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Crónica de un fracaso: cómo el kirchnerismo transformó las cooperativas en un sistema punteril
Por Jorge Ossona 16 de septiembre de 2017
La irrupción de la nueva pobreza descubierta por las dirigencias
partidarias que en 1983 se hicieron cargo de los gobiernos de las
distintas jurisdicciones supuso un desafío desconcertante.
Particularmente los municipios, que debieron extender políticas de
emergencia asistencial por ensayo y error con recursos fiscales
sumamente acotados. Con los años, la estructuralidad del fenómeno tornó
esos dispositivos en permanentes.
El
asistencialismo y sus estrategias focalizadas fueron atravesando por
distintas etapas, pero no fue sino hasta el kirchnerismo tardío de fines
de los 2000 que experimentaron una vuelta de tuerca crucial merced a una reforma de pretensiones tan ambiciosas como los objetivos perpetuacionistas de sus gobernantes.
Sus grandes ejes fueron la Asignación Universal por Hijo y el Programa
de Cooperativas Argentina Trabaja. La idea de este último consistía en
conjugar la asistencia social con microemprendimientos procedentes de la
sociedad civil para sacar definitivamente de la pobreza a beneficiarios
que, en breve, habrían de dotarse de autonomía para contratar
libremente. Durante una breve transición, dependerían de un acotado
subsidio estatal personal y de una participación privilegiada en las
obras públicas.
La
realidad fue bien distinta. Cada fracción política municipal se hizo de
un cupo de beneficiarios y se lanzó a incluir allí a sus adeptos.
El sistema entonces nacía invertido y con el designio de generar un
nuevo aparato político electoral más frondoso que sus predecesores. Su
morfología en términos de autoridades y funcionamiento en general fue
ignorada por sus miembros, que si bien percibían el beneficio por
tarjeta magnética seguían dependiendo clientelarmente de las autoridades
a través del supuesto control del presentismo laboral.
Las obras públicas brillaron por su ausencia. Las autoridades de las
entidades, pese a contar con personería jurídica, no tuvieron dominio ni
de sus libros ni pudieron nombrar sus propios asesores letrados y
contables dispuestos por el órgano de ejecución municipal. De esa
manera, firmaban obras que jamás se hacían y cuyos fondos se distribuían
entre agrupaciones y organizaciones sociales salvo, claro está, la
porción que retornaba a su fuente de asignación. Para seguir
cobrando el subsidio, los cooperativistas quedaron forzados a cumplir
actividades administrativas en los municipios o bien de barrido y
limpieza de calles y plazas, o el servicio personal de funcionarios.
Las comunas, de paso, se ahorraban salarios formales obteniendo
ingresos que desahogaban sus fiscos. Uno de sus destinos fue absorber
los aparatos territoriales constituidos durante los veinte años
anteriores nombrando a sus jefes y sus seguidores como empleados de
planta y, en algunos casos, funcionarios de segunda y tercera categoría.
De esa manera, se desbrozaba el campo de eventuales resistencias
neutralizándolos y concentrando la administración de la pobreza en manos
de las laxas entidades a cargo de una nueva generación de referentes.
Las cooperativas se armaban y desarmaban; y sus miembros eran
reubicados en destinos inestables alejados de su espíritu primigenio. Al
no poder capitalizarse, dependieron crónicamente de un subsidio que les
exigía muy poco trabajo —varios beneficiarios realizaban en sucesivos
turnos la tarea de uno regular— y la necesidad de procurar otras changas
para subsistir.
Cundieron la desmoralización, el escepticismo político y el miedo procedente de la amenaza de perder el estipendio. El estigma de "planeros" abortó el sueño de ser microemprendedores socialmente respetables y con posibilidades de ascenso.
Mucho más cuando la discrecionalidad y el amiguismo generaron
beneficiarios franquiciados cuya acumulación de subsidios les permitió
ingresos diferenciales como pago por la capacidad de la conducción
política de sus subordinados.
Mientras tanto, el régimen mostró su designio verdadero. Los
cooperativistas reemplazaron definitivamente a las militancias debiendo
movilizarse disciplinadamente según los menesteres políticos de sus
jefes: desde un acto hasta una manifestación de protesta, hasta el armado de contingentes electorales predecibles.
En suma, una suerte de estatización tercerizada de los pobres que los
condenaba a la servidumbre. Pero el desánimo y la conciencia del saqueo
fueron motivando un malestar sordo que se empezó a visualizar en los
sucesivos comicios desde 2013 en adelante.
Para muchos, el recuerdo del peronismo como sinónimo de bienestar fue
reemplazado por el de una maquinaria burocrática depredadora, y así fue
perdiendo su encanto. Máxime frente a una nueva dirigencia profesional
fría y distante que despreciaba el contacto directo y personal de los
antiguos caudillos sustituyéndolo por la gestión de fríos
intermediarios.
Pese al cambio de gobierno y el recorte de las malversaciones obscenas, el régimen permanece funcionalmente inconmovible.
Y es lógico: semejante maquinaria no puede desmantelarse de un día para
otro. El riesgo es la tentación de mantenerla de acuerdo con la lógica
conservadora de los últimos treinta años, aunque sea mejor supervisada
por funcionarios más decentes. Su reforma, uno de los grandes desafíos
de los próximos años.
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