En
al menos tres ocasiones el gobierno federal ha intentado dar vuelta a
la página en el caso de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural
Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, desaparecidos entre la noche del 26 y
la madrugada del 27 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero.
En la primera, en diciembre de 2014, el presidente de la República llamó al país a “superar el dolor que ha generado
el caso”. La petición suscitó críticas ante la falta de sensibilidad
del primer mandatario que perdió de vista la desesperación de las madres
y padres de los 43 estudiantes ante la desaparición de sus hijos y el
evidente fracaso de las autoridades de los distintos niveles de gobierno
para encontrarlos.
La segunda ocurrió el 28 de enero de
2015 cuando el entonces Procurador General de la República, Jesús
Murillo Karam, afirmó que “ya se conoce la verdad histórica de lo que
ocurrió en el llamado caso Iguala”, pues de acuerdo con peritajes,
evidencias y declaraciones de los detenidos, los 43 estudiantes de la
Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, “fueron
asesinados e incinerados por integrantes del cártel Guerreros Unidos”.
Se comprobó que los hechos ocurrieron en el ya conocido basurero de
Cocula, por lo que el caso debería cerrarse para castigar a los culpables.
La
“verdad histórica” de Murillo Karam fue desmentida por grupos de
expertos en la materia; entre ellos, un grupo de científicos de la UNAM,
un equipo argentino en antropología forense y especialistas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La tercera, ocurrió recientemente, el 24 de febrero
de 2016. Durante la ceremonia del “Día de la Bandera”, celebrada en
Iguala, Guerrero, de nuevo el presidente Peña Nieto intentó cerrar este
penoso capítulo, al afirmar que “Iguala es un municipio emblemático en
la historia de México que no puede quedar marcado por los trágicos
hechos del ataque y desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa”.
La retórica no se hizo esperar, en un intento por
“superar los trágicos hechos” Peña echo mano del pasado, resaltó que
gracias a todas las generaciones de mexicanos el país es respetado en el
mundo y que si bien hay “pruebas” que superar no hay que perder de
vista las “fortalezas que definen a nuestra Nación”.
En
sentido estricto, lo dicho por el mandatario es verdad, no se puede
calificar a un país o localidad por un solo hecho, pero el punto aquí es
que no se está calificando al lugar ni a sus pobladores sino a su
gobierno y, aunque también es verdad que el gobierno federal no es
responsable directo por lo ocurrido a los 43 estudiantes de Ayotzinapa,
no es menos cierto que, siendo un asunto de competencia federal, está
obligado a resolver el caso y decir a los familiares de estos
desafortunados estudiantes que fue lo que sucedió esa noche y cuál es el
paradero de sus hijos, vivos o muertos. O, en todo caso, declarar su
incapacidad para conocer la verdad de lo sucedido y dar con el destino
de los estudiantes y no intentar dar “carpetazo” con versiones que, a
decir de los expertos, no se sostienen, agregando una ofensa al dolor de
las madres y padres de Ayotzinapa, al intentar ajustar los hechos.
Mientras
eso no ocurra el fantasma de los 43 le seguirá a donde vaya. Ya a estas
alturas, Ayotzinapa se ha convertido en otro Atenco, nombre con el que
se recuerda el caso del pueblo San Salvador Atenco, Estado de México,
que la madrugada del 4 de mayo de 2006 se vio invadido por tres mil
elementos policíacos –mil quinientos de ellos pertenecientes a la
Policía Federal Preventiva (PFP) y otros mil quinientos entre policías
estatales y municipales– quienes golpearon, violaron, arrestaron a una
población indefensa. En los siguientes días las escenas en los medios se
multiplicaron: “hombres ensangrentados, enfrentamientos de siete
policías contra un atenquense, mujeres arrastradas de los cabellos”
y todo bajo la presidencia de Vicente Fox Quesada, aquel que quería
construir un aeropuerto en las tierras de los pobladores de Atenco,
pagando con unos cuantos pesos su tradición, sus ancestros enterrados
ahí, su apego a la tierra, y la gubernatura de Enrique Peña Nieto, quien
aceptara la responsabilidad de los hechos como una forma de volver al
orden.
No importa lo que Peña diga, no importa lo que
haga como celebrar el “Día de la Bandera” en Iguala y pedir a la
población que olvide, no importan sus esfuerzos por demostrar que el
caso está cerrado y que se tiene la “verdad histórica” sobre lo
sucedido, no importan sus deseos, por fervientes que sean, los 43 de
Ayotzinapa al igual que Atenco “no se olvidan”.
Si la memoria de los pueblos es corta, no lo es cuando en ella se involucran hechos violentos ; no lo es cuando quien debería cuidar de la seguridad de la población comete actos de lesa humanidad en contra de hombres, mujeres , ancianos, ancianas, jóvenes, niños, niñas; no lo es cuando madres y padres se empeñan en no olvidar a sus hijos ; no lo es cuando los desaparecidos siguen desaparecidos; no lo es cuando no hay un cuerpo que enterrar y junto al cual llorar.
Por
eso Ayotzinapa se ha vuelto otro Atenco para Peña Nieto, tal como el
Movimiento Estudiantil del ‘68 ha quedado ligado a los nombres de
Gustavo Díaz Ordaz y de Luis Echeverría Álvarez, pues “el 2 de octubre
tampoco se olvida”.
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