CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La noticia de que Estados Unidos va a
gastar 1 trillón de dólares en modernizar su fuerza nuclear ha provocado
preguntas acerca de si tal estrategia, que incluye misiles stealth
(furtivos) que no podrían ser detectados por fuerzas enemigas, no
terminará desestabilizando la relación con los otros gobiernos que
poseen bombas atómicas, generando una peligrosa carrera armamentista.
Pero otra interrogante, una que nos ronda hace más de siete décadas, es,
a mi parecer, más importante y primigenia: ¿fue Hiroshima un crimen de
guerra?
Responder a tal pregunta ha cobrado urgencia debido a la promesa de Donald Trump de desatar “furia y fuego como el mundo nunca ha visto antes” contra Corea del Norte así como debido al ultimátum igualmente insensato de Kim-Jong-un, amenazas mutuas que indican que un nuevo genocidio en nuestros tiempos ya no es inconcebible.
Por mi parte, no me cabe duda de que el bombardeo de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, que mató, por lo menos, a 146 mil hombres, mujeres y niños y dejó muchos miles más dañados de por vida, constituyó, en efecto, un crimen de guerra. Contrariamente a la tesis de que tal asalto era la única manera de esquivar una invasión de las tierras enemigas, que hubiera llevado a innumerables bajas entre las tropas aliadas, investigadores han constatado que la razón por la cual Japón capituló fue por temor a que la Unión Soviética (que acababa de declararle la guerra al Imperio del Sol Naciente) se apoderara de la mitad del territorio nipón. Los hallazgos y conclusiones de Gar Alperovitz, Murray Sayle y Tsuyoshi Hasegawa, entre otros, arrasan con el mito de que el primer ataque nuclear de la historia –al que hay que añadir el segundo contra Nagasaki el 9 de agosto– era inevitable.
Y sin embargo aquel mito persiste. Dos años atrás, una encuesta del Pew Research Center indicó que 56% de los estadunidenses creía que ese bombardeo estaba justificado, un número considerable, aunque muy disminuido del 85% que defendía esas atrocidades en 1945. Mi propia experiencia avala tales cifras. Cuando escribí en The New York Times hace unas semanas (en un artículo que publiqué también en estas páginas) que Hiroshima era un crimen de guerra, recibí una serie incesante de mensajes destemplados de parte de gringos iracundos: ¿cómo me atrevía yo (un sucio chileno) a dudar acerca de la benevolencia de una maniobra militar que tantas vidas había salvado?
¿Acaso esas personas no se dan cuenta de que al insistir en la inocencia de los Estados Unidos no sólo tratan de mitigar su culpa por el genocidio de centenares de miles de seres humanos, sino que facilitan y alientan la retórica belicosa de Trump (“todas las opciones están abiertas”, es su última andanada) y, también, por cierto, el gasto de 1 trillón de dólares letales para remozar el arsenal nuclear?
Aquellos que juran estar a favor de tales métodos salvajes deberían comprender que, aun si las embestidas mortales que asolaron a Hiroshima y Nagasaki fueron, como se supone equivocadamente, un “mal necesario”, eso no obviaría que tal asalto se condene como un crimen contra la humanidad. Tal como lo fue la masacre japonesa de Nanking, y los horrores alemanes procesados en Núremberg, los incendios aéreos intensivos de los aliados contra Dresden y Hamburgo, el asesinato masivo de prisioneros perpetrados por los soviéticos al final de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción a mansalva de Vietnam de parte de Johnson y Nixon y los ataques de gas de Saddam Hussein contra Irán y Bashar-al-Assad en Siria. Y tal como lo sería cualquier uso norcoreano de su arsenal minúsculo, con su “mar de fuego” y las absurdas bravatas de aniquilar a los Estados Unidos o al territorio colonial de Guam, que sólo incrementan la eventualidad de una catástrofe.
La discusión en torno a si Hiroshima fue un crimen de guerra no es un ejercicio académico. Es esencial para que tengan sentido las palabras “nunca más” que una humanidad consternada pronunció después de las primeras detonaciones nucleares, esencial para que no tengamos que presenciar, como lo profetizó el filósofo Federico Nietzsche en 1888, “guerras como las que el mundo nunca ha visto antes”.
Dudo, por cierto, que Trump sepa quién es Nietzsche, ni menos que haya leído esa frase de Ecce Homo que aturdidamente, y sin conocer su origen, ha repetido en estos días al blandir la posibilidad de desencadenar una ola de “fuego y furia”.
Pero el nombre de Einstein debe tener alguna resonancia para Trump, hasta para alguien tan iletrado como él. Einstein, cuyos descubrimientos de los secretos del universo condujeron a las bombas que este presidente insano ofrece con tanto desparpajo soltar sobre sus rivales, dijo, cuatro años después de que Washington destruyó aquellas dos ciudades japonesas: “No sé con qué armas se ha de llevar a cabo la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será una pelea con piedras y palos”.
Si todo el planeta se vuelve como Hiroshima, si no podemos impedir un nuevo crimen de guerra que puede terminar en un apocalipsis para todos, que nadie declare –si acaso alguien queda con vida– su inocencia. l
Ariel Dorfman, el autor de La muerte y la doncella, y más recientemente de la novela Allegro, vive con su mujer en Chile y en Estados Unidos, donde es profesor emérito de literatura de la Universidad de Duke.
Este análisis se publicó el 3 de septiembre de 2017 en la edición 2131 de la revista Proceso.
Responder a tal pregunta ha cobrado urgencia debido a la promesa de Donald Trump de desatar “furia y fuego como el mundo nunca ha visto antes” contra Corea del Norte así como debido al ultimátum igualmente insensato de Kim-Jong-un, amenazas mutuas que indican que un nuevo genocidio en nuestros tiempos ya no es inconcebible.
Por mi parte, no me cabe duda de que el bombardeo de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, que mató, por lo menos, a 146 mil hombres, mujeres y niños y dejó muchos miles más dañados de por vida, constituyó, en efecto, un crimen de guerra. Contrariamente a la tesis de que tal asalto era la única manera de esquivar una invasión de las tierras enemigas, que hubiera llevado a innumerables bajas entre las tropas aliadas, investigadores han constatado que la razón por la cual Japón capituló fue por temor a que la Unión Soviética (que acababa de declararle la guerra al Imperio del Sol Naciente) se apoderara de la mitad del territorio nipón. Los hallazgos y conclusiones de Gar Alperovitz, Murray Sayle y Tsuyoshi Hasegawa, entre otros, arrasan con el mito de que el primer ataque nuclear de la historia –al que hay que añadir el segundo contra Nagasaki el 9 de agosto– era inevitable.
Y sin embargo aquel mito persiste. Dos años atrás, una encuesta del Pew Research Center indicó que 56% de los estadunidenses creía que ese bombardeo estaba justificado, un número considerable, aunque muy disminuido del 85% que defendía esas atrocidades en 1945. Mi propia experiencia avala tales cifras. Cuando escribí en The New York Times hace unas semanas (en un artículo que publiqué también en estas páginas) que Hiroshima era un crimen de guerra, recibí una serie incesante de mensajes destemplados de parte de gringos iracundos: ¿cómo me atrevía yo (un sucio chileno) a dudar acerca de la benevolencia de una maniobra militar que tantas vidas había salvado?
¿Acaso esas personas no se dan cuenta de que al insistir en la inocencia de los Estados Unidos no sólo tratan de mitigar su culpa por el genocidio de centenares de miles de seres humanos, sino que facilitan y alientan la retórica belicosa de Trump (“todas las opciones están abiertas”, es su última andanada) y, también, por cierto, el gasto de 1 trillón de dólares letales para remozar el arsenal nuclear?
Aquellos que juran estar a favor de tales métodos salvajes deberían comprender que, aun si las embestidas mortales que asolaron a Hiroshima y Nagasaki fueron, como se supone equivocadamente, un “mal necesario”, eso no obviaría que tal asalto se condene como un crimen contra la humanidad. Tal como lo fue la masacre japonesa de Nanking, y los horrores alemanes procesados en Núremberg, los incendios aéreos intensivos de los aliados contra Dresden y Hamburgo, el asesinato masivo de prisioneros perpetrados por los soviéticos al final de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción a mansalva de Vietnam de parte de Johnson y Nixon y los ataques de gas de Saddam Hussein contra Irán y Bashar-al-Assad en Siria. Y tal como lo sería cualquier uso norcoreano de su arsenal minúsculo, con su “mar de fuego” y las absurdas bravatas de aniquilar a los Estados Unidos o al territorio colonial de Guam, que sólo incrementan la eventualidad de una catástrofe.
La discusión en torno a si Hiroshima fue un crimen de guerra no es un ejercicio académico. Es esencial para que tengan sentido las palabras “nunca más” que una humanidad consternada pronunció después de las primeras detonaciones nucleares, esencial para que no tengamos que presenciar, como lo profetizó el filósofo Federico Nietzsche en 1888, “guerras como las que el mundo nunca ha visto antes”.
Dudo, por cierto, que Trump sepa quién es Nietzsche, ni menos que haya leído esa frase de Ecce Homo que aturdidamente, y sin conocer su origen, ha repetido en estos días al blandir la posibilidad de desencadenar una ola de “fuego y furia”.
Pero el nombre de Einstein debe tener alguna resonancia para Trump, hasta para alguien tan iletrado como él. Einstein, cuyos descubrimientos de los secretos del universo condujeron a las bombas que este presidente insano ofrece con tanto desparpajo soltar sobre sus rivales, dijo, cuatro años después de que Washington destruyó aquellas dos ciudades japonesas: “No sé con qué armas se ha de llevar a cabo la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será una pelea con piedras y palos”.
Si todo el planeta se vuelve como Hiroshima, si no podemos impedir un nuevo crimen de guerra que puede terminar en un apocalipsis para todos, que nadie declare –si acaso alguien queda con vida– su inocencia. l
Ariel Dorfman, el autor de La muerte y la doncella, y más recientemente de la novela Allegro, vive con su mujer en Chile y en Estados Unidos, donde es profesor emérito de literatura de la Universidad de Duke.
Este análisis se publicó el 3 de septiembre de 2017 en la edición 2131 de la revista Proceso.
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