Vivimos
en una época que se encuentra falta de mitos, de relatos con los que
intentar dar sentido al desorden que nos rodea, de historias con las que
calmar la angustia de estar solos frente a lo real. De ahí el éxito
tremendo que puede llegar a alcanzar un cuento macabro y triste como el
de la Ballena azul que inundó los medios de comunicación durante la
semana pasada. El fervor por la pseudonoticia ha sido tan potente como
efímero. Llegado el domingo, los medios de comunicación llamaban a la
cordura y recordaban las nefastas consecuencias de la divulgación de
este tipo de información que afectan a poblaciones tan vulnerables. No
había más que leer el desmontaje de la historia que se realizaba en El
País el día 14 de mayo, La peligrosa viralidad del juego “La Ballena azul” por
Kiko Llaneras y Jordi Pérez Colomé, en el que se llevaba a cabo un
análisis sosegado y racional sobre la estupidez en la que habían caído
todos los medios (incluido el suyo) alrededor de una información vacía y
no contrastada. Hemos podido asistir a la creación de un bulo
postmoderno, es decir, un viral en el que iba aumentando de manera
alarmante el número de víctimas, encarnadas en tristes adolescentes
subyugados por un morboso juego cuyo final era inevitable.
No
habrá memoria de este asunto, sus huellas se borrarán enseguida para
ser sustituidas por cualquier otro pseudoacontecimiento creado por los
medios de comunicación. Pues esta historia, como muchos otras en la
actualidad, tienen más o menos importancia en virtud de su repercusión
en las búsquedas de Google y en los memes más o menos chistosos
compartidos en las redes sociales. Aunque bien es verdad que la historia
en sí no tenía mucha gracia. Lo desconcertante es que a fuerza de
salir, no sólo en Facebook, sino en los periódicos e informativos, esta
rebuscada fantasía ha acabado por resultar absolutamente verosímil. Se
han encontrado presuntas víctimas en Cataluña, el País Vasco y
Andalucía, se ha contado con testimonios de madres consternadas desde
Colombia, fotos y declaraciones del supuesto instigador. Todo ello
tratando de generar una alarma que tras varios días ha resultado
absurda. Sin embargo, visto con un mínimo de distancia, el asunto estaba
bastante manido y puede simplificarse rápidamente: Cuenta la
historia que desde la fría Rusia se lanzó un perverso reto a los
adolescentes. El joven y atractivo hijo de una dentista, llamado Philipp
Budeikin, con una ideología vagamente fascista, seducía y provocaba
hasta llevar al suicidio a quienes caían en su web. Las inocentes
víctimas se despedían de sus afligidos familiares con lacónicas
preguntas en torno a ballenas azules.
En principio no se trataba más que de una revisión del cuento del flautista de Hamelin, pero hay varios factores que han convertido la historia en algo sumamente atractivo. En primer lugar, por la sensación de fragilidad que nos ofrecen los adolescentes frente a la pantalla del ordenador. A pesar de haber sido aparcados delante de la tele desde que eran pequeños, a muchos adultos les da pánico pensar que sus hijos caen en manos se sectas o desalmados que podrían abusar de ellos. De ahí las alarmas cíclicas que surgen en torno al acoso, los abusos sexuales, los comportamientos adictivos y compulsivos o los desordenes alimentarios que se difunden y contagian entre los chavales a través de la red. Pero, además, porque los adultos sabemos de la fascinación que puede ejercer el suicidio a partir de esa edad. En este sentido, no podemos obviar que el suicidio sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad y más si se refiere a los adolescentes. Pero parece que es justo en ese momento cuando de repente, la certeza de la muerte se descubre como un vértigo liberador frente al absurdo de la existencia. De ahí que los medios de comunicación deban ser sumamente prudentes a la hora de informar sobre el suicidio.
En este sentido, manejamos siempre datos muy contradictorios. En el caso de España, los medios insisten en que tenemos unas tasas de suicidios muy bajas en comparación con otros países con mayor desarrollo económico (lo que debería traducirse en mayores posibilidades de bienestar). Se nos dice que gestionamos mejor nuestras emociones, que aún pasamos tiempo en la calle, que hablamos de nuestros sentimientos con nuestros amigos y familiares, que contamos con recursos y redes de apoyo. Mientras que, por el otro, nuestra experiencia cotidiana (sobre todo, para quienes trabajamos con adolescentes) es distinta al constatar cada día como hay más chicos que, por ejemplo, no pueden ir solos al baño porque aprovechan esos momentos para autolesionarse, que se tragan chinchetas en mitad de una clase, que se someten a ayunos incapacitadores o que se arañan el cuello y el pecho en mitad de un ataque de ansiedad. Las consultas de los psicólogos están rebosantes de pacientes cada día más jóvenes a quienes se les medica con ansiolíticos y antidepresivos para que sean capaces de enfrentarse a las etapas más básicas de la vida. Por ello nos resulta creíble todo ese confuso ritual escenificado en el juego de la Ballena azul. Esos retos que debían superar los chavales hasta llegar a quitarse de en medio pueden llegar a enganchar a quienes ronde ya cierta pulsión de muerte. Pero, por absurdo que suene, son capaces de convertirse en suicidas casi en la misma medida en que podrían acabar en una secta, en un grupo neonazi o en cualquier conglomerado humano que le arrope y dé a su vida algo del sentido del que carece. Lo fascinante en este caso es que se trataba de la creación de una “comunidad” nihilista no fundamentada en ningún oscuro gurú (como el clásico estilo Manson), sino propagada a plena luz del día para todo aquel que aceptara el reto. Es decir, una llamada a la autodestrucción absolutamente trasparente y, por ello, aún más perversa.
En este sentido, hay que recordar que el medio social siempre ha implicado violencia y sufrimiento para quienes tienen más problemas a la hora de integrarse. Tanto por la estricta normatividad social que nos exige una uniformidad, como por el simple hecho de tener que relacionarnos cotidianamente con los demás. Y este choque socializador es sumamente angustiante para cualquier adolescente que trata de crear una identidad propia. Pero no podemos engañarnos, no se trata simplemente de un problema de adaptación ante la performatividad social. Hoy la violencia social es inherente a cada una de nuestras relaciones, porque vivimos en una sociedad descarnada, solitaria, patológica y que forja individuos sumamente frágiles e inseguros. Ser “normal”, integrarse, supone en muchos casos no sólo un amoldamiento más o menos ortopédico (a través de la educación, el trabajo, los servicios sociales, etc.), sino antes que nada una aceptación de la deformidad más aberrante y castradora. Y el sufrimiento personal que se deriva de todo este mecanismo es en la mayoría de las veces banalizado y reducido a “cosas de chicos”, “ya se le pasará”, “es lo normal en su edad”,… Todo para no tener que enfrentarse a la necesidad de transformar con urgencia estas dinámicas.
Ante una situación tantas veces diagnosticada, desde los medios críticos seguimos esperando a que todo este sistema demencial acabe por estallar a través de la repulsa de los más jóvenes, en quienes se sigue confiando como portadores de la furia y la ilusión necesarias. Por eso continuamos analizando hasta el más mínimo brote de violencia o rebelión como signo de la descomposición del sistema y la vida latente que no puede ser doblegada. Pero el sistema, que nunca falla, ha acabado por conseguir que todo ese dolor y frustración, que toda esa violencia acabe por descargarse contra ellos mismos a través de las prácticas de autolesión, los trastornos mentales, la drogadicción, las hambrunas, el castigo autoinfligido y el suicidio. Como nos recuerda Judith Butler en su última publicación, Marcos de guerra, el ser humano está empantanado en la violencia y el verdadero compromiso, el más difícil de cumplir en muchas ocasiones, es el de la “no violencia”.
Dejamos a los jóvenes que lidien con esa violencia, esperamos que sean capaces de interiorizar los mecanismos de autodisciplina y aceptamos la posibilidad de que algunos de ellos tengan dificultades por el camino. De hecho el sistema se encarga de rentabilizar también a todos esos individuos que tiene problemas, ofreciéndoles los servicios sociales y los terapeutas que mantienen sosegados y en situación de dependencia a capas cada vez más grandes de población. Sin embargo, de manera recurrente, aparecen en los medios o conocemos la noticia de algún chaval que no lo ha soportado más. Entonces aparece la familia desolada que busca agresores concretos que expliquen lo absolutamente incomprensible. Se acaba por rastrear los historiales de internet, las amistades, los posibles acosadores, debilidades personales o trastornos mentales. Componiendo todo ello una triste paradoja, por un lado, es imposible explicar por qué una chica de quince años de arroja al vacío y, por el otro, no nos extraña en absoluto.
En principio no se trataba más que de una revisión del cuento del flautista de Hamelin, pero hay varios factores que han convertido la historia en algo sumamente atractivo. En primer lugar, por la sensación de fragilidad que nos ofrecen los adolescentes frente a la pantalla del ordenador. A pesar de haber sido aparcados delante de la tele desde que eran pequeños, a muchos adultos les da pánico pensar que sus hijos caen en manos se sectas o desalmados que podrían abusar de ellos. De ahí las alarmas cíclicas que surgen en torno al acoso, los abusos sexuales, los comportamientos adictivos y compulsivos o los desordenes alimentarios que se difunden y contagian entre los chavales a través de la red. Pero, además, porque los adultos sabemos de la fascinación que puede ejercer el suicidio a partir de esa edad. En este sentido, no podemos obviar que el suicidio sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad y más si se refiere a los adolescentes. Pero parece que es justo en ese momento cuando de repente, la certeza de la muerte se descubre como un vértigo liberador frente al absurdo de la existencia. De ahí que los medios de comunicación deban ser sumamente prudentes a la hora de informar sobre el suicidio.
En este sentido, manejamos siempre datos muy contradictorios. En el caso de España, los medios insisten en que tenemos unas tasas de suicidios muy bajas en comparación con otros países con mayor desarrollo económico (lo que debería traducirse en mayores posibilidades de bienestar). Se nos dice que gestionamos mejor nuestras emociones, que aún pasamos tiempo en la calle, que hablamos de nuestros sentimientos con nuestros amigos y familiares, que contamos con recursos y redes de apoyo. Mientras que, por el otro, nuestra experiencia cotidiana (sobre todo, para quienes trabajamos con adolescentes) es distinta al constatar cada día como hay más chicos que, por ejemplo, no pueden ir solos al baño porque aprovechan esos momentos para autolesionarse, que se tragan chinchetas en mitad de una clase, que se someten a ayunos incapacitadores o que se arañan el cuello y el pecho en mitad de un ataque de ansiedad. Las consultas de los psicólogos están rebosantes de pacientes cada día más jóvenes a quienes se les medica con ansiolíticos y antidepresivos para que sean capaces de enfrentarse a las etapas más básicas de la vida. Por ello nos resulta creíble todo ese confuso ritual escenificado en el juego de la Ballena azul. Esos retos que debían superar los chavales hasta llegar a quitarse de en medio pueden llegar a enganchar a quienes ronde ya cierta pulsión de muerte. Pero, por absurdo que suene, son capaces de convertirse en suicidas casi en la misma medida en que podrían acabar en una secta, en un grupo neonazi o en cualquier conglomerado humano que le arrope y dé a su vida algo del sentido del que carece. Lo fascinante en este caso es que se trataba de la creación de una “comunidad” nihilista no fundamentada en ningún oscuro gurú (como el clásico estilo Manson), sino propagada a plena luz del día para todo aquel que aceptara el reto. Es decir, una llamada a la autodestrucción absolutamente trasparente y, por ello, aún más perversa.
En este sentido, hay que recordar que el medio social siempre ha implicado violencia y sufrimiento para quienes tienen más problemas a la hora de integrarse. Tanto por la estricta normatividad social que nos exige una uniformidad, como por el simple hecho de tener que relacionarnos cotidianamente con los demás. Y este choque socializador es sumamente angustiante para cualquier adolescente que trata de crear una identidad propia. Pero no podemos engañarnos, no se trata simplemente de un problema de adaptación ante la performatividad social. Hoy la violencia social es inherente a cada una de nuestras relaciones, porque vivimos en una sociedad descarnada, solitaria, patológica y que forja individuos sumamente frágiles e inseguros. Ser “normal”, integrarse, supone en muchos casos no sólo un amoldamiento más o menos ortopédico (a través de la educación, el trabajo, los servicios sociales, etc.), sino antes que nada una aceptación de la deformidad más aberrante y castradora. Y el sufrimiento personal que se deriva de todo este mecanismo es en la mayoría de las veces banalizado y reducido a “cosas de chicos”, “ya se le pasará”, “es lo normal en su edad”,… Todo para no tener que enfrentarse a la necesidad de transformar con urgencia estas dinámicas.
Ante una situación tantas veces diagnosticada, desde los medios críticos seguimos esperando a que todo este sistema demencial acabe por estallar a través de la repulsa de los más jóvenes, en quienes se sigue confiando como portadores de la furia y la ilusión necesarias. Por eso continuamos analizando hasta el más mínimo brote de violencia o rebelión como signo de la descomposición del sistema y la vida latente que no puede ser doblegada. Pero el sistema, que nunca falla, ha acabado por conseguir que todo ese dolor y frustración, que toda esa violencia acabe por descargarse contra ellos mismos a través de las prácticas de autolesión, los trastornos mentales, la drogadicción, las hambrunas, el castigo autoinfligido y el suicidio. Como nos recuerda Judith Butler en su última publicación, Marcos de guerra, el ser humano está empantanado en la violencia y el verdadero compromiso, el más difícil de cumplir en muchas ocasiones, es el de la “no violencia”.
Dejamos a los jóvenes que lidien con esa violencia, esperamos que sean capaces de interiorizar los mecanismos de autodisciplina y aceptamos la posibilidad de que algunos de ellos tengan dificultades por el camino. De hecho el sistema se encarga de rentabilizar también a todos esos individuos que tiene problemas, ofreciéndoles los servicios sociales y los terapeutas que mantienen sosegados y en situación de dependencia a capas cada vez más grandes de población. Sin embargo, de manera recurrente, aparecen en los medios o conocemos la noticia de algún chaval que no lo ha soportado más. Entonces aparece la familia desolada que busca agresores concretos que expliquen lo absolutamente incomprensible. Se acaba por rastrear los historiales de internet, las amistades, los posibles acosadores, debilidades personales o trastornos mentales. Componiendo todo ello una triste paradoja, por un lado, es imposible explicar por qué una chica de quince años de arroja al vacío y, por el otro, no nos extraña en absoluto.
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