La reseña de George Orwell a “Mi Lucha” de Adolf Hitler, y su vertiginosa actualidad
Hitler no es sólo la caricatura del mal, sino un pesonaje cuyo atractivo también ha marcado los parámetros morales e ideológicos desde la Segunda Guerra Mundial, aspecto que George Orwell supo notar y analizar oportuna e impecablemente
Por: Javier Raya -
(Traducción de la reseña después del salto).
Mein Kampf es el famoso
best-seller de Hitler. Fue escrito mientras estuvo en prisión, como
todos sabemos, pero no todos saben que su título original era Cuatro años y medio (de lucha) contra las mentiras, la estupidez y la cobardía. Flaco favor fue el de Max Amann, editor del manuscrito, al sugerir una reducción del título al muy comercializable Mi lucha.
La lectura de memorias militares tiene
una historia honrosa: la historia de la campaña en las Galias de Julio
César, la poesía de Garcilaso, pasando por las cartas de Napoleón hasta
los ensayos de Churchill y los análisis políticos de Fidel Castro, la
pluma y la espada han estado estrechamente ligadas en la historia. Y,
como ocurre en muchos ámbitos, Hitler es una notable excepción a todo lo
que creemos saber sobre algo.
El trabajo crítico de George Orwell al trabajar sobre Mein Kampf no
es el de “ver cuánto corta la espada en un vencido”, como diría
Garcilaso (la reseña es de 1940 así que, estrictamente, Hitler no era el
gran vencido de la Segunda Guerra Mundial todavía, sino el triunfante
caudillo de la Primera), o el de burlarse impunemente de la impericia
técnica de su autor: Orwell logra una lúcida lectura sobre la amenaza
real de que un individuo cuya mente no evoluciona a lo largo del tiempo,
como la de Hitler, dirija una poderosa maquinaria de guerra sin
inmediata oposición (y, de paso, nos pone a pensar que la reseña, como
forma específica de escritura, no tiene por qué ser este comentarismo de
ocasión de nuestros días).
El
“carisma” que muchos comentaristas posteriores asocian a la
pervasividad del ideario hitleriano, en Orwell se maneja como
“atractivo”, y sus fuentes son trazadas hacia un malestar común: el
nazismo, finalmente, fue también un proyecto moderno desbancado, pero no
sustituido finalmente por el socialismo, sino por el capitalismo, un
modelo cuya crueldad es acaso más sofisticada que la del nazismo, pues
donde el nacionalsocialismo tenía un rostro identificable, impreso en
todos los estandartes, el capitalismo tiene solamente albaceas,
prestanombres y delegados temporales.
El tema de la maldad, asociado
generalmente a la figura de Hitler, tiene demasiado de caricatura, de
trazo grueso: es la satisfacción histórica de haber encontrado al
culpable, al enemigo perfecto, aquel que, paradójicamente, habría de
darnos la medida y el rumbo de nuestra acción, o que funcionaría al
menos como una anti-brújula ideológica. Pero la realidad no se construye
con buenos y malos: Orwell sabe muy bien que la narrativa bajo la que
Hitler planeó un Reich de mil años es básicamente la misma que vemos una y otra vez en el cine de Hollywood:
Él es el mártir, la
víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a
puño limpio con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un
ratón, sabría cómo hacerlo ver como un dragón. Uno siente, como con
Napoleón, que está luchando contra el destino, que no puede ganar,
aunque lo merezca.
1984, en este sentido, puede
leerse menos como una “novela distópica” que como un análisis de lo que
sería una “dictadura sin héroes” o sin caudillos: algo muy similar al
tipo de régimen que vivimos en el capitalismo tardío, con libertades
liberales y crueldades estructurales, además de con una inconsistencia
semántica donde “libertad” significa un eufemismo para el poder
expansionista de Estados Unidos. 1984 no es una parodia del nazismo: el capitalismo lo es.
Es un signo de la velocidad a la que van los eventos el que la edición sin censura de Mein Kampf de
Hurst y Blackett, publicada hace sólo un año, sea editada desde un
ángulo pro-Hitler. La intención obvia del traductor del prefacio y las
notas es de atenuar la ferocidad del libro y presentar a Hitler en la
manera más gentil posible. Pues en ese tiempo Hitler todavía era
respetable. Había aplastado al movimiento obrero de Alemania, y por
ello, las clases dominantes estaban dispuestas a perdonarle casi
cualquier cosa. Tanto la izquierda como la derecha estaban de acuerdo en
la muy frívola noción de que el Nacionalsocialismo no era sino una mero
conservadurismo.
Luego resultó
que, después de todo, Hitler no era tan respetable. Como resultado de
esto, la edición de Hurst y Blackett fue reimpresa con un cintillo
explicando que todas las ganancias serán entregadas a la Cruz Roja. Sin
embargo, simplemente por la evidencia interna de Mein Kampf, es
difícil creer que se ha efectuado algún cambio real en las opiniones y
objetivos de Hitler. Cuando uno compara sus declaraciones de hace poco
más de un año con las de hace quince años, nos sorprende la rigidez de
su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es
la visión fija de un monomaníaco sin probabilidades de verse afectada
por las maniobras temporales de la política del poder. Probablemente en
la mente de Hitler, el pacto ruso-germano no representa sino un ligero
retraso temporal. El plan vertido en Mein Kampf era el de
aplastar primero a Rusia, con la intención implícita de aplastar a
Inglaterra después. Ahora, según parece, hay que lidiar primero con
Inglaterra, porque Rusia era de los dos, el más fácil de engañar. Pero
el turno de Rusia llegará cuando Inglaterra desaparezca del mapa –eso,
sin duda, según Hitler. El hecho de que los eventos se den así es, por
supuesto, una cuestión aparte.
Supongan que el
plan de Hitler pueda llevarse a cabo. Lo que él avizora, en el lapso de
unos 100 años, es un Estado conformado por 250 millones de alemanes con
mucho “espacio disponible” (i.e., extendiéndose hasta Afganistán o sus
inmediaciones), un horrible imperio sin cerebro donde, esencialmente,
nada ocurre, salvo el entrenamiento de jóvenes para la guerra y la
crianza interminable de nueva carne de cañón. ¿Cómo fue capaz de
organizar esta visión monstruosa? Es fácil decir que en una fase de su
carrera, lo financiaban los grandes empresarios, quienes vieron en él al
hombre que aplastaría a los socialistas y comunistas. No le habrían
dado su apoyo, sin embargo, si no hubiera creado para entonces un gran
movimiento. De nuevo, la situación de Alemania con sus siete millones de
desempleados, obviamente era favorable para demagogos. Pero Hitler no
podía haber salido triunfante contra sus muchos rivales si no hubiera
sido por la atracción de su propia personalidad, la cual uno puede
sentir incluso en las torpes páginas del Mein Kampf, y que sin
duda es arrolladora cuando uno escucha sus discursos… El punto es que
hay algo profundamente atractivo en él. Uno vuelve a sentirlo al ver sus
fotografías –y recomiendo especialmente la fotografía al inicio de la
edición de Hurst y Blackett, que muestra a Hitler en sus días tempranos
de “camisa pardas” [las milicias del Nacionalsocialismo]. Es un
rostro patético, perruno, el rostro de un hombre sufriendo injusticias
intolerables. De un modo mucho más masculino, reproduce la expresión de
innumerables pinturas de Cristo crucificado, y hay poca duda de que así
es como Hitler se ve a sí mismo. Sobre la primera y muy personal causa
de su agravio contra el universo sólo podemos especular; pero en
cualquier caso, el agravio está ahí. Él es el mártir, la víctima,
Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a puño
limpio con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un ratón,
sabría cómo hacerlo ver como un dragón. Uno siente, como con Napoleón,
que está luchando contra el destino, que no puede ganar, aunque
lo merezca. El atractivo de una postura tal es, por supuesto, enorme; la
mitad de las películas que uno ve abordan tales temas.
También ha rozado
la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el
pensamiento occidental desde la última guerra, ciertamente todo el
pensamiento “progresista”, ha asumido tácitamente que los seres humanos
no desean otra cosa que el alivio, la seguridad y el evitar el dolor. En
tal visión de la vida no hay lugar, digamos, para el patriotismo o las
virtudes militares. El socialista que ve a sus hijos jugar con soldados
suele molestarse, pero no es capaz de pensar en un sustituto para los
soldaditos de hojalata; difícil pensar en pacifistas de hojalata.
Hitler, puesto que en su mente incapaz de alegría lo siente con
excepcional fuerza, sabe que los seres humanos no solamente desean
confort, seguridad, pocas horas de trabajo, higiene, planificación
familiar y, en general, sentido común; también desean, al menos de
manera intermitente, lucha y autosacrificio, sin mencionar redobles,
banderas y demostraciones públicas de lealtad. Sin contarlas como
teorías económicas, el fascismo y el nazismo son mucho más escandalosos
psicológicamente que cualquier concepción hedonista de la vida. Lo mismo
probablemente aplica a la versión militarizada del socialismo de
Stalin. Los tres grandes dictadores han alcanzado el poder imponiendo
cargas intolerables a sus pueblos. A pesar de que el socialismo, y el
capitalismo incluso a regañadientes, hayan dicho a sus pueblos “te
ofrezco pasártela bien”, Hitler les dijo “te ofrezco lucha, peligro y
muerte”, y como resultado toda una nación se postró a sus pies. Tal vez
más adelante se harten de ello y cambien de opinión, como al final de la
última guerra. Luego de unos años de carnicería y hambruna “La mayor
felicidad del mayor número” es un buen eslogan, pero en este momento
“Mejor un final horrible que un horror sin fin” es el ganador. Ahora que
luchamos contra el hombre que lo acuñó, no deberíamos subestimar su
atractivo emocional.
George Orwell, marzo de 1940.
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