Estrategias de poder en Ankara
09.01.2017
En
el ámbito de las relaciones internacionales, los Estados (como así
otros actores no estatales) pasan buena parte de su tiempo considerando
cursos o medidas que afirmen su grado de autoayuda y los posicione
propiciamente frente a otros Estados.
Básicamente, de ello está hecha la “sustancia” de
la disciplina, considerando siempre que en la misma no existe “número
telefónico internacional” alguno al que acudir cuando la seguridad
nacional se encuentra amenazada o en juego. En los términos del profesor
John Mearsheimer; “(…) porque las grandes potencias que moldean el
sistema internacional se temen mutuamente y compiten por el poder como
resultado. De hecho, su objetivo último es lograr una posición de poder
dominante sobre otros, porque tener poder dominante es la mejor forma de
asegurar la propia sobrevivencia. La fuerza garantiza la seguridad, y
cuanto mayor es la fuerza mayor será esa garantía”.
Y esto sucede aun en un entorno internacional de
cooperación entre los Estados, pero sobre todo sucede cuando la realidad
internacional es preocupante y casi no existen certidumbres sobre el
curso del orden internacional.
En este entorno, con el fin de maximizar ganancias
frente a rivales o potenciales rivales y mantener un lugar estratégico
ventajosos, los Estados despliegan diferentes estrategias de poder (en
algunos casos altamente riesgosas).
Hace pocos días fue asesinado en Ankara el
embajador ruso en Turquía. Sin duda alguna, no se trató de un hecho
aventurado sino que fue resultado de un deliberado plan.
Si consideramos los sucesos recientes en la
convulsa Siria, nos referimos al poder de fuego por parte de las fuerzas
regulares sirias y del poderío aéreo ruso, que para lograr la
“decisión” militar en un espacio clave del territorio sirio
prácticamente convirtieron Alepo en escombros, como en su momento
sucedió con Grozni, Chechenia, podríamos sostener que era posible un
acto de retaliación por parte del terrorismo o más precisamente del
yihadismo, particularmente por adherentes o simpatizantes del ISIS o
Daesh, organización que había llegado a dominar la mitad de la ciudad, y
hoy ve reducida sensiblemente sus ganancias geopolíticas.
Pero la actividad terrorista en Ankara no solo
implica contragolpear a Rusia, sino también pretende implantar una cuña
en la misma relación entre Rusia y Turquía, los dos poderes que más han
golpeado al ISIS y a otros grupos insurgentes. El primero en Siria, a
partir de su intervención en septiembre de 2015; y el segundo en
Turquía, desde la puesta en marcha de la operación antiterrorista
“Escudo del Éufrates”, en agosto de 2016, destinada a frenar la ofensiva
terrorista en el país, que durante este año causó en Estambul y Ankara
cerca de 120 muertos.
Desde la perspectiva de las denominadas
estrategias de poder desplegadas por un actor, en este caso, el
terrorismo, el propósito es tratar de explotar las divergencias que
puedan tener lugar entre los Estados que lo amenazan, con el fin de que
estos reconcentren su atención entre ellos, y así aquel pueda reponer
capacidades. Tradicionalmente, dicha técnica se conoce como
“debilitamiento del poder de los enemigos reales o potenciales”.
Tratándose de Rusia y Turquía, es por demás
ingeniosa la estrategia de poder que ha desplegado el terrorismo en
Ankara, pues se trata de dos actores históricamente enfrentados por
múltiples cuestiones, desde el respaldo que proporcionan a los rivales
del Cáucaso, Armenia y Azerbaiján, hasta las tiranteces entre los dos
Estados que implica el apoyo de Moscú a los kurdos en Siria, pasando por
las posiciones encontradas en relación con el régimen de Damasco, los
recuerdos de los choques (iniciados durante el mando de Catalina la
Grande), particularmente en tiempos de exaltación patriótica en Rusia,
etc.
Es cierto que las relaciones ruso-turcas han
mejorado desde que el presidente Erdogan se disculpara ante Putin por el
derribo del caza ruso en la frontera turco-sirio en 2015. Pero dicha
mejoría podría romperse ante cualquier hecho y la situación podría
retrotraerse a la discordia que prevaleció hasta que, ante la creciente
coacción de Rusia, el mandatario turco decidiera excusarse.
Esa estrategia de poder o de maximización de
poder, a la que podría sumarse la denominada “bait and bleed” en caso
que las “querellas” entre ambos países escalaran, fue tradicionalmente
considerada para ser utilizada “por Estados en un mundo de Estados”.
Pero la irrupción del terrorismo de nuevo cuño, es decir, del terrorismo
cuya geopolítica mutó de regional a global, implica un nuevo actor que
también se nutre de ellas para “maximizar poder”.
No obstante, hay otros actores, Estados, para los
que el eventual propósito de la actividad terrorista en Turquía, es
decir, el deterioro de las relaciones entre Moscú y Ankara, podría
fungir como potencialmente propicio para sus intereses centralmente
geopolíticos, y que van más allá de la guerra en Siria.
Para Occidente el capítulo Siria acaso pueda estar
cerrándose en términos que no implican ganancias de poder, es decir,
con la continuidad de Bachar el Asad al frente del país. Pero mayor
podría ser la pérdida de poder si finalmente Siria significa un punto de
inflexión en la relación entre Rusia y Turquía, es decir, si ambos
países deciden cooperar en Siria y, superada la guerra, cooperar en
relación con el orden regional; esto es, Rusia podría dejar de apoyar
reivindicaciones de los kurdos sirios y en otros espacios (cuestión
central en materia de intereses de Ankara), en tanto Turquía, a la que
se ofrecería un mayor protagonismo en la región del Mar Negro a través
de los hoy “adormecidos” mecanismos de regulación, no interferiría en la
defensa y promoción de los intereses rusos en Siria e incluso más allá,
básicamente, en materia de acceso al Mediterráneo, un anhelo
geopolítico protohistórico de Moscú
Para Occidente, un escenario (y curso) favorable
en Siria sería que Bachar el Asad fuera finalmente desplazado y el poder
pasara a manos de un dirigente del Ejército Libre de Siria afín (o al
menos no enfrentado) con los intereses de Occidente (que incluye la
seguridad de Israel). Asimismo, que se desgaste Rusia y se debilite la
línea de cooperación entre este país, Irán (Hezbollá) y Turquía. Que
este último país continúe siendo el “pivote geoestratégico” de la OTAN
en la región (que incluye la proyección de poder de la Alianza en el Mar
Negro) y descarte vías diferentes de las enseñadas por Mustafá Kemal.
Que se afirmen los proyectos de gasoductos extendidos sobre “espacios
amigos” (entre los que podría encontrarse el de Siria sin Bachar el
Asad). Que se frustre la configuración de un nuevo orden regional en el
que incluso actores como China jugarían su rol. Finalmente, que las
petromonarquías sunitas del golfo asuman un mayor papel como partes
balanceadoras o “pacificadoras”.
Pero para ello era capital que se resintiera o,
mejor aún, se rompiera la relación ruso-turca. Ello habría posibilitado
que Siria continuara en guerra pero manteniendo posiciones favorables
(por los flujos de recursos) la insurgencia; que Rusia continuara
involucrada en ella (quedando cada vez involucrada y responsable de
impedir ceses de fuego); y que continuara el desangrado (que es otra
técnica de poder) del régimen de Damasco.
Como vemos, el “hervidero” de Siria implica una
pluralidad de temas que lo rebasan, y donde los intereses de los actores
zonales y extrazonales explican las dificultades para firmar y afirmar
acuerdos que estacionen una guerra que hasta la fecha costó la vida a
más de 300.000 personas y provocó una crisis humanitaria de dimensiones
sin precedentes.
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