiente en la medida en que no permita que la política decida la justicia, la salud, la cultura, ni la vida de cada ciudadano en su libertad y autonomía responsable. Si suponemos que una democracia por imperfecta que sea se fundamenta en la toma de decisiones de un electorado desinformado, los resultados son los que tenemos. En cierto modo, todo empieza y acaba con la educación, que es sin duda, gran parte de la respuesta.
La serie The wire, en su segunda temporada, concluye con el escenario de los estibadores en los puertos. Los personajes se mezclan aleatoriamente con otros anónimos, mientras los obreros alcoholizados también se mezclan con el cotidiano tráfico de mujeres en el mundo de los contenedores de los barcos, al fondo suena un Feel Alrihgt (“sentirse bien”, de Steve Earle). La mentira sigue ahí, como permanece el puerto de Baltimore, lugar que personifica el sistema. La vida sigue.
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