El pez muere por la boca
Vianey Esquinca
26/10/2014 02:28
La renuncia del ahora exgobernador de Guerrero estaba sentenciada desde el 26 de septiembre, día ominoso en la historia del país cuando 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecieron. Sin embargo, el perredista se negaba a aceptarlo. Practicó hasta el último momento su derecho constitucional al pataleo, siempre de la mano de Carlos Navarrete líder nacional del PRD quien también luchaba cual gato boca arriba por salir de la situación y mantener a su correligionario.
Luego llegó el enojo y a principios de octubre señalaba que no se iba a distraer en las críticas de los opinotecnócratas que desde el centro del país (realmente dijo “desde el centro de la ciudad”, pero seguro lo que Aguirre quiso decir fue otra cosa) ni en la embestida contra su persona; que la violencia estaba concentrada en Iguala y que jamás se había manchado las manos de sangre. También aseguró que no se iría como un asesino ni un vil delincuente.
Por supuesto se la pasó negociando su puesto, primero dijo que si su renuncia ayudaba a esclarecer los hechos no tendría inconveniente en dirimir; luego que siempre no, que proponía una consulta nacional (sic, esta columna no se la puede pasar corrigiendo lo que realmente intentó decir el exgobernador) para que los guerrerenses decidieran si se iba o no. Después volvía a autoenmendarse la planta diciendo que se iría sólo si no encontraban a los normalistas. Es decir, que al igual que la Chimoltrufia, conforme decía una cosa, decía otra.
Hasta ahí, el gobernador vio en el partido del Sol Azteca su grupo de apoyo, su soporte emocional y político, ese que no lo dejaba morir y deprimirse como gobernador desempleado. Pero no hay partido que coma lumbre, y el PRD determinó que estaba pagando un costo muy alto por mantenerlo a flote, cuando ya era un alma en pena.
Así que no le quedó otra y Aguirre tuvo que llegar a la aceptación. El jueves 23 de octubre dio una conferencia de prensa en la que pronunciaba las palabras que fue música para muchos oídos: “Para favorecer un clima político que ponga la atención y la solución de estas prioridades, el día de hoy… he decidido solicitar licencia”.
Aguirre cumplió con la máxima de la política: “Los carniceros de hoy serán las reses del mañana”. Sí, el perredista sustituyó al priista Rubén Figueroa en 1996 después de ser depuesto por la matanza de 17 campesinos en Aguas Blancas.
Curiosamente todos los gobernadores que han caído en las últimas décadas en el país, pasan por estas mismas fases hasta que la presión social y política hace lo inevitable: les arrebata el cargo.
El más reciente, fue Fausto Vallejo quien igual que Ángel Aguirre se aferraron al hueso. El priista prefirió dejar el estado a la deriva cuando pidió sus múltiples licencias por el cáncer que lo aquejaba, antes de dejar el cargo. Negaba que algo pasara en Michoacán, se aferraba a decir que era un tema mediático y de la oposición y que él mantenía el control en la entidad. Inocente palomita que nunca aceptó su realidad ni que su gobierno y su familia estaba infiltrada por el narcotráfico.
Sin embargo, lo que la sociedad ni las autoridades pueden permitir es la resignación. Una renuncia no debe ser el pase automático al paraíso de la impunidad. En México, la historia señala que a los indeseables se les pide atentamente que abran paso y dejen su cargo con un expediente bajo el brazo. La negociación es sencilla: renuncias, te vas y la investigación pasa a un segundo término. No pagan sus pecados, sus negligencias y omisiones, pasan a ser funcionarios defenestrados, pero libres y en el peor de los casos vuelven a las andadas unos años después.
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