Caminaba por la ciudad de Ostia Antica, a unos treinta
kilómetros de Roma, cuando una amiga amante de la etimología me señaló
una pequeña pila de ramas e inmediatamente la tomó entre sus manos. “Ahora forman un grupo homogéneo y, si las anudásemos, formarían un fascio. Este es el origen de la palabra fascismo”. Y
comenzó un relato que ahora comparto y amplío y que me interesó
especialmente, considerando la facilidad con la que algunos ‘eruditos’
la arrojan a la cara de quien se atreve a discrepar de sus ideas.
La carrera política de Benito Mussolini comenzó con su afiliación al Partido Socialista Italiano (PSI) con sólo 17 años. Su trayectoria política estuvo acompañada por su actividad sindical y, no menos relevante, por sus múltiples publicaciones en periódicos. Primero en ‘Avanti!’, periódico oficial del PSI, del que dimitió como director debido al desencuentro respecto a la posición del partido, defensor de la neutralidad italiana en la Primera Guerra Mundial. Su expulsión del PSI tras este evento fue lamentada por el mismísimo Lenin, quien llegó a decir: “En Italia, compañeros, en Italia sólo hay un socialista capaz de guiar al pueblo hacia la revolución: Benito Mussolini”. Inmediatamente después fundaría el periódico ‘Il Popolo d’Italia’, convertido unos años más tarde en el medio oficial del régimen fascista.
Su descontento con la postura de los partidos de izquierdas ante el Tratado de Versalles y la situación de la clase obrera le llevaron a crear los Fasci italiani di combattimento, cuyo símbolo son los fasces romanos: la unión de 30 varas con una cinta que sujetan un hacha y que, en la república y el imperio romano, representaban poder militar. Y el término fascismo se empleó finalmente para referirse al movimiento creado por Mussolini y la ideología del Partido Nacional Fascista.
Más grave aún es el hecho de que una gran parte de quienes se denominan antifascistas ignoran las raíces comunes entre el fascismo y el comunismo que abanderan. Tanto fascistas como comunistas son partidarios del monopolio estatal y, por tanto, de la centralización del poder. Esta centralización lleva inevitablemente al exterminio de la libertad, ya que el orden social viene determinado por el planificador y no por las decisiones libremente consideradas de los individuos.
El socialismo tampoco se libra de su condición liberticida en tanto que requiere un cierto nivel de planificación económica que permita redistribuir la renta: en este sentido explicaba Friedrich Hayek que “esta planificación no es menos indispensable si la distribución de la renta ha de regularse de una manera que tengamos por opuesta a la justa. Si deseamos que la mayor parte de las cosas buenas de este mundo vaya a manos de alguna elite racial, el hombre nórdico o los miembros de un partido o una aristocracia, los métodos que habríamos de emplear son los mismos que asegurarían una distribución igualitaria.” Los objetivos que se proponen estas ideologías no pueden obtenerse sino a través de la intervención coercitiva y desde dicha violencia actúan los actuales movimientos ‘antifas’: desde la censura, el odio y el exterminio de aquello que consideran contrario a su ideología. Lo más parecido al fascismo, hoy en día, son ellos.
En España, Podemos nos ha regalado el mejor ejemplo de este antifascismo grotesco empleado como licencia para desacreditar a cualquiera que no comparta su doctrina. Bajo el paraguas del antifascismo cabe todo: iniciándose en los boicots universitarios y el asalto a capillas (“arderéis como en el 36”) pasaron a rodear el Congreso y proporcionar distintas dosis de “jarabe democrático”. En EEUU son numerosos los espectáculos del antifascismo de los cócteles Molotov, como el que transformó durante unos días la Universidad de Berkeley en una esperpéntica batalla campal pretendiendo censurar una conferencia hace algo más de dos años.
En su nivel más austero, los antifascistas se limitan a descalificar al grito de facha al disidente, a quien ven como su oponente porque, en su pensamiento binario – el más básico –, se enemistan automáticamente con quien no les besa los pies. Y, con este uso, devuelven el término fascista a su etimología regalándole el mayor de los homenajes posibles: evidenciando que se encuentran en su fascio particular.
Foto: Montecruz Foto
La carrera política de Benito Mussolini comenzó con su afiliación al Partido Socialista Italiano (PSI) con sólo 17 años. Su trayectoria política estuvo acompañada por su actividad sindical y, no menos relevante, por sus múltiples publicaciones en periódicos. Primero en ‘Avanti!’, periódico oficial del PSI, del que dimitió como director debido al desencuentro respecto a la posición del partido, defensor de la neutralidad italiana en la Primera Guerra Mundial. Su expulsión del PSI tras este evento fue lamentada por el mismísimo Lenin, quien llegó a decir: “En Italia, compañeros, en Italia sólo hay un socialista capaz de guiar al pueblo hacia la revolución: Benito Mussolini”. Inmediatamente después fundaría el periódico ‘Il Popolo d’Italia’, convertido unos años más tarde en el medio oficial del régimen fascista.
Su descontento con la postura de los partidos de izquierdas ante el Tratado de Versalles y la situación de la clase obrera le llevaron a crear los Fasci italiani di combattimento, cuyo símbolo son los fasces romanos: la unión de 30 varas con una cinta que sujetan un hacha y que, en la república y el imperio romano, representaban poder militar. Y el término fascismo se empleó finalmente para referirse al movimiento creado por Mussolini y la ideología del Partido Nacional Fascista.
Una gran parte de quienes se denominan antifascistas ignoran las raíces comunes entre el fascismo y el comunismo que abanderan. Tanto fascistas como comunistas son partidarios del monopolio estatal y, por tanto, de la centralización del poder. Esta centralización lleva inevitablemente al exterminio de la libertadUna de las primeras acciones de los Fasci di combattimento consistió en la destrucción de la sede del diario Avanti! así como en el ataque a diversas sedes del PSI. La violencia de los camisas negras se extendió rápidamente hacia todo aquello que tenía relación con el PSI: sus dirigentes, sus escuelas, los sindicatos… aterrorizaban a la población con porra en mano. Cada vez son más los grupos autodenominados antifascistas que actúan de un modo similar buscando imponer con la violencia, al igual que sucedió en la primera etapa del fascismo italiano, lo que no han conseguido implementar desde la política. Cuántos honorables partisanos agonizarían si escucharan su Bella Ciao en tono liberticida y al calor de los contenedores quemados.
Más grave aún es el hecho de que una gran parte de quienes se denominan antifascistas ignoran las raíces comunes entre el fascismo y el comunismo que abanderan. Tanto fascistas como comunistas son partidarios del monopolio estatal y, por tanto, de la centralización del poder. Esta centralización lleva inevitablemente al exterminio de la libertad, ya que el orden social viene determinado por el planificador y no por las decisiones libremente consideradas de los individuos.
El socialismo tampoco se libra de su condición liberticida en tanto que requiere un cierto nivel de planificación económica que permita redistribuir la renta: en este sentido explicaba Friedrich Hayek que “esta planificación no es menos indispensable si la distribución de la renta ha de regularse de una manera que tengamos por opuesta a la justa. Si deseamos que la mayor parte de las cosas buenas de este mundo vaya a manos de alguna elite racial, el hombre nórdico o los miembros de un partido o una aristocracia, los métodos que habríamos de emplear son los mismos que asegurarían una distribución igualitaria.” Los objetivos que se proponen estas ideologías no pueden obtenerse sino a través de la intervención coercitiva y desde dicha violencia actúan los actuales movimientos ‘antifas’: desde la censura, el odio y el exterminio de aquello que consideran contrario a su ideología. Lo más parecido al fascismo, hoy en día, son ellos.
En España, Podemos nos ha regalado el mejor ejemplo de este antifascismo grotesco empleado como licencia para desacreditar a cualquiera que no comparta su doctrina. Bajo el paraguas del antifascismo cabe todo: iniciándose en los boicots universitarios y el asalto a capillas (“arderéis como en el 36”) pasaron a rodear el Congreso y proporcionar distintas dosis de “jarabe democrático”. En EEUU son numerosos los espectáculos del antifascismo de los cócteles Molotov, como el que transformó durante unos días la Universidad de Berkeley en una esperpéntica batalla campal pretendiendo censurar una conferencia hace algo más de dos años.
En su nivel más austero, los antifascistas se limitan a descalificar al grito de facha al disidente, a quien ven como su oponente porque, en su pensamiento binario – el más básico –, se enemistan automáticamente con quien no les besa los pies. Y, con este uso, devuelven el término fascista a su etimología regalándole el mayor de los homenajes posibles: evidenciando que se encuentran en su fascio particular.
Foto: Montecruz Foto
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