Los Millennials tal vez lo ignoren, pero hubo un
tiempo en que las películas de superhéroes eran ante todo para los
adolescentes y los niños. Los padres, si acaso, los acompañaban, pero se
entendía que la idea de unos seres superiores que se encargaban de
salvar al planeta carecía de atractivo para las mentes maduras, por ser
fantasías simplonas y violentas sobre cómo se arreglan los problemas del
mundo.
Aunque algunos de sus protagonistas ya existían, los Vengadores nacieron a principios de los años sesenta. Habían vivido la mayor parte de su historia en los comics, y su posterior aparición en las salas de cine fue esporádica y de éxito más bien limitado. Alumbrados al socaire de la Guerra Fría, al igual que Superman y otros personajes de DC y otras editoriales, los Vengadores nunca fueron ajenos a las veleidades políticas. Muy especialmente el Capitán América, que no solo fue azote de los comunistas, sino que llegó hasta a propinarle un puñetazo a un tal Adolf Hitler. Con todo, el mensaje de estos superhéroes tuvo siempre un alcance predominantemente juvenil y norteamericano, lo cual explica sus sobrias cifras al saltar a las pantallas.
Y de pronto, llegó el MCU, el Marvel Cinematic Universe. Desde 2005, cuando Marvel recompra los derechos de sus comics, el sello cinematográfico se convierte en una máquina de hacer dinero. Sus películas, aprovechando la carestía en las salas impuesta por las nuevas plataformas como Netflix y HBO y el auge de las series, copan las primeras posiciones en todos los rankings de recaudaciones. Y es que estas películas ya no son para los niños, sino que su alcance es ahora global, ubicuo. ¿Qué ha pasado?
En este enrarecido ambiente político, nada mejor que unos superhéroes que pongan orden en el cotarro. El nexo común de toda la saga Vengadores es la desconfianza del individuo frente a las instituciones; la quiebra del contrato social al que Hobbes y Rousseau apuntaron. Estos nietzscheanos Übermenschen desprecian cualquier sujeción a las normas y se consideran por encima de toda institución política o jurídica. Su líder moral es el Capitán América, defensor a ultranza del individualismo; su líder carismático, Tony Stark, que se autodefine como «genio, billonario, playboy y filántropo». Un soldado que ve al gobierno infectado de absolutismo y un condescendiente ultracapitalista en sempiterna pugna contra el Estado; entre ambos dirigen los destinos de SHIELD, el benefactor escudo que protege nuestro mundo. Desde hace unos años, ambos caracteres, distintos pero hermanados, cautivan a las masas, cansadas, quizá, de las muchas fatigas ciudadanas por las que hay que pasar para vivir libre y democráticamente en sociedad, y hartas también, eso es seguro, del exiguo nivel de quienes trabajan como sus representantes.
Todas las soluciones que los Vengadores plantean están por encima de la democracia. Su norte es el bien común, aunque decidido entre ellos e implantado con el apoyo de sus máquinas. La tecnología, salvífica, es el personaje encubierto de esta saga en la que se glorifica el progreso creativo y sofisticado. El mensaje es polarizante: Ultrón, Ivan Vanko, Thanos (una especie de ecologista ultra y sanguinario), frente a la moral infinita de Thor, Hulk y el resto. El enemigo (paradigmáticamente Hydra) suele ser extranjero. Las cuestiones políticas se dirimen con la nítida belleza de la violencia: a golpes, a disparos o mediante el chorro triunfante de una energía arcana. Los conflictos de fondo, como la guerra de Iraq con la que Tony Stark se topa cuando alumbra su armadura, jamás son problematizados.
El éxito de la saga de los Vengadores expresa pues, de un lado, el hastío y la desconfianza frente a las instituciones; de otro, la conveniencia de que sean unos pocos hombres y mujeres poderosos quienes se hagan cargo de la pesada carga de la libertad, que diría Erich Fromm, salvándonos de las muchas amenazas que se ciernen sobre nosotros. La opción de una élite dirigente sin parlamento que la estorbe no es de ahora, sino que está ya en Platón, que no era precisamente un demócrata. La ciudadanía, abrumada, parece querer ceder el testigo: en ninguna de las decisiones de los Vengadores hay ciudadanos con voz y voto. Al fondo se adivina un monstruo totalitario, trajeado de salvador del mundo.
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribe: «Sería aún más erróneo olvidar […] que los regímenes totalitarios, mientras que se hallan en el poder, y los dirigentes totalitarios, mientras que se hallan con vida, gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas». Por supuesto, no hay ningún conciliábulo detrás de las cintas de los Vengadores, que se limitan a satisfacer hábilmente recónditos anhelos de las masas (que sintonizan con ciertos intereses espurios). La idea en la que se nos instruye, camuflada entre el Dolby Surround, las palomitas y el merchandising, es la idoneidad de retirar el peso de la convivencia de la política y las instituciones para ceder el testigo a algunos millonarios y fuertes supuestamente ilustrados, y confiar en que el progreso tecnológico nos saque de los atolladeros que él mismo va creando.
Soluciones simples para problemas complejos: es la receta demagógica de siempre. Todos los totalitarismos se han fraguado en épocas de ambigüedad, inseguridad y profundización de las desigualdades, trazas que ya vislumbramos en nuestro tiempo. El totalitarismo atrae a ciertas élites por sus réditos y a las multitudes por sus efectos ansiolíticos. Se fragua a golpe de propaganda y suele esforzarse en ofrecer representaciones previas, para construir «el relato», como decimos ahora. La premisa es una ignorancia extendida, que el ciudadano medio sea incapaz de analizar certeramente su tiempo. Como explica también Arendt en el mismo texto: «El súbdito ideal del totalitarismo […] es aquel para quien la distinción entre realidad y ficción […] y entre verdadero y falso […] ya no existe».
Prometeo robó el fuego divino para liberar a los hombres de la tutela del Olimpo; Marvel nos invita a recorrer el camino inverso haciendo que añoremos Asgard. Los superhéroes no solucionan los males del planeta, se limitan a atajarlos para seguir ejerciendo como policías universales. Los supervillanos, a su vez, son nuestros chivos expiatorios, quienes nos proveen la consoladora sensación de que no son nuestra incompetencia y nuestra desidia las que nos amenazan, sino un misterioso mal.
En uno de los capítulos de la serie Los Simpson vemos a Homer hincado de rodillas y clamando al cielo: «No soy una persona religiosa. Pero si estás ahí, Superman, ¡sálvame!». La escena tiene mucha miga, porque Homer no está solo: caídos los grandes relatos, desprovistos como estamos de nuestros antiguos dioses y decepcionados con nuestros sistemas políticos, cada vez somos más infantiles en nuestro anhelo de alguien que baje a solucionarnos la papeleta. Tenemos retos globales, demográficos, ecológicos y geopolíticos de una magnitud nunca entrevista. Y andamos a la carrera, del trabajo a la actualidad y del ocio al miedo, a golpe de clic y sin ganas ni tiempo para las sutilezas. Las estadísticas dicen que desde que Iron Man llegó a nuestras pantallas la proporción de jóvenes norteamericanos que cree que la democracia es el mejor de los sistemas no para de disminuir. Y ahora, como predijeron Los Simpson, tenemos a Trump; y a Salvini, Le Pen y Orbán sacando pecho, y la literatura y el cine y las demás artes se anegan de distopías en las que la razón de la fuerza se impone a la fuerza de la razón. Como dijo Jean Cocteau, refiriéndose a la lectura: «Vamos con prisa. Nos saltamos las líneas. Vamos a ver cómo termina la historia».
Aunque algunos de sus protagonistas ya existían, los Vengadores nacieron a principios de los años sesenta. Habían vivido la mayor parte de su historia en los comics, y su posterior aparición en las salas de cine fue esporádica y de éxito más bien limitado. Alumbrados al socaire de la Guerra Fría, al igual que Superman y otros personajes de DC y otras editoriales, los Vengadores nunca fueron ajenos a las veleidades políticas. Muy especialmente el Capitán América, que no solo fue azote de los comunistas, sino que llegó hasta a propinarle un puñetazo a un tal Adolf Hitler. Con todo, el mensaje de estos superhéroes tuvo siempre un alcance predominantemente juvenil y norteamericano, lo cual explica sus sobrias cifras al saltar a las pantallas.
Y de pronto, llegó el MCU, el Marvel Cinematic Universe. Desde 2005, cuando Marvel recompra los derechos de sus comics, el sello cinematográfico se convierte en una máquina de hacer dinero. Sus películas, aprovechando la carestía en las salas impuesta por las nuevas plataformas como Netflix y HBO y el auge de las series, copan las primeras posiciones en todos los rankings de recaudaciones. Y es que estas películas ya no son para los niños, sino que su alcance es ahora global, ubicuo. ¿Qué ha pasado?
El arrollador éxito cinematográfico de la tropa de los superhéroes de Marvel esconde una inquietante deriva de la filosofía política de las masas en OccidenteLas crisis del siglo XXI, la caída de las Torres Gemelas, la debacle financiera de 2008 (año de estreno de Iron Man 1) y otros velos que han caído, han desnudado a la clase política y creado, junto a otras circunstancias, un descrédito sin precedentes de las instituciones democráticas. Acabada la Guerra Fría, parecía que nunca se pondría el sol sobre el modelo político de Occidente. Pero Bin Laden y el Daesh, la plutocracia rusa y la emergencia de China han variado decisivamente este panorama, y el Viejo Continente, con su irrelevancia geopolítica y su crisis de identidad, también ha puesto de su parte para crear una tormenta perfecta contra el Estado de Bienestar y su sustento ideológico, la democracia moderna. De bien incontestable y conquista civilizatoria, ha pasado a ser elemento incomprendido y objetado, dando lugar a la que Giovanni Sartori denominó hace años como «democracia de los ausentes», de incierto porvenir.
En este enrarecido ambiente político, nada mejor que unos superhéroes que pongan orden en el cotarro. El nexo común de toda la saga Vengadores es la desconfianza del individuo frente a las instituciones; la quiebra del contrato social al que Hobbes y Rousseau apuntaron. Estos nietzscheanos Übermenschen desprecian cualquier sujeción a las normas y se consideran por encima de toda institución política o jurídica. Su líder moral es el Capitán América, defensor a ultranza del individualismo; su líder carismático, Tony Stark, que se autodefine como «genio, billonario, playboy y filántropo». Un soldado que ve al gobierno infectado de absolutismo y un condescendiente ultracapitalista en sempiterna pugna contra el Estado; entre ambos dirigen los destinos de SHIELD, el benefactor escudo que protege nuestro mundo. Desde hace unos años, ambos caracteres, distintos pero hermanados, cautivan a las masas, cansadas, quizá, de las muchas fatigas ciudadanas por las que hay que pasar para vivir libre y democráticamente en sociedad, y hartas también, eso es seguro, del exiguo nivel de quienes trabajan como sus representantes.
Todas las soluciones que los Vengadores plantean están por encima de la democracia. Su norte es el bien común, aunque decidido entre ellos e implantado con el apoyo de sus máquinas. La tecnología, salvífica, es el personaje encubierto de esta saga en la que se glorifica el progreso creativo y sofisticado. El mensaje es polarizante: Ultrón, Ivan Vanko, Thanos (una especie de ecologista ultra y sanguinario), frente a la moral infinita de Thor, Hulk y el resto. El enemigo (paradigmáticamente Hydra) suele ser extranjero. Las cuestiones políticas se dirimen con la nítida belleza de la violencia: a golpes, a disparos o mediante el chorro triunfante de una energía arcana. Los conflictos de fondo, como la guerra de Iraq con la que Tony Stark se topa cuando alumbra su armadura, jamás son problematizados.
El éxito de la saga de los Vengadores expresa pues, de un lado, el hastío y la desconfianza frente a las instituciones; de otro, la conveniencia de que sean unos pocos hombres y mujeres poderosos quienes se hagan cargo de la pesada carga de la libertad, que diría Erich Fromm, salvándonos de las muchas amenazas que se ciernen sobre nosotros. La opción de una élite dirigente sin parlamento que la estorbe no es de ahora, sino que está ya en Platón, que no era precisamente un demócrata. La ciudadanía, abrumada, parece querer ceder el testigo: en ninguna de las decisiones de los Vengadores hay ciudadanos con voz y voto. Al fondo se adivina un monstruo totalitario, trajeado de salvador del mundo.
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribe: «Sería aún más erróneo olvidar […] que los regímenes totalitarios, mientras que se hallan en el poder, y los dirigentes totalitarios, mientras que se hallan con vida, gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas». Por supuesto, no hay ningún conciliábulo detrás de las cintas de los Vengadores, que se limitan a satisfacer hábilmente recónditos anhelos de las masas (que sintonizan con ciertos intereses espurios). La idea en la que se nos instruye, camuflada entre el Dolby Surround, las palomitas y el merchandising, es la idoneidad de retirar el peso de la convivencia de la política y las instituciones para ceder el testigo a algunos millonarios y fuertes supuestamente ilustrados, y confiar en que el progreso tecnológico nos saque de los atolladeros que él mismo va creando.
Soluciones simples para problemas complejos: es la receta demagógica de siempre. Todos los totalitarismos se han fraguado en épocas de ambigüedad, inseguridad y profundización de las desigualdades, trazas que ya vislumbramos en nuestro tiempo. El totalitarismo atrae a ciertas élites por sus réditos y a las multitudes por sus efectos ansiolíticos. Se fragua a golpe de propaganda y suele esforzarse en ofrecer representaciones previas, para construir «el relato», como decimos ahora. La premisa es una ignorancia extendida, que el ciudadano medio sea incapaz de analizar certeramente su tiempo. Como explica también Arendt en el mismo texto: «El súbdito ideal del totalitarismo […] es aquel para quien la distinción entre realidad y ficción […] y entre verdadero y falso […] ya no existe».
Prometeo robó el fuego divino para liberar a los hombres de la tutela del Olimpo; Marvel nos invita a recorrer el camino inverso haciendo que añoremos Asgard. Los superhéroes no solucionan los males del planeta, se limitan a atajarlos para seguir ejerciendo como policías universales. Los supervillanos, a su vez, son nuestros chivos expiatorios, quienes nos proveen la consoladora sensación de que no son nuestra incompetencia y nuestra desidia las que nos amenazan, sino un misterioso mal.
En uno de los capítulos de la serie Los Simpson vemos a Homer hincado de rodillas y clamando al cielo: «No soy una persona religiosa. Pero si estás ahí, Superman, ¡sálvame!». La escena tiene mucha miga, porque Homer no está solo: caídos los grandes relatos, desprovistos como estamos de nuestros antiguos dioses y decepcionados con nuestros sistemas políticos, cada vez somos más infantiles en nuestro anhelo de alguien que baje a solucionarnos la papeleta. Tenemos retos globales, demográficos, ecológicos y geopolíticos de una magnitud nunca entrevista. Y andamos a la carrera, del trabajo a la actualidad y del ocio al miedo, a golpe de clic y sin ganas ni tiempo para las sutilezas. Las estadísticas dicen que desde que Iron Man llegó a nuestras pantallas la proporción de jóvenes norteamericanos que cree que la democracia es el mejor de los sistemas no para de disminuir. Y ahora, como predijeron Los Simpson, tenemos a Trump; y a Salvini, Le Pen y Orbán sacando pecho, y la literatura y el cine y las demás artes se anegan de distopías en las que la razón de la fuerza se impone a la fuerza de la razón. Como dijo Jean Cocteau, refiriéndose a la lectura: «Vamos con prisa. Nos saltamos las líneas. Vamos a ver cómo termina la historia».
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