En estos días se ha hablado con cierta insistencia del empeño
de algunas empresas tecnológicas y de ciertos medios de comunicación
por combatir las mentiras que circulan por las redes. Ya es preocupante
que hablen de combatir las mentiras cuando debieran referirse a combatir
las falsedades, porque las mentiras están protegidas por la presunción de inocencia
del que las cree, es decir que nunca podemos saber a ciencia cierta si
el que nos dice alguna falsedad miente o solo está equivocado. De no
entender esa elemental sutileza ha salido la estúpida expresión de
“mientes y lo sabes”, como si fuera posible que alguien mintiese sin
saberlo. A cambio, solo el mentiroso sabe que lo es y los demás nos
deberemos conformar con suponerlo, pero sin absoluta certeza pues las
mentiras son actos intencionales y solo el agente puede conocer a
ciencia cierta sus intenciones. Las mentiras son, pues, subjetivas,
mientras que las falsedades son, por el contrario, objetivas, al menos
en el plano ideal, y ahí tenemos uno de los pocos criterios sólidos para
saber que alguien es un mentiroso, lo es siempre aquel que nos dice dos
cosas contrarias sin pestañear. Tenemos ejemplos muy recientes del
caso, así que huelgan más explicaciones.
A primera vista, tanto combatir la mentira como detectar y desmentir las falsedades parece un empeño nobilísimo. Pero, si se examina un poco más de cerca la cuestión, la cosa no resulta tan inocente. Quienes pretenden garantizarnos la verdad de barato nos están excusando de pensar por nuestra cuenta, quieren imponernos sus verdades que, como mínimo, serán interesadas y especiosas.
Los campos en los que la verdad puede ser objeto de un reconocimiento indubitable y universal son muy estrechos y específicos y se limitan, casi en exclusiva, a las que se suelen llamar verdades formales, como son las de la Lógica y la Matemática, y aún en esos campos resulta difícil reconocer sin la menor duda una verdad cuando resulta referida a algo suficientemente complejo. En los demás campos, incluso en la ciencia empírica, pero de manera muy especial en lo que se refiere al comportamiento humano, a la ética y a la política, establecer la verdad resulta difícil y es muy controvertible.
“Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés. / Arte diabólica es, dijo, torciendo el mostacho, que para hablar en gabacho / un fidalgo en Portugal / llega a viejo, y lo habla mal / y aquí lo parla un muchacho.”
Comprendemos entonces, a nada que seamos un poco reflexivos, que el asunto puede resultar algo más complejo que lo que suponíamos, si es que queremos renunciar al vicio tribal de considerar canalla al que no piensa y siente como nosotros.
A cambio de esta dificultad de fondo, el concepto de verdad es irrenunciable como ideal, pero debe manejarse con mucho cuidado. Es pueril pensar, por ejemplo, que existen informaciones puras, objetivas e inmaculadas y que se transmiten sin sesgos ni deformaciones de testigos e intermediarios, sin que sea necesario hacer un esfuerzo denodado por acercarse a la objetividad. Los supuestos hechos objetivos, son, casi siempre, un mito o un desideratum, de manera que siempre hemos de hacer dos cosas, considerar con escepticismo lo que se nos cuenta (Feynman decía que no creer lo que te cuentan es el principio de la ciencia), y tratar de comprobar por nosotros mismos la verdad que se nos ofrece, con lo que llegaremos a poder distinguir fuentes fiables de las que no lo son, sin olvidar que incluso la fuente más fiable puede caer en la tentación de usar su influencia para manipularnos a favor de sus intereses.
Debido a lo difícil que es llegar a la verdad en cualquier asunto no trivial, resulta esencial que existan una serie de libertades básicas, la libertad de investigación, de conciencia y de expresión, de manera que podamos acercarnos lo más posible a la verdad, mantener lo que Oakeshott llamaba, la conversación de la humanidad, el continuado debate acerca de las cosas que de verdad importan y la apertura intelectual y la tolerancia que nos permitirán entender las posiciones que difieren de nuestras creencias y valores, cuando reconocemos en los discrepantes una voluntad de ser decentes y respetar nuestra libertad y no el deseo de manipularnos para convertirnos en instrumentos de sus objetivos. Rorty lo decía con claridad, “cuídate de la libertad, que la verdad ya se cuida de sí misma”.
El que puedan existir personas e instituciones que, en ámbitos en que la discrepancia es tan legítima como inevitable, se atribuyan el papel de defensor de la verdad sólo muestra que los tiranos y los delincuentes gustan de disfrazarse para mejor mentir. Defender la verdad de esa manera significará casi siempre el intento de imponer una versión interesada de la realidad. Algo muy distinto es, por supuesto, buscar y proporcionar fuentes adicionales, testimonios, argumentos, explicaciones, analogías, ejemplos, lo que fuere, que ayuden a entender cualquier suceso, siempre que se haga desde una posición abierta a la controversia y dirigida a encontrar la mejor versión de lo que se quiera contar. Cuando, por el contrario, una comisión de investigación, ética, jurídica o política se organiza con la intención de probar una tesis interesada estaremos ante lo contrario, el intento habitual de cubrir la verdad con informaciones que la disimulen u oculten porque, para bien y para mal, la información y la desinformación se presentan mediante sistemas y códigos idénticos.
Este tipo de consideraciones son imprescindibles en campos en los que los intereses y las convicciones juegan un papel muy destacado y en los que abundan las personas dispuestas a imponer su credo por las buenas o por las no tan buenas. Frente a la diversidad y a la dificultad de reconocer con certeza las verdades que importan, las personas de tendencia más conservadora suelen denunciar lo que llaman el relativismo, mientras que los más a la izquierda se atienen al lema de una obra de Simone de Beauvoir según el cual “la verdad es una y el error múltiple y por eso la derecha profesa el pluralismo”, es decir que los extremos tienden a tocarse en esta clase de asuntos.
Hay dos argumentos esenciales para oponer al relativismo (la posición que parte de que, puesto que existe diversidad, no hay verdad alguna): en primer lugar, el carácter contradictorio de la pretensión del relativista, y, en segundo lugar, las certezas más que razonables que alcanzamos mediante la ciencia, el rigor y la paciencia. La importancia que se ha de reconocer a la verdad debe traducirse en honestidad intelectual, en el compromiso de acoger la verdad así la diga Agamenón o su porquero, un espíritu abierto y valiente menos frecuente de lo deseable.
La disposición a otorgar a otros la potestad de decirnos lo que es verdad es un paso atrás en la civilización ilustrada que se ha apoyado en el sapere aude, en la libertad de quien se atreve a saber, a pensar por su cuenta. Y es muy peligroso que los gobiernos, como ha ocurrido ahora mismo en España, nos empiecen a ofrecer servicios de supuesta autenticación, un paso más en la dependencia perfecta del poder político, en la conversión de la sociedad en una especie de guardería.
La izquierda, en particular, nos quiere dependientes en educación, sanidad, pensiones y ahora parece pretender que dependamos de ella también en las creencias y opiniones, un paso decisivo hacia una sociedad igualitaria pero espantosa en la que, sin embargo, como advirtió Orwell, los que certifican la verdad se ocuparán, sin duda, de ser más iguales que nosotros. Estas brigadas prohechos quieren ser como la policía religiosa de los ayatolas, algo como fue la vieja Inquisición, y solo los más mansos y lelos se conformarán con la papilla fáctica que le suministrarán tamaños censores. Es muy de preocupar que nadie se tome en serio semejantes perversiones que pretenden acabar con la libertad individual con la excusa hipócrita de combatir el libertinaje, un propósito que siempre han acariciado los tiranos, porque todos los dictadores se parecen y se quieren justificar con el bien que tales almas bellas se prestan a derramar sobre débiles e incautos.
Foto: Max Muselmann
A primera vista, tanto combatir la mentira como detectar y desmentir las falsedades parece un empeño nobilísimo. Pero, si se examina un poco más de cerca la cuestión, la cosa no resulta tan inocente. Quienes pretenden garantizarnos la verdad de barato nos están excusando de pensar por nuestra cuenta, quieren imponernos sus verdades que, como mínimo, serán interesadas y especiosas.
Los campos en los que la verdad puede ser objeto de un reconocimiento indubitable y universal son muy estrechos y específicos y se limitan, casi en exclusiva, a las que se suelen llamar verdades formales, como son las de la Lógica y la Matemática, y aún en esos campos resulta difícil reconocer sin la menor duda una verdad cuando resulta referida a algo suficientemente complejo. En los demás campos, incluso en la ciencia empírica, pero de manera muy especial en lo que se refiere al comportamiento humano, a la ética y a la política, establecer la verdad resulta difícil y es muy controvertible.
La izquierda, en particular, nos quiere dependientes en educación, sanidad, pensiones y ahora parece pretender que dependamos de ella también en las creencias y opiniones, un paso decisivo hacia una sociedad igualitaria pero espantosa en la que, sin embargo, como advirtió Orwell, los que certifican la verdad se ocuparán, sin duda, de ser más iguales que nosotrosManejamos el concepto de verdad con notable ligereza porque en la vida práctica necesitamos atenernos a criterios claros y a convicciones sólidas que consideramos verdaderas, sin la menor duda. Cuando descubrimos que alguien no comparte alguna de esas creencias experimentamos un asombro parecido al que refleja el epigrama de Moratín:
“Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés. / Arte diabólica es, dijo, torciendo el mostacho, que para hablar en gabacho / un fidalgo en Portugal / llega a viejo, y lo habla mal / y aquí lo parla un muchacho.”
Comprendemos entonces, a nada que seamos un poco reflexivos, que el asunto puede resultar algo más complejo que lo que suponíamos, si es que queremos renunciar al vicio tribal de considerar canalla al que no piensa y siente como nosotros.
A cambio de esta dificultad de fondo, el concepto de verdad es irrenunciable como ideal, pero debe manejarse con mucho cuidado. Es pueril pensar, por ejemplo, que existen informaciones puras, objetivas e inmaculadas y que se transmiten sin sesgos ni deformaciones de testigos e intermediarios, sin que sea necesario hacer un esfuerzo denodado por acercarse a la objetividad. Los supuestos hechos objetivos, son, casi siempre, un mito o un desideratum, de manera que siempre hemos de hacer dos cosas, considerar con escepticismo lo que se nos cuenta (Feynman decía que no creer lo que te cuentan es el principio de la ciencia), y tratar de comprobar por nosotros mismos la verdad que se nos ofrece, con lo que llegaremos a poder distinguir fuentes fiables de las que no lo son, sin olvidar que incluso la fuente más fiable puede caer en la tentación de usar su influencia para manipularnos a favor de sus intereses.
Debido a lo difícil que es llegar a la verdad en cualquier asunto no trivial, resulta esencial que existan una serie de libertades básicas, la libertad de investigación, de conciencia y de expresión, de manera que podamos acercarnos lo más posible a la verdad, mantener lo que Oakeshott llamaba, la conversación de la humanidad, el continuado debate acerca de las cosas que de verdad importan y la apertura intelectual y la tolerancia que nos permitirán entender las posiciones que difieren de nuestras creencias y valores, cuando reconocemos en los discrepantes una voluntad de ser decentes y respetar nuestra libertad y no el deseo de manipularnos para convertirnos en instrumentos de sus objetivos. Rorty lo decía con claridad, “cuídate de la libertad, que la verdad ya se cuida de sí misma”.
El que puedan existir personas e instituciones que, en ámbitos en que la discrepancia es tan legítima como inevitable, se atribuyan el papel de defensor de la verdad sólo muestra que los tiranos y los delincuentes gustan de disfrazarse para mejor mentir. Defender la verdad de esa manera significará casi siempre el intento de imponer una versión interesada de la realidad. Algo muy distinto es, por supuesto, buscar y proporcionar fuentes adicionales, testimonios, argumentos, explicaciones, analogías, ejemplos, lo que fuere, que ayuden a entender cualquier suceso, siempre que se haga desde una posición abierta a la controversia y dirigida a encontrar la mejor versión de lo que se quiera contar. Cuando, por el contrario, una comisión de investigación, ética, jurídica o política se organiza con la intención de probar una tesis interesada estaremos ante lo contrario, el intento habitual de cubrir la verdad con informaciones que la disimulen u oculten porque, para bien y para mal, la información y la desinformación se presentan mediante sistemas y códigos idénticos.
Este tipo de consideraciones son imprescindibles en campos en los que los intereses y las convicciones juegan un papel muy destacado y en los que abundan las personas dispuestas a imponer su credo por las buenas o por las no tan buenas. Frente a la diversidad y a la dificultad de reconocer con certeza las verdades que importan, las personas de tendencia más conservadora suelen denunciar lo que llaman el relativismo, mientras que los más a la izquierda se atienen al lema de una obra de Simone de Beauvoir según el cual “la verdad es una y el error múltiple y por eso la derecha profesa el pluralismo”, es decir que los extremos tienden a tocarse en esta clase de asuntos.
Hay dos argumentos esenciales para oponer al relativismo (la posición que parte de que, puesto que existe diversidad, no hay verdad alguna): en primer lugar, el carácter contradictorio de la pretensión del relativista, y, en segundo lugar, las certezas más que razonables que alcanzamos mediante la ciencia, el rigor y la paciencia. La importancia que se ha de reconocer a la verdad debe traducirse en honestidad intelectual, en el compromiso de acoger la verdad así la diga Agamenón o su porquero, un espíritu abierto y valiente menos frecuente de lo deseable.
La disposición a otorgar a otros la potestad de decirnos lo que es verdad es un paso atrás en la civilización ilustrada que se ha apoyado en el sapere aude, en la libertad de quien se atreve a saber, a pensar por su cuenta. Y es muy peligroso que los gobiernos, como ha ocurrido ahora mismo en España, nos empiecen a ofrecer servicios de supuesta autenticación, un paso más en la dependencia perfecta del poder político, en la conversión de la sociedad en una especie de guardería.
La izquierda, en particular, nos quiere dependientes en educación, sanidad, pensiones y ahora parece pretender que dependamos de ella también en las creencias y opiniones, un paso decisivo hacia una sociedad igualitaria pero espantosa en la que, sin embargo, como advirtió Orwell, los que certifican la verdad se ocuparán, sin duda, de ser más iguales que nosotros. Estas brigadas prohechos quieren ser como la policía religiosa de los ayatolas, algo como fue la vieja Inquisición, y solo los más mansos y lelos se conformarán con la papilla fáctica que le suministrarán tamaños censores. Es muy de preocupar que nadie se tome en serio semejantes perversiones que pretenden acabar con la libertad individual con la excusa hipócrita de combatir el libertinaje, un propósito que siempre han acariciado los tiranos, porque todos los dictadores se parecen y se quieren justificar con el bien que tales almas bellas se prestan a derramar sobre débiles e incautos.
Foto: Max Muselmann
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