A finales de los años ochenta, Jürgen Habermas hizo
referencia a la emergencia y constitución de una identidad
“postnacional”, cuyo fundamento era el ya mencionado “patriotismo
constitucional”, basado en una amalgama de elementos ideológicos
liberales y social-demócratas. Quizás el proyecto de construcción de la
Unión Europea haya sido el intento más ambicioso de constituir no sólo
una serie de instituciones supranacionales, sino de esa identidad
“postnacional”. Frente a esta perspectiva, la politóloga Chantal Mouffe
señaló, acertadamente, que era “muy poco probable que las formas
nacionales de lealtad desaparezcan”; y calificaba de “muy peligroso”
cualquier proyecto de intentar imponer una “identidad europea
posnacional”. En su opinión, un proyecto europeo razonable debía
combinar “la unidad y la diversidad, en crear una forma de
<comunalidad> que deja margen para la heterogeneidad”.
En la España postfranquista, las elites políticas, económicas e intelectuales recibieron, por obvias razones, de una forma no ya positiva, sino acrítica el proyecto de construcción europea. Y no pocos pensaron que la única respuesta al problema español era la disolución de España en el conjunto europeo. Una y otra vez, se repitió la conocida frase de José Ortega y Gasset: “España es el problema, Europa la solución”. Por eso, el europeísmo se convirtió en nuestro país no en una simple idea o proyecto político, sino, por seguir con planteamientos orteguianos, en una “creencia”, es decir, en algo que se confunde con “la realidad misma”, en algo en lo que “se está”. Y es que Europa, para liberales y socialdemócratas, era sinónimo de capitalismo, democracia y Estado benefactor. Para las elites empresariales, nuevos mercados. Y para los nacionalistas vascos y catalanes una oportunidad de pasar por encima de las instancias del Estado español. Incluso era una forma, junto al ingreso en la OTAN, de controlar los intentos de las Fuerzas Armadas de intervenir en el campo político.
En ese sentido, pudo existir tangencialmente, sobre todo desde la llegada de José María Aznar al gobierno, una cierta división, en el campo político español, entre “atlantistas” y “europeístas”, con el apoyo a la guerra de Irak, que, en el fondo, reflejaba una lucha entre liberales y socialdemócratas. Pero en ningún caso fue una manifestación de “euroescepticismo”, tan sólo presente en algunos sectores de Izquierda Unida. Buena prueba de ello fue el referéndum para la ratificación del proyecto de Constitución Europea, que fue aprobado en España por el 76 por ciento de los votos emitidos, bien es verdad que con la participación de un escaso 40 por ciento de la población. En el voto afirmativo coincidieron PP y PSOE, pese a la que la consulta fue interpretada por algunos sectores conservadores como una maniobra de José Luis Rodríguez Zapatero para apuntarse como propio el éxito del plebiscito. Sin embargo, todo quedó en agua de borrajas, ya que los referéndums celebrados en Holanda y Francia dieron un resultado negativo.
No obstante, las elites políticas e intelectuales no tuvieron conciencia de las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que suponía, a medio plazo, la construcción europea. Como ha señalado el sociólogo Wolfgang Streeck, en abierta polémica con Jürgen Habermas, la integración europea lleva implícito “un ejercicio tecnocrático” del poder incompatible con la democracia característica del Estado-nación; y el euro, como moneda única, resulta ser una bomba de relojería para las políticas sociales propias del Estado benefactor.
Sin embargo, algunos intelectuales y economistas salieron del consenso eurofundamentalista, denunciando las disfunciones políticas y económicas de la Unión. Gustavo Bueno calificó el europeísmo como “una ideología corrompida”, “oscura” y “confusa”, bajo cuyo manto se escondía el dominio de Alemania y Francia. Y es que la adhesión española a las instituciones europeas había supuesto, pese a ciertos beneficios en el desarrollo de las infraestructuras, no sólo “catastróficos perjuicios: hundimiento de la siderurgia, de las industrias lácteas, de los productos pesqueros, de la minería del carbón”, sino una “merma que la democracia española, es decir, su soberanía, ha experimentado como consecuencia de su ingreso en la Unión Europea”. No muy lejos de tales denuncias, el economista Juan Francisco Martín Seco considera que la Unión Europea como “la avanzadilla del capitalismo global”, “la vuelta al capitalismo salvaje del siglo XIX”, “ataca a la democracia de una forma aún más radical, golpeándola en su propio núcleo, la soberanía popular”.
Sin embargo, el euroescepticismo no ha prendido aún en la sociedad española como ha ocurrido en otras sociedades europeas. No obstante, la Unión Europea no es, ni puede ser vista o interpretada como treinta o veinte años atrás, después de la crisis financiera de 2008, la debacle griega o el Brexit. Además, resulta evidente que Europa carece, hoy por hoy, de identidad. Por ello, la adhesión a la nación prevalece claramente sobre la identidad europea en el conjunto de las poblaciones. Sociológicamente, los sectores más proeuropeos pertenecen a las elites económicas y sociales. Como señala Manuel Castells, “sentirse predominantemente europeo, por no decir <ciudadano del mundo>, es un atributo de clase social alta”. En ese sentido, el sociólogo español señala que “a menos que surja un proyecto identitario europeo, prevalecerán las identidades de resistencia nacionalista de las naciones afectadas por la crisis, lo que acabaría abocando al fracaso del sueño europeo”.
Por su parte, Sara D. Hobolt señala que el apoyo de las poblaciones a la Unión Europea se debe, sobre todo, al temor a que la salida del euro provoque una catástrofe económica. Por ello, estiman que la Unión Europea está mejor equipada que los Estados-nación para garantizar medidas estabilizadoras. No obstante, el euroescepticismo avanza; lo hemos visto con el triunfo del Brexit en Gran Bretaña y en los éxitos de los partidos identitarios y euroescépticos en Italia, Francia, Holanda, Polonia, Hungría, etc, etc. En el caso español, Manuel Castells señala que, en estos últimos años, la adhesión a las instituciones europeas ha disminuido, salvo entre los sectores nacionalistas catalanes y vascos, porque aspiran a la protección de la Unión Europea frente al Estado español.
En el contexto español, conviene abandonar lo que podemos denominar eurofundamentalismo, no para defender el euroescepticismo, mucho menos la salida de las instituciones europeas, sino un europeísmo crítico, es decir, una visión de Europa semejante a la defendida en sus mejores tiempos por Charles de Gaulle, la Europa de las Patrias, de las Naciones, de los Estados. En definitiva, un europeísmo que defienda los intereses españoles en el seno de la Unión y que rechace cualquier tipo de proyecto constructivista de una supuesta federación europea, que sólo tendría como consecuencia inauditos desastres políticos, sociales y económicos.
En la España postfranquista, las elites políticas, económicas e intelectuales recibieron, por obvias razones, de una forma no ya positiva, sino acrítica el proyecto de construcción europea. Y no pocos pensaron que la única respuesta al problema español era la disolución de España en el conjunto europeo. Una y otra vez, se repitió la conocida frase de José Ortega y Gasset: “España es el problema, Europa la solución”. Por eso, el europeísmo se convirtió en nuestro país no en una simple idea o proyecto político, sino, por seguir con planteamientos orteguianos, en una “creencia”, es decir, en algo que se confunde con “la realidad misma”, en algo en lo que “se está”. Y es que Europa, para liberales y socialdemócratas, era sinónimo de capitalismo, democracia y Estado benefactor. Para las elites empresariales, nuevos mercados. Y para los nacionalistas vascos y catalanes una oportunidad de pasar por encima de las instancias del Estado español. Incluso era una forma, junto al ingreso en la OTAN, de controlar los intentos de las Fuerzas Armadas de intervenir en el campo político.
En ese sentido, pudo existir tangencialmente, sobre todo desde la llegada de José María Aznar al gobierno, una cierta división, en el campo político español, entre “atlantistas” y “europeístas”, con el apoyo a la guerra de Irak, que, en el fondo, reflejaba una lucha entre liberales y socialdemócratas. Pero en ningún caso fue una manifestación de “euroescepticismo”, tan sólo presente en algunos sectores de Izquierda Unida. Buena prueba de ello fue el referéndum para la ratificación del proyecto de Constitución Europea, que fue aprobado en España por el 76 por ciento de los votos emitidos, bien es verdad que con la participación de un escaso 40 por ciento de la población. En el voto afirmativo coincidieron PP y PSOE, pese a la que la consulta fue interpretada por algunos sectores conservadores como una maniobra de José Luis Rodríguez Zapatero para apuntarse como propio el éxito del plebiscito. Sin embargo, todo quedó en agua de borrajas, ya que los referéndums celebrados en Holanda y Francia dieron un resultado negativo.
Se hace necesariauna visión de Europa semejante a la defendida en sus mejores tiempos por Charles de Gaulle, la Europa de las Patrias, de las Naciones, de los Estados. Un europeísmo que defienda los intereses españoles en el seno de la Unión y que rechace cualquier tipo de proyecto constructivista de una supuesta federación europeaSin embargo, esta opinión más o menos unánime se encuentra igualmente relacionada con los indudables beneficios económicos supuso, al menos a medio plazo, la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. España fue el máximo receptor, en cifras absolutas, de los fondos europeos creados por la Unión Europea para apuntalar el desarrollo de los países más atrasados y lograr la convergencia económica y social. Naturalmente, nada de ello fue gratuito, ya que la sociedad española fue sometida, sobre todo por el gobierno socialista de Felipe González, a un duro proceso de reconversión industrial, agrícola y agropecuario. Los sectores más perjudicados fueron, en el sector primario, la remolacha, el azúcar, el plátano, el aceite de oliva y los productos lácteos; mientras que en el secundario y terciario, lo han sido la siderurgia, el sector naval y el transporte aéreo. Además, la sociedad española experimentó un claro proceso de desindustrialización. Y, según algunos economistas, el sobredimensionamiento de determinados sectores por otros y la desindustrialización reforzaron las asimetrías ya existentes, provocando que la crisis del 2008 tuviera unos efectos muy negativos y duraderos en nuestra estructura económica.
No obstante, las elites políticas e intelectuales no tuvieron conciencia de las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que suponía, a medio plazo, la construcción europea. Como ha señalado el sociólogo Wolfgang Streeck, en abierta polémica con Jürgen Habermas, la integración europea lleva implícito “un ejercicio tecnocrático” del poder incompatible con la democracia característica del Estado-nación; y el euro, como moneda única, resulta ser una bomba de relojería para las políticas sociales propias del Estado benefactor.
Sin embargo, algunos intelectuales y economistas salieron del consenso eurofundamentalista, denunciando las disfunciones políticas y económicas de la Unión. Gustavo Bueno calificó el europeísmo como “una ideología corrompida”, “oscura” y “confusa”, bajo cuyo manto se escondía el dominio de Alemania y Francia. Y es que la adhesión española a las instituciones europeas había supuesto, pese a ciertos beneficios en el desarrollo de las infraestructuras, no sólo “catastróficos perjuicios: hundimiento de la siderurgia, de las industrias lácteas, de los productos pesqueros, de la minería del carbón”, sino una “merma que la democracia española, es decir, su soberanía, ha experimentado como consecuencia de su ingreso en la Unión Europea”. No muy lejos de tales denuncias, el economista Juan Francisco Martín Seco considera que la Unión Europea como “la avanzadilla del capitalismo global”, “la vuelta al capitalismo salvaje del siglo XIX”, “ataca a la democracia de una forma aún más radical, golpeándola en su propio núcleo, la soberanía popular”.
Sin embargo, el euroescepticismo no ha prendido aún en la sociedad española como ha ocurrido en otras sociedades europeas. No obstante, la Unión Europea no es, ni puede ser vista o interpretada como treinta o veinte años atrás, después de la crisis financiera de 2008, la debacle griega o el Brexit. Además, resulta evidente que Europa carece, hoy por hoy, de identidad. Por ello, la adhesión a la nación prevalece claramente sobre la identidad europea en el conjunto de las poblaciones. Sociológicamente, los sectores más proeuropeos pertenecen a las elites económicas y sociales. Como señala Manuel Castells, “sentirse predominantemente europeo, por no decir <ciudadano del mundo>, es un atributo de clase social alta”. En ese sentido, el sociólogo español señala que “a menos que surja un proyecto identitario europeo, prevalecerán las identidades de resistencia nacionalista de las naciones afectadas por la crisis, lo que acabaría abocando al fracaso del sueño europeo”.
Por su parte, Sara D. Hobolt señala que el apoyo de las poblaciones a la Unión Europea se debe, sobre todo, al temor a que la salida del euro provoque una catástrofe económica. Por ello, estiman que la Unión Europea está mejor equipada que los Estados-nación para garantizar medidas estabilizadoras. No obstante, el euroescepticismo avanza; lo hemos visto con el triunfo del Brexit en Gran Bretaña y en los éxitos de los partidos identitarios y euroescépticos en Italia, Francia, Holanda, Polonia, Hungría, etc, etc. En el caso español, Manuel Castells señala que, en estos últimos años, la adhesión a las instituciones europeas ha disminuido, salvo entre los sectores nacionalistas catalanes y vascos, porque aspiran a la protección de la Unión Europea frente al Estado español.
En el contexto español, conviene abandonar lo que podemos denominar eurofundamentalismo, no para defender el euroescepticismo, mucho menos la salida de las instituciones europeas, sino un europeísmo crítico, es decir, una visión de Europa semejante a la defendida en sus mejores tiempos por Charles de Gaulle, la Europa de las Patrias, de las Naciones, de los Estados. En definitiva, un europeísmo que defienda los intereses españoles en el seno de la Unión y que rechace cualquier tipo de proyecto constructivista de una supuesta federación europea, que sólo tendría como consecuencia inauditos desastres políticos, sociales y económicos.
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