El gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, advirtió a Theresa May
la semana pasada que si la salida de la Unión Europea se produce sin
acuerdo la economía británica lo pagará muy caro. El desempleo se
pondría en los dos dígitos, la Bolsa caería plomo y todo el tejido
económico británico se vería afectado. Una suerte de colapso como el de
2008 pero centrado en el Reino Unido, que es quien correrá con el grueso
de la factura de divorcio.
Que Carney se haya visto obligado a bajar del Olimpo para recordar a May lo extremo de la situación permite hacernos una idea de hasta qué punto reina en el 10 de Downing street la incertidumbre y el caos. A nueve meses de la salida formal, que se producirá a finales de marzo, la negociación continúa, pero sin avances visibles.
Es previsible que antes del salto al vacío May se termine plegando a las condiciones que Michel Barnier, el negociador comunitario, le puso sobre la mesa hace ya un año y que, en la práctica, supondrían un Brexit blando. Este extremo complace a muchos en Westminster, pero a otros les enerva. No invocaron este pandemonio para terminar casi como empezaron o incluso un poco peor.
Cabe la posibilidad de repetir el referéndum, pero conforme pasan los meses se hace más remota. Por ahora no les queda otra que seguir negociando de buena fe. Si el Reino Unido se va por las buenas es posible que dentro de unos años, cuando hayan amainado las pasiones que condujeron al referéndum de 2016, vuelva por donde se fue.
Del Gobierno para abajo entre los partidarios del Brexit reina la complacencia a pesar de que la economía ya empieza a acusar el golpe en términos de empresas que abandonan el país y, sobre todo, de nuevas inversiones. Los contrarios a la salida, que aún siguen en estado de shock, no han sabido hasta la fecha cómo articular su mensaje ni a través de qué partido canalizarlo. Porque el Brexit, a diferencia de otros asuntos, es algo transversal, hay partidarios y detractores en todas las fuerzas políticas.
Para desatascar la situación May anunció en julio el llamado Libro Blanco, un plan de desconexión ordenada con el Mercado Único y las instituciones comunitarias. La propuesta incluye un área de libre comercio para bienes y mantenerse en algunas agencias reguladoras. Junto a ello May contemplaba que el Reino Unido disponga de soberanía para fijar sus propios aranceles externos.
El Libro Blanco puede sonar bien en Londres, no así en Bruselas. Barnier ha recordado por activa y por pasiva que las cuatro libertades del Mercado Único (libre circulación de bienes, personas, servicios y capitales) no se pueden separar. O se toman todas o se rechazan todas. No hay términos intermedios. O se está fuera o se está dentro. Noruega, por ejemplo, que no pertenece a la UE, no sólo está en el Mercado Único, sino que también forma parte del área Schengen, cosa que el Reino Unido no.
El principal socio comercial del Reino Unido es de lejos la Unión Europea. Con que se endureciesen levemente los procedimientos aduaneros la economía británica encajaría un golpe tremendo. Eso por no entrar en el problema interno que les causaría en Escocia y, especialmente, en Irlanda. En esta última tendrían que cerrar la frontera entre el Ulster y el sur incumpliendo de este modo el acuerdo de Viernes Santo, suscrito hace ya 20 años y que liquidaba las fronteras entre las dos Irlandas.
Son tantos los escollos que tiene que sortear el Ejecutivo de May que de una manera u otra tendrá que ceder, mal que le pese a buena parte de su partido y a ciertos medios, que siguen bombardeando con la idea de que la separación debe ser total e inapelable. Arguyen que ese fue el mandato popular en el referéndum. Lo cierto es que fue un simple plebiscito consultivo que Cameron primero y May después convirtieron en vinculante sin plantearse que el resultado era ajustadísimo.
Era un salto sin red y todos lo sabían. No había manera sencilla de hincarle el diente porque nunca se había hecho nada igual, y porque las relaciones de la UE con sus Estados miembros son más profundas de lo que a primeras se nos antoja. Tras sesenta años de integración la economía y la legislación de los países que forman parte de la UE están tan imbricadas como las escamas de un pez.
Esto tendría un impacto extra en la economía británica en tanto que demanda mucha mano de obra europea de la que ya no se podría servir tan fácilmente. Ídem con el mercado financiero. Londres, hoy la primera plaza bursátil europea, podría incluso dejar de serlo si la incertidumbre legal y regulatoria se extiende durante muchos años.
Según el Department for Exiting the European Union (Departamento para la salida de la UE) y el National Statistics Office (Oficina Nacional de Estadística) una salida desordenada terminará costando 8 puntos de PIB y más de dos millones de empleos. No estamos hablando de consultoras externas con agenda propia, sino de cifras del propio Gobierno.
Es política no lo olvidemos y en política, como en la matanza del cerdo, todo se aprovecha.
Foto: cogito ergo imago
Que Carney se haya visto obligado a bajar del Olimpo para recordar a May lo extremo de la situación permite hacernos una idea de hasta qué punto reina en el 10 de Downing street la incertidumbre y el caos. A nueve meses de la salida formal, que se producirá a finales de marzo, la negociación continúa, pero sin avances visibles.
Es previsible que antes del salto al vacío May se termine plegando a las condiciones que Michel Barnier, el negociador comunitario, le puso sobre la mesa hace ya un año y que, en la práctica, supondrían un Brexit blando. Este extremo complace a muchos en Westminster, pero a otros les enerva. No invocaron este pandemonio para terminar casi como empezaron o incluso un poco peor.
Cabe la posibilidad de repetir el referéndum, pero conforme pasan los meses se hace más remota. Por ahora no les queda otra que seguir negociando de buena fe. Si el Reino Unido se va por las buenas es posible que dentro de unos años, cuando hayan amainado las pasiones que condujeron al referéndum de 2016, vuelva por donde se fue.
El propio partido conservador no tiene muy claro en qué consiste el Brexit y, mucho menos, cómo implementarlo. El gabinete May simplemente no sabe negociarLa cuestión esencial es que, aunque han pasado ya más de dos años de aquello, el propio partido conservador no tiene muy claro en qué consiste el Brexit y, mucho menos, cómo implementarlo. El gabinete May simplemente no sabe negociar. Han tenido que cambiar al negociador jefe sobre la marcha y su desconocimiento de las infinitas singularidades de la política comercial es asombroso, impropio de los gobernantes de una de las principales economías del globo.
Del Gobierno para abajo entre los partidarios del Brexit reina la complacencia a pesar de que la economía ya empieza a acusar el golpe en términos de empresas que abandonan el país y, sobre todo, de nuevas inversiones. Los contrarios a la salida, que aún siguen en estado de shock, no han sabido hasta la fecha cómo articular su mensaje ni a través de qué partido canalizarlo. Porque el Brexit, a diferencia de otros asuntos, es algo transversal, hay partidarios y detractores en todas las fuerzas políticas.
Para desatascar la situación May anunció en julio el llamado Libro Blanco, un plan de desconexión ordenada con el Mercado Único y las instituciones comunitarias. La propuesta incluye un área de libre comercio para bienes y mantenerse en algunas agencias reguladoras. Junto a ello May contemplaba que el Reino Unido disponga de soberanía para fijar sus propios aranceles externos.
El Libro Blanco puede sonar bien en Londres, no así en Bruselas. Barnier ha recordado por activa y por pasiva que las cuatro libertades del Mercado Único (libre circulación de bienes, personas, servicios y capitales) no se pueden separar. O se toman todas o se rechazan todas. No hay términos intermedios. O se está fuera o se está dentro. Noruega, por ejemplo, que no pertenece a la UE, no sólo está en el Mercado Único, sino que también forma parte del área Schengen, cosa que el Reino Unido no.
Con que se endureciesen levemente los procedimientos aduaneros la economía británica encajaría un golpe tremendoAlgo tan elemental no lo habían previsto. No se puede escoger a la carta porque si se pudiese muchos harían lo mismo y el edificio se vendría abajo, más aún en estos tiempos de euroescepticismo y crisis del proyecto europeo, al menos tal y como fue concebido hace cuatro décadas.
El principal socio comercial del Reino Unido es de lejos la Unión Europea. Con que se endureciesen levemente los procedimientos aduaneros la economía británica encajaría un golpe tremendo. Eso por no entrar en el problema interno que les causaría en Escocia y, especialmente, en Irlanda. En esta última tendrían que cerrar la frontera entre el Ulster y el sur incumpliendo de este modo el acuerdo de Viernes Santo, suscrito hace ya 20 años y que liquidaba las fronteras entre las dos Irlandas.
Son tantos los escollos que tiene que sortear el Ejecutivo de May que de una manera u otra tendrá que ceder, mal que le pese a buena parte de su partido y a ciertos medios, que siguen bombardeando con la idea de que la separación debe ser total e inapelable. Arguyen que ese fue el mandato popular en el referéndum. Lo cierto es que fue un simple plebiscito consultivo que Cameron primero y May después convirtieron en vinculante sin plantearse que el resultado era ajustadísimo.
Era un salto sin red y todos lo sabían. No había manera sencilla de hincarle el diente porque nunca se había hecho nada igual, y porque las relaciones de la UE con sus Estados miembros son más profundas de lo que a primeras se nos antoja. Tras sesenta años de integración la economía y la legislación de los países que forman parte de la UE están tan imbricadas como las escamas de un pez.
Tras sesenta años de integración la economía y la legislación de los países que forman parte de la UE están tan imbricadas como las escamas de un pezAún en el mejor de los casos, en el improbable de que la UE aceptase el Libro Blanco de May, la relación entre el Reino Unido y sus ex socios comunitarios sería similar a la que éstos tienen con Turquía. Habría más o menos libre comercio de bienes, pero no de servicios y personas. Los británicos no podrían decir ni pío en la regulación. Se la darían hecha y tendrían que cumplirla sin rechistar como hacen los turcos.
Esto tendría un impacto extra en la economía británica en tanto que demanda mucha mano de obra europea de la que ya no se podría servir tan fácilmente. Ídem con el mercado financiero. Londres, hoy la primera plaza bursátil europea, podría incluso dejar de serlo si la incertidumbre legal y regulatoria se extiende durante muchos años.
Según el Department for Exiting the European Union (Departamento para la salida de la UE) y el National Statistics Office (Oficina Nacional de Estadística) una salida desordenada terminará costando 8 puntos de PIB y más de dos millones de empleos. No estamos hablando de consultoras externas con agenda propia, sino de cifras del propio Gobierno.
Una salida desordenada terminará costando 8 puntos de PIB y más de dos millones de empleosA la UE, además, le interesa un Brexit duro y doloroso. Los Gobiernos de Francia y Alemania quieren escarmentar a los escépticos en la cabeza de todos los británicos, hacer del Brexit algo ejemplarizante que mate dos pájaros de un tiro. Por un lado que ciegue esa vía para quien pensase ensayarla en el futuro y, por otro, que acabe con el creciente descrédito de las instituciones europeas a causa de su asfixiante burocracia y su falta de representatividad.
Es política no lo olvidemos y en política, como en la matanza del cerdo, todo se aprovecha.
Foto: cogito ergo imago
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