El Pemex imaginario
Emilio Lozoya escribe un mensaje durante un foro de Pemex el mes pasado. Foto: Benjamin Flores |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La vida política en
México da sorpresas. Una de ellas ha sido el desinterés público ante la
próxima aprobación de las leyes secundarias de la reforma constitucional
en materia de energía, uno de los cambios de mayor trascendencia para
la vida del país. Diversos analistas han llamado la atención sobre el
hecho que “el diablo está en los detalles”. Es decir, el verdadero
alcance de lo que se pretende reformar –como es, entre otras cosas,
hacer de Pemex una empresa productiva compitiendo en igualdad de
circunstancias con la inversión privada nacional y extranjera– sólo se
verá cuando se implementen las modificaciones a la Constitución. Son las
leyes secundarias las que revelan hasta dónde se da un cambio: si las
reformas responden a los grandes fines que se proclaman o si esconden
una serie de ineficiencias que difícilmente conducirán al país por
mejores caminos. Se requería, pues, una lectura cuidadosa y una crítica
aguda del voluminoso documento que envío el Ejecutivo. El tiempo ha
pasado y la necesaria reflexión sobre errores y aciertos de las leyes
secundarias no tuvo lugar.
Los partidos políticos en la oposición han estado
enfrascados en sus luchas internas, y, en el caso del PAN, comprometido
ya con la votación prevista. Los de la izquierda, en principio los
guardianes más aguerridos de la riqueza petrolera, además de tratar de
dirimir sus pugnas inacabables han optado por concentrar sus energías en
promover la consulta popular para anular la reforma, así como por
salir al exterior para denunciar las falsedades del México próspero que
promete Peña Nieto. Tengo dudas sobre la pertinencia y eficiencia de
tales actividades pero, en todo caso, lo que duele de unos y otros es la
poca responsabilidad con que se acercan a la aprobación de lo que no
han estudiado ni analizado de cara a la ciudadanía. Las primeras
discusiones en el Senado presagian una aprobación apresurada de las
leyes por parte del PRI y del PAN con la menor participación posible de
la opinión pública.
Es cierto que poner fin al monopolio de Pemex sobre las
actividades en materia de producción, distribución y comercialización de
hidrocarburos –lo cual sí se logró con la reforma constitucional–
puede verse como una victoria. Pero se comete un grave error al pensar
que, por lo tanto, toda reflexión o debate posterior era irrelevante. Si
la manera de implementar la reforma es errática, si adolece de
omisiones, no prevé los tiempos necesarios para cumplir con lo que se
establece, oculta las dificultades que deben superarse, desconoce el
hecho de que hay una enorme distancia entre formular objetivos por
escrito y transformar la realidad para alcanzarlos, el tan mencionado
cambio de paradigma para el crecimiento de México no tendrá los
resultados favorables que se anuncian.
En el campo del petróleo, se advierte que las iniciativas
de ley parten de un supuesto muy discutible: es posible transformar a
Pemex en un lapso relativamente corto. Dos años es el plazo que se
establece para pasar de un monopolio de Estado a una empresa productiva,
competitiva, bien administrada y cumpliendo con todos los requisitos de
transparencia y rendición de cuentas que eliminarán la perniciosa
corrupción que hoy existe en todos sus niveles; el escándalo de
Oceanografía es sólo un ejemplo.
El supuesto anterior es difícil de aceptar. Eran
necesarios una transición más larga y sistemas de supervisión más
rigurosos para avanzar, con dificultades, a la meta de transformar a
Pemex. Se trata de una entidad muy poderosa, que se encuentra entre las
principales productoras mundiales de petróleo. Sus actividades están
enraizadas en todo el territorio nacional a través de oleoductos,
gasoductos, refinerías, campos de exploración y explotación, plataformas
marinas, gasolineras. En todas ellas hay muchos intereses; en todas
ellas campea la corrupción. Cambiar la cultura para acabar con esta
última es cuesta arriba; lograrlo en dos años, puramente imaginario.
Ahora bien, un dato interesante que recorre las noticias
en las últimas semanas es el interés de las inversiones extranjeras de
venir a México, pero de la mano de Pemex. Finalmente, con todos sus
defectos, allí encuentran a quien mejor conoce el terreno, tanto
geográfica como política y económicamente. Cuando termine la Ronda Cero,
mediante la cual los órganos reguladores asignarán los espacios que
corresponden a Pemex, esta empresa puede aceptar la alianza que le
propongan inversionistas extranjeros para competir unidos en las
licitaciones que se pongan sobre la mesa. En otras palabras, antes de
acabar el periodo de transición, de por sí insuficiente, el dinosaurio
del que tanto se habla estará de regreso, pero más poderoso.
Otra ambivalencia presente en las leyes secundarias es el
alcance verdadero de la supuesta independencia de Pemex para tomar
decisiones como una empresa eficiente y no como apéndice de las
veleidades del grupo en el poder. Dos detalles llaman la atención: el
primero, la designación del director no la realiza el Consejo de
Administración, como es lo normal en una empresa, sino el jefe del
Ejecutivo; aquél sólo tiene la facultad de revocarlo, atribución que
difícilmente tratará de ejercer. La subordinación política relativiza la
tan mencionada independencia de Pemex. El segundo punto es la
contribución al financiamiento del presupuesto nacional, fijada por la
Secretaría de Hacienda; indispensable, es cierto, pero espada de
Damocles sobre la salud financiera de una empresa competitiva.
Los puntos anteriores son un pequeño botón de muestra de
lo mucho que hubiera sido necesario reflexionar, discutir y modificar en
las leyes secundarias. Está presente, sin embargo, una contradicción
entre cumplir con el trabajo paciente y de largo plazo que requiere un
cambio en la economía y la política nacionales, de la envergadura que se
pretende, y la urgencia de obtener a la brevedad nuevas inversiones que
detengan el malestar creciente de la población por la debilidad del
crecimiento económico, ante las elecciones de 2015. Bajo tales premisas,
lo único que permanece es la incertidumbre sobre el futuro del país y
la engañosa promesa del bienestar que aguarda al México imaginario.
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