A 200 años del nacimiento de Karl Marx
podemos debatir sobre la vigencia de su pensamiento y acción política:
¿Su alcance se reduce al capitalismo victoriano o sirve para entender el
capitalismo financierizado del siglo XXI? ¿El proyecto comunista acabó
con el colapso de la Unión Soviética o todavía puede generar
expectativas creíbles para el futuro? ¿El revolucionario renano dice
algo relevante acerca de la democracia no obstante que nunca elaboró una
teoría del Estado? ¿Sirven todavía las tesis marxianas acerca de la
historia? En suma, ¿qué nos ofrece la lectura contemporánea de Karl Marx?
Propongo
cuatro entradas a su obra, en el entendido que son algunas entre muchas
posibles: 1) la crítica de la civilización del capital; 2) los
elementos para una crítica del Estado y de la democracia liberal; 3) la
teoría de la historia y 4) la función del saber.
Las imposturas de la civilización las exhibieron Rousseau y Fourier desde el vértice moral. Marx habla de un periodo histórico específico (de la Revolución Industrial a la globalización que entrevé en el Manifiesto Comunista)
en el que hay un modo de producción dominante (capitalismo). La
peculiaridad de éste es que revoluciona sin cesar las capacidades
productivas de la sociedad, pero concentra la riqueza en las clases
propietarias (capitalistas, rentistas) y subordina o extingue (¡y
recicla!) a las formas de producción precedentes (la propiedad comunal,
por ejemplo)… y depreda la naturaleza. La racionalidad capitalista,
centrada en la maximización de la ganancia, transforma a los individuos
en medios a través de los vínculos impersonales del mercado. Mientras
este ente abstracto y autónomo suplanta a la comunidad —“solamente
dentro de la comunidad es posible… la libertad personal” (La ideología alemana)— como espacio de articulación de los lazos sociales, adoptando “la forma fantasmagórica de una relación entre cosas” (El capital)—.
Y, frente a los objetos elaborados por el trabajo, los productores
experimentan extrañeza (alienación), en la medida en que no les
pertenecen, que se los apropia el capital.
Marx
concibe la sociedad civil como el mundo de los intereses privados y al
Estado en tanto que su expresión política. Sin embargo, los miembros de
aquélla, agrupados en clases, poseen riqueza y poder dispares, por lo
que el Estado, aunque se asume como el mediador de todas las
“instituciones comunes”, legitima en realidad la asimetría de fuerzas,
si bien presenta sus mandatos y acciones como la articulación del
interés colectivo, “de ahí la ilusión de que la ley se basa en la
voluntad y, además, en la voluntad desgajada de su base real, en la
voluntad libre” (La ideología alemana). De esta manera, por ejemplo, la
Asamblea francesa durante el ascenso de Napoleón III, que se ostentaba
representante de la nación y vocera de la voluntad general, operaba
descaradamente como foro de los intereses privados. Visto así, no era
posible separar la economía de la política, pues ésta no funcionaba con
independencia de aquélla; lo que separaba a las dinastías de los Orleáns
y de los Borbones “no era eso que llaman principios, eran sus
condiciones materiales de vida… el viejo antagonismo entre la ciudad y
el campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo” (El dieciocho brumario de Luis Bonaparte).
Si
el capital subsume al trabajo y la voluntad general es a lo más el
acuerdo entre los que detentan el poder y el dinero, “del mismo modo, se
reduce el derecho, a su vez, a la ley” (La ideología alemana). Tomemos
como ejemplo los derechos de propiedad. La modernización jurídica en
Renania, que consagró la propiedad privada de los bosques, convirtió en
delito la sustracción de las ramas caídas (y por tanto muertas y
separadas del árbol por la naturaleza misma) perpetrada por los
desposeídos: “en este proceso de las fuerzas elementales, el pobre
experimenta una fuerza aislada, una fuerza más humanitaria que la fuerza
humana. En lugar del arbitrio fortuito de los privilegiados, encuentra
la contingencia de los elementos que arrancan de la propiedad privada lo
que ésta no cede por sí misma”. Aquel hurto lo permitían las normas no
escritas del derecho consuetudinario, situación que cambió con la
codificación del derecho positivo. Los desposeídos devinieron en
desamparados porque, al cambiar el estatuto de la propiedad, no se les
resarció el derecho perdido, ni siquiera se les compensó, sino se les
castigó con la ley. Por tanto, Marx propone reivindicar para los pobres
de todos los países el derecho consuetudinario que, “por su naturaleza,
no puede ser sino el derecho de esta masa situada en lo más bajo de la
escala, elemental y desposeída” (En defensa de los ladrones de leña).
La
concepción marxiana de la historia, considerada una teleología por sus
críticos, conserva todavía su potencia explicativa y alimenta un
horizonte de expectativa, a pesar del relativismo histórico rampante y
del anunciado “fin de la historia”. Marx plantea la naturaleza histórica
de las sociedades —no en la analogía vital spengleriana de “juventud,
crecimiento, florecimiento y decadencia” por la que pasan todas ellas—
al constatar las formas de producción, propiedad y reproducción
específicas, que las hace diferentes unas de otras en el tiempo
(historicidad): “toda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho
caso omiso de esta base real de la historia, la ha considerado
simplemente como algo accesorio, que nada tiene que ver con el
desarrollo histórico. Esto hace que la historia deba escribirse siempre
con arreglo a una pauta situada fuera de ella; la producción real de la
vida se revela como algo protohistórico, mientras la historicidad se
manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo extra y
supraterrenal. De este modo, se excluye de la historia el comportamiento
de los hombres hacia la naturaleza, lo que engendra la antítesis de
naturaleza e historia” (La ideología alemana).
Pero
Marx no únicamente establece la especificidad de las sociedades, y en
consecuencia la diferencia con respecto de las otras como pauta de la
historicidad, también indica a qué obedece la dinámica histórica, por
qué las sociedades cambian. Encuentra ésta en el conflicto: de un lado,
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción
(Contribución a la crítica de la economía política); del otro, entre las
clases sociales —“la historia de todas las sociedades existentes hasta
el presente es la historia de la lucha de clases”—. De aquí deriva un
horizonte de expectativa: como todas las sociedades son históricas, y
son históricas porque se transforman en el tiempo, es razonable pensar
que el futuro será diferente del presente, como el presente lo es del
pasado. Esto no significa que el futuro será mejor, porque la lucha “en
todos los casos concluyó con una transformación revolucionaria de toda
la sociedad o con la destrucción de las clases beligerantes” (Manifiesto comunista).
El
comunista renano también esbozó una nueva práctica del conocimiento con
la conocida sentencia: “los filósofos se han limitado a interpretar el
mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (Tesis sobre Feuerbach).
Hacerse cargo de esta postura supone intervenir conscientemente en los
procesos humanos, actuar de acuerdo con fines, esto es, la libertad del
sujeto. También implica que el conocimiento es un factor esencial de la
transformación social. De allí la pregunta ¿saber para qué y para
quiénes? Está el saber por sí y para sí mismo, el cual mejora la
comprensión del mundo, pero no actúa sobre él, se acumula como la
riqueza. Podemos considerar además la opción tecnocrática: asimilar el
saber a la técnica, convertirlo en instrumento, emplearlo como
dispositivo de control, ponerlo al servicio de la acumulación ilimitada
del capital. Con Marx, la alternativa a este planteamiento sería un
saber para el común, asociar ciencia y revolución con los propósitos
convergentes de abandonar el horizonte de la necesidad y de alcanzar la
emancipación humana.
El fantasma
de Marx todavía recorre el mundo. Pronósticos y experiencias fallidas,
incluso trágicas, forman parte de su legado, como también la esperanza
de mejorar el mundo y la convicción de que el capitalismo es histórico,
en consecuencia, finito: puede haber vida después de él como la hubo
antes de su surgimiento. Sin embargo, ambas facetas no agotan la
herencia intelectual y política del comunista renano. Aunque inconcluso,
el corpus marxiano contiene herramientas poderosas para descifrar el
presente. ¿Acaso el fetichismo mercantil no nos dice algo acerca de la
reducción a cero del valor de la vida en la economía (capitalista)
criminal, de la cosificación de lo humano, o sobre la trata de personas y
el tráfico de órganos? ¿La desposesión de individuos y comunidades es
un proceso que acompaña la historia del capitalismo y no sólo sus fases
iniciales? ¿En el afán de maximizar los beneficios el capitalismo
recicla formas antiguas de sujeción de las personas como es el caso de
la esclavitud? ¿La constatación de que la representación política
verbaliza intereses particulares nos ayuda a entender los lobbies
contemporáneos y el funcionamiento de la llamada clase política? ¿No
debería garantizar el Estado a todos los miembros del cuerpo social el
acceso a lo básico, por lo que haríamos bien en preguntarnos si tratar
como iguales a los desiguales es una manera de perpetuar la injusticia?
¿Asumir que la historia humana no es más que “la historia [d]el
comportamiento de los hombres hacia la naturaleza” sería útil para
contextualizar la crisis ecológica y el calentamiento global? ¿La
“transformación revolucionaria de la sociedad” o un futuro apocalíptico
—“la destrucción de las clases beligerantes”— son las opciones de la
especie y del planeta? A doscientos años de su nacimiento, bien podría
ayudarnos a pensar esto Marx hoy.
Carlos
Illades historiador. Profesor titular de la UAM-Cuajimalpa. Autor de El
futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (Océano, 2018) y
de El marxismo en México. Una historia intelectual (Taurus, 2018).
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