Para
explicar y por ende prever la política exterior de Estados Unidos, se
ha recurrido durante más de un siglo a la oposición entre aislacionistas
e intervencionistas. Los primeros se situaban en la línea de los
«Padres peregrinos» que huyeron de la vieja Europa para construir un
mundo nuevo. Los segundos, conforme a la tradición de algunos de los
«Padres fundadores», no solo pretendían conquistar la independencia de
Estados Unidos sino además tratar de continuar por sí mismos el proyecto
del Imperio Británico.
Hoy en día, esa diferencia ha dejado de tener sentido porque se ha hecho imposible para cualquier país vivir aislado de los demás, aún tratándose de uno tan grande como Estados Unidos. Aunque en ese país es muy común que cada político tilde a sus adversarios de aislacionistas, ningún político estadounidense –exceptuando a Ron Paul– defiende hoy en día esa tendencia.
El debate actual se desarrolla entre los partidarios de la guerra perpetua y los adeptos de un uso de la fuerza más mesurado. Según los trabajos de los profesores Martin Gilens y Benjamin I. Page, la política actual de Estados Unidos la decide un conjunto de grupos de intereses, independientemente de la voluntad de los ciudadanos. Se justifica, por tanto, ver en ese debate la influencia, de un lado, del complejo militar-industrial, que domina la economía estadounidense y cuyo interés es proseguir la «guerra sin fin», y, del otro lado, la influencia de las llamadas compañías de peaje (como las empresas de software, de la alta tecnología y del entretenimiento), cuya producción es ciertamente más virtual que real pero que perciben sus dividendos precisamente en todos los lugares del mundo donde reina la paz.
Este análisis del debate deja de lado la cuestión del acceso a las materias primas y a las fuentes de energía, tema dominante en los siglos XIX y XX pero que ha perdido relieve hoy en día, aunque sin desaparecer por ello totalmente.
Desde el surgimiento de la «Doctrina Carter», que elevó a la categoría de tema de «seguridad nacional» el acceso a los hidrocarburos de lo que hoy ha dado en designarse como el «Medio Oriente ampliado», hemos visto a Washington crear el CentCom, enviar al Golfo más de medio millón de hombres y reclamar el control de toda la región. Es importante recordar que, convencido de la inminencia del «pico petrolero», Dick Cheney decidió la preparación de las «primaveras árabes» y las guerras contra todos los Estados de la región que no estaban bajo el control de Washington. Pero esa política perdió su razón de ser mientras se aplicaba ya que, además de comenzar a producir gas y petróleo de esquistos, Estados Unidos logró el control de los hidrocarburos del Golfo de México.
Por consiguiente, para los años venideros, Estados Unidos no solo habrá abandonado el «Medio Oriente ampliado» sino que hay además grandes posibilidades de que decida iniciar una gran guerra contra Venezuela, la única potencia de nivel intermedio capaz de rivalizar con la explotación estadounidense de los hidrocarburos del Golfo de México, y hacerla peligrar.
En su serie de entrevistas con The Atlantic, el presidente Obama trató de explicar su doctrina. Para ello respondió amplia y repetitivamente a quienes lo acusan de haber tomado decisiones contradictorias y de haberse mostrado débil, principalmente después de la cuestión de la «línea roja» en Siria.
Obama había declarado, en efecto, que el uso de armas químicas era una línea roja que no podía violarse. Pero, cuando su Administración afirmó que la República Árabe Siria había utilizado armas químicas contra su propia población, Obama se negó a desatar una nueva guerra. Dejando de lado el hecho de saber si aquella acusación era o no justificada, el Presidente subrayó que Estados Unidos no tenía ningún interés en arriesgar las vidas de sus soldados en aquel conflicto y que él había optado por preservar las fuerzas para poder disponer de ellas ante verdaderas amenazas para los intereses nacionales. Esa forma de prudencia constituiría la «Doctrina Obama».
¿Cuáles son, entonces, esas verdaderas amenazas? El Presidente no lo dice. Lo más que podemos hacer es tener en cuenta los trabajos del US National Intelligence Council y los anteriores señalamientos sobre el poder de los grupos de interés. Se ve entonces que Estados Unidos ha abandonado la «Doctrina G. W. Bush» posterior al 11 de septiembre del 2001 –doctrina de dominación global– para regresar a la doctrina de Bush padre: la de la excelencia comercial. Al terminar la guerra fría, por falta de combatientes, la época se dedicará únicamente a competir en el terreno económico dentro de un sistema capitalista desreglamentado.
Es, por cierto, para garantizar el fin de la época de los conflictos ideológicos que el presidente Obama se acerca a Cuba e Irán. Era para él indispensable apagar la oposición de esos dos Estados revolucionarios, los únicos que cuestionan no solo la supremacía estadounidense sino también las reglas del juego internacional.
La mala fe que Estados Unidos está demostrando en cuanto a la aplicación efectiva del acuerdo 5+1 es prueba simplemente de que no existe la supuesta preocupación de Washington sobre el desarrollo nuclear iraní y que lo único que realmente le interesa es limitar lo más posible el alcance de la revolución iniciada por el ayatola Khomeiny.
Es en este contexto que asistimos a un regreso de la «Doctrina Wolfowitz», según la cual Estados Unidos tiene que hacer todo lo posible por evitar el surgimiento de un nuevo competidor… empezando por la Unión Europea. Esa estrategia parecía haber sido objeto de cierta modificación en el sentido en que Washington veía con más temor el despertar de China.
Se habló entonces del «giro hacia el Extremo Oriente», que consiste en retirar las tropas estadounidenses presentes en el Medio Oriente ampliado y reposicionarlas de manera que fuese posible controlar esta otra región y contener a la vez la potencia china. Si bien el Pentágono renunció al delirio neoconservador que preconizaba la destrucción de China, sí espera, en cambio, encerrar a Pekín en un papel exclusivamente económico y alejarlo de toda influencia política fuera de sus propias fronteras.
Sin embargo, lo que hoy estamos viendo es lo contrario del «giro hacia el Extremo Oriente». Cierto es que Estados Unidos ha reforzado ligeramente su presencia en el Pacífico, pero lo que realmente ha hecho es implantarse militarmente en Europa central. Mientras continúan las guerras en Palestina y en Yemen, así como en Siria e Irak, y las armas van a comenzar a tronar nuevamente en Libia, un nuevo conflicto se ha iniciado en Ucrania. Hay, sin embargo, dos maneras de interpretar esta evolución.
Se puede considerar, por un lado, que el despliegue militar en la frontera rusa y la respuesta militar que ese despliegue suscita de parte de Moscú en realidad no amenazan la paz. Iniciar un conflicto en esa zona parece a la vez demasiado peligroso y absolutamente innecesario. Eso indica que la guerra en Ucrania no está dirigida contra Rusia sino que se trata solamente de la fabricación artificial de una seudoamenaza rusa hacia Europa, con su secuela de sanciones y contrasanciones, lo cual permite a Estados Unidos presentarse como «protector» a los ojos de sus crédulos aliados.
Por otro lado, puede considerarse que el porvenir económico de Estados Unidos se basa en el control que ejerce sobre los intercambios internacionales y, por consiguiente, sobre la garantía del transporte marítimo. Por el contrario, el desarrollo de Rusia y China exige que esos países se liberen de la tutela estadounidense y que sean capaces de dotarse de rutas comerciales continentales. En eso consiste el proyecto del presidente chino Xi Jinping, con la construcción de dos rutas de la seda, una que sigue su antiguo trayecto, a través del Asia Central, Pakistán, Irán y Siria hasta el Mediterráneo, y otra que pasa por Rusia hasta alcanzar Alemania. Esas dos rutas están actualmente interrumpidas, en el Levante por el Emirato Islámico y por Ucrania en Europa.
La cuestión del transporte marítimo era el eje de la estrategia estadounidense al principio del siglo XXI, con el respaldo a los piratas del Cuerno de África, estrategia que llega a su fin cuando Moscú y Pekín envían a esa región sus propios navíos de guerra. Sin embargo, aunque China ha logrado que Egipto multiplique por dos las posibilidades de tránsito por el canal de Suez, el acceso por el estrecho de Bab el-Mandeb se mantiene oficialmente controlado por intermedio de Yibutí y, extraoficialmente, por al-Qaeda a través del Emirato Islámico de Mukalla.
Al control de las rutas comerciales es necesario agregar el control de los intercambios financieros. Es por eso que la justicia estadounidense ha emitido una serie de reglas que viene tratando de imponer poco a poco a los bancos del mundo entero. Pero, también en ese ámbito Rusia resiste y crea su propio sistema swift, mientras que China rechaza la conversión de su moneda en dólares para no verse sometida a las reglas estadounidenses.
De ser exacto este análisis, las guerras en Siria, Irak y Ucrania se detendrán únicamente cuando Rusia y China hayan logrado garantizar la seguridad de alguna otra ruta comercial hasta Europa Occidental. En ese sentido, son visibles los esfuerzos que realiza Estados Unidos para atraer a Bielorrusia, después de haberla combatido durante tanto tiempo, lo cual es una manera de tratar de extender el muro de contención ucraniano y de garantizar una hermética separación entre el oeste y el este de Europa.
Según esa perspectiva, las negociaciones comerciales que Estados Unidos viene realizando con la Unión Europea (TTIP) y con la Asean (TPP) no tienen como objetivo fortalecer los intercambios entre las partes sino, por el contrario, excluir de los mercados a Rusia y China. Es, por cierto, de manera completamente estúpida que europeos y asiáticos se concentran en esas negociaciones sobre la cuestión de las normas de producción, cuando lo primero que tendrían que hacer es exigir la incorporación de rusos y chinos.
Una última enseñanza que podemos sacar de las declaraciones del presidente Obama a The Atlantic es que Estados Unidos tiene intenciones de actualizar sus alianzas, de adaptarlas a su nueva doctrina estratégica. Por ejemplo, el apoyo a la familia real de Arabia Saudita, que prevaleció durante la época en que el petróleo venía del Medio Oriente, carece ahora de utilidad y se ha convertido incluso en una carga. Otro ejemplo, la «relación especial» con el Reino Unido –que incluyó desde el control de los océanos (con la Carta Atlántica) hasta el intento de imponer un mundo unipolar (mediante la guerra de Irak), tampoco resulta hoy especialmente interesante, así que habrá que revisarla. Tampoco debe olvidarse en todo eso el costoso respaldo a Israel, que también ha dejado de ser útil en el Medio Oriente y que solo podrá mantenerse si Tel Aviv se muestra útil en otras regiones del mundo.
Estas observaciones no corresponden a la actual campaña presidencial estadounidense, en la que se oponen, de un lado, el complejo militar-industrial y la ideología WASP, representados ambos por Hillary Clinton, y, del otro lado, la industria llamada “de peaje” y el pacto social del «sueño americano», representados en la figura de Donald Trump. La violencia de esta campaña es prueba de la necesidad de un proceso de reequilibrio entre esas fuerzas después de la supremacía indiscutida del belicismo reinante desde 1995.
Cuando gane el bando que Trump representa, veremos resolverse las guerras, pero se ejercerá una enorme presión en materia de pagos de licencias y derechos de autor. Si esa victoria tardara en llegar, Estados Unidos tendría que enfrentar la sublevación de una población profundamente descontenta e incluso motines. Se haría entonces particularmente difícil prever la política exterior de Estados Unidos.
Thierry Meyssan es periodista y activista político francés.
Fuente: Red Voltaire
Hoy en día, esa diferencia ha dejado de tener sentido porque se ha hecho imposible para cualquier país vivir aislado de los demás, aún tratándose de uno tan grande como Estados Unidos. Aunque en ese país es muy común que cada político tilde a sus adversarios de aislacionistas, ningún político estadounidense –exceptuando a Ron Paul– defiende hoy en día esa tendencia.
El debate actual se desarrolla entre los partidarios de la guerra perpetua y los adeptos de un uso de la fuerza más mesurado. Según los trabajos de los profesores Martin Gilens y Benjamin I. Page, la política actual de Estados Unidos la decide un conjunto de grupos de intereses, independientemente de la voluntad de los ciudadanos. Se justifica, por tanto, ver en ese debate la influencia, de un lado, del complejo militar-industrial, que domina la economía estadounidense y cuyo interés es proseguir la «guerra sin fin», y, del otro lado, la influencia de las llamadas compañías de peaje (como las empresas de software, de la alta tecnología y del entretenimiento), cuya producción es ciertamente más virtual que real pero que perciben sus dividendos precisamente en todos los lugares del mundo donde reina la paz.
Este análisis del debate deja de lado la cuestión del acceso a las materias primas y a las fuentes de energía, tema dominante en los siglos XIX y XX pero que ha perdido relieve hoy en día, aunque sin desaparecer por ello totalmente.
Desde el surgimiento de la «Doctrina Carter», que elevó a la categoría de tema de «seguridad nacional» el acceso a los hidrocarburos de lo que hoy ha dado en designarse como el «Medio Oriente ampliado», hemos visto a Washington crear el CentCom, enviar al Golfo más de medio millón de hombres y reclamar el control de toda la región. Es importante recordar que, convencido de la inminencia del «pico petrolero», Dick Cheney decidió la preparación de las «primaveras árabes» y las guerras contra todos los Estados de la región que no estaban bajo el control de Washington. Pero esa política perdió su razón de ser mientras se aplicaba ya que, además de comenzar a producir gas y petróleo de esquistos, Estados Unidos logró el control de los hidrocarburos del Golfo de México.
Por consiguiente, para los años venideros, Estados Unidos no solo habrá abandonado el «Medio Oriente ampliado» sino que hay además grandes posibilidades de que decida iniciar una gran guerra contra Venezuela, la única potencia de nivel intermedio capaz de rivalizar con la explotación estadounidense de los hidrocarburos del Golfo de México, y hacerla peligrar.
En su serie de entrevistas con The Atlantic, el presidente Obama trató de explicar su doctrina. Para ello respondió amplia y repetitivamente a quienes lo acusan de haber tomado decisiones contradictorias y de haberse mostrado débil, principalmente después de la cuestión de la «línea roja» en Siria.
Obama había declarado, en efecto, que el uso de armas químicas era una línea roja que no podía violarse. Pero, cuando su Administración afirmó que la República Árabe Siria había utilizado armas químicas contra su propia población, Obama se negó a desatar una nueva guerra. Dejando de lado el hecho de saber si aquella acusación era o no justificada, el Presidente subrayó que Estados Unidos no tenía ningún interés en arriesgar las vidas de sus soldados en aquel conflicto y que él había optado por preservar las fuerzas para poder disponer de ellas ante verdaderas amenazas para los intereses nacionales. Esa forma de prudencia constituiría la «Doctrina Obama».
¿Cuáles son, entonces, esas verdaderas amenazas? El Presidente no lo dice. Lo más que podemos hacer es tener en cuenta los trabajos del US National Intelligence Council y los anteriores señalamientos sobre el poder de los grupos de interés. Se ve entonces que Estados Unidos ha abandonado la «Doctrina G. W. Bush» posterior al 11 de septiembre del 2001 –doctrina de dominación global– para regresar a la doctrina de Bush padre: la de la excelencia comercial. Al terminar la guerra fría, por falta de combatientes, la época se dedicará únicamente a competir en el terreno económico dentro de un sistema capitalista desreglamentado.
Es, por cierto, para garantizar el fin de la época de los conflictos ideológicos que el presidente Obama se acerca a Cuba e Irán. Era para él indispensable apagar la oposición de esos dos Estados revolucionarios, los únicos que cuestionan no solo la supremacía estadounidense sino también las reglas del juego internacional.
La mala fe que Estados Unidos está demostrando en cuanto a la aplicación efectiva del acuerdo 5+1 es prueba simplemente de que no existe la supuesta preocupación de Washington sobre el desarrollo nuclear iraní y que lo único que realmente le interesa es limitar lo más posible el alcance de la revolución iniciada por el ayatola Khomeiny.
Es en este contexto que asistimos a un regreso de la «Doctrina Wolfowitz», según la cual Estados Unidos tiene que hacer todo lo posible por evitar el surgimiento de un nuevo competidor… empezando por la Unión Europea. Esa estrategia parecía haber sido objeto de cierta modificación en el sentido en que Washington veía con más temor el despertar de China.
Se habló entonces del «giro hacia el Extremo Oriente», que consiste en retirar las tropas estadounidenses presentes en el Medio Oriente ampliado y reposicionarlas de manera que fuese posible controlar esta otra región y contener a la vez la potencia china. Si bien el Pentágono renunció al delirio neoconservador que preconizaba la destrucción de China, sí espera, en cambio, encerrar a Pekín en un papel exclusivamente económico y alejarlo de toda influencia política fuera de sus propias fronteras.
Sin embargo, lo que hoy estamos viendo es lo contrario del «giro hacia el Extremo Oriente». Cierto es que Estados Unidos ha reforzado ligeramente su presencia en el Pacífico, pero lo que realmente ha hecho es implantarse militarmente en Europa central. Mientras continúan las guerras en Palestina y en Yemen, así como en Siria e Irak, y las armas van a comenzar a tronar nuevamente en Libia, un nuevo conflicto se ha iniciado en Ucrania. Hay, sin embargo, dos maneras de interpretar esta evolución.
Se puede considerar, por un lado, que el despliegue militar en la frontera rusa y la respuesta militar que ese despliegue suscita de parte de Moscú en realidad no amenazan la paz. Iniciar un conflicto en esa zona parece a la vez demasiado peligroso y absolutamente innecesario. Eso indica que la guerra en Ucrania no está dirigida contra Rusia sino que se trata solamente de la fabricación artificial de una seudoamenaza rusa hacia Europa, con su secuela de sanciones y contrasanciones, lo cual permite a Estados Unidos presentarse como «protector» a los ojos de sus crédulos aliados.
Por otro lado, puede considerarse que el porvenir económico de Estados Unidos se basa en el control que ejerce sobre los intercambios internacionales y, por consiguiente, sobre la garantía del transporte marítimo. Por el contrario, el desarrollo de Rusia y China exige que esos países se liberen de la tutela estadounidense y que sean capaces de dotarse de rutas comerciales continentales. En eso consiste el proyecto del presidente chino Xi Jinping, con la construcción de dos rutas de la seda, una que sigue su antiguo trayecto, a través del Asia Central, Pakistán, Irán y Siria hasta el Mediterráneo, y otra que pasa por Rusia hasta alcanzar Alemania. Esas dos rutas están actualmente interrumpidas, en el Levante por el Emirato Islámico y por Ucrania en Europa.
La cuestión del transporte marítimo era el eje de la estrategia estadounidense al principio del siglo XXI, con el respaldo a los piratas del Cuerno de África, estrategia que llega a su fin cuando Moscú y Pekín envían a esa región sus propios navíos de guerra. Sin embargo, aunque China ha logrado que Egipto multiplique por dos las posibilidades de tránsito por el canal de Suez, el acceso por el estrecho de Bab el-Mandeb se mantiene oficialmente controlado por intermedio de Yibutí y, extraoficialmente, por al-Qaeda a través del Emirato Islámico de Mukalla.
Al control de las rutas comerciales es necesario agregar el control de los intercambios financieros. Es por eso que la justicia estadounidense ha emitido una serie de reglas que viene tratando de imponer poco a poco a los bancos del mundo entero. Pero, también en ese ámbito Rusia resiste y crea su propio sistema swift, mientras que China rechaza la conversión de su moneda en dólares para no verse sometida a las reglas estadounidenses.
De ser exacto este análisis, las guerras en Siria, Irak y Ucrania se detendrán únicamente cuando Rusia y China hayan logrado garantizar la seguridad de alguna otra ruta comercial hasta Europa Occidental. En ese sentido, son visibles los esfuerzos que realiza Estados Unidos para atraer a Bielorrusia, después de haberla combatido durante tanto tiempo, lo cual es una manera de tratar de extender el muro de contención ucraniano y de garantizar una hermética separación entre el oeste y el este de Europa.
Según esa perspectiva, las negociaciones comerciales que Estados Unidos viene realizando con la Unión Europea (TTIP) y con la Asean (TPP) no tienen como objetivo fortalecer los intercambios entre las partes sino, por el contrario, excluir de los mercados a Rusia y China. Es, por cierto, de manera completamente estúpida que europeos y asiáticos se concentran en esas negociaciones sobre la cuestión de las normas de producción, cuando lo primero que tendrían que hacer es exigir la incorporación de rusos y chinos.
Una última enseñanza que podemos sacar de las declaraciones del presidente Obama a The Atlantic es que Estados Unidos tiene intenciones de actualizar sus alianzas, de adaptarlas a su nueva doctrina estratégica. Por ejemplo, el apoyo a la familia real de Arabia Saudita, que prevaleció durante la época en que el petróleo venía del Medio Oriente, carece ahora de utilidad y se ha convertido incluso en una carga. Otro ejemplo, la «relación especial» con el Reino Unido –que incluyó desde el control de los océanos (con la Carta Atlántica) hasta el intento de imponer un mundo unipolar (mediante la guerra de Irak), tampoco resulta hoy especialmente interesante, así que habrá que revisarla. Tampoco debe olvidarse en todo eso el costoso respaldo a Israel, que también ha dejado de ser útil en el Medio Oriente y que solo podrá mantenerse si Tel Aviv se muestra útil en otras regiones del mundo.
Estas observaciones no corresponden a la actual campaña presidencial estadounidense, en la que se oponen, de un lado, el complejo militar-industrial y la ideología WASP, representados ambos por Hillary Clinton, y, del otro lado, la industria llamada “de peaje” y el pacto social del «sueño americano», representados en la figura de Donald Trump. La violencia de esta campaña es prueba de la necesidad de un proceso de reequilibrio entre esas fuerzas después de la supremacía indiscutida del belicismo reinante desde 1995.
Cuando gane el bando que Trump representa, veremos resolverse las guerras, pero se ejercerá una enorme presión en materia de pagos de licencias y derechos de autor. Si esa victoria tardara en llegar, Estados Unidos tendría que enfrentar la sublevación de una población profundamente descontenta e incluso motines. Se haría entonces particularmente difícil prever la política exterior de Estados Unidos.
Thierry Meyssan es periodista y activista político francés.
Fuente: Red Voltaire
No hay comentarios.:
Publicar un comentario