En pleno siglo XVIII, junto a la mundialmente conocida
ilustración francesa, se desarrolló en el norte de las islas británicas
otra tradición no tan conocida por el gran público: la llamada
ilustración escocesa. Uno de sus grandes referentes fue el filósofo
empirista David Hume.
El filósofo nacido en Edimburgo, maravillado por el enorme prestigio alcanzado por la física newtoniana, se decidió a aplicar el exitoso método de las ciencias naturales, de corte experimental, para desentrañar los vericuetos de la naturaleza humana, hasta entonces objeto de la especulación metafísica. Hume llevó su empirismo radical hasta las últimas consecuencias, cuestionando con ello algunas de las creencias más arraigadas en su tiempo.
Hume recogió lo más granado de su pensamiento en una célebre obra, Tratado sobre la naturaleza humana, la cual no consiguió el éxito que su autor tenía planeado. Por ello, Hume se decidió a tratar por separado todos y cada uno de los temas que había abordado de forma conjunta en su obra magna. Uno de los asuntos que más sorprendía a Hume era la pervivencia de creencias erróneas y escasamente justificadas sobre hechos asombrosos (milagros) y toda clase de supersticiones, respecto de las cuales la naturaleza humana no lograba desprenderse.
Hume pone como ejemplo el hecho de que cada mañana vemos salir el sol. Nuestra creencia en que el sol saldrá mañana, no se deriva, según su empirismo radical, en ninguna conexión necesaria entre los fenómenos que observamos, sino sólo de la experiencia uniforme que nos muestra que desde el comienzo de los tiempos siempre ha sucedido así. Esto nos lleva a inferir, según Hume, que las cosas serán así en el futuro. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito de las matemáticas, donde del propio análisis de los conceptos matemáticos se siguen relaciones necesarias entre ellos, en el ámbito de los hechos nos movemos en el terreno de lo probable, con diversos grados de certidumbre sobre las relaciones entre los mismos. Asi nuestra certeza en que los muertos no resucitan es muchísima mayor que la de que las tormentas son más frecuentes en verano que en invierno.
Para Hume los milagros y las supersticiones se basan en último término en la violación de leyes naturales que, si bien no son necesarias, según su epistemología empirista radical, son muy ciertas, como lo demuestra la uniformidad de nuestra experiencia sobre ellas. De ahí que las personas crédulas en relación con estos asuntos, que generalmente nunca han presenciado ellas mismas, suelen confiar en el testimonio ajeno para formarse una opinión favorable a estas ocurrencias imposibles y absolutamente inverosímiles. De ahí que Hume dediqué buena parte de su crítica a la creencia en los milagros a analizar la falibilidad del testimonio humano como prueba, aunque sea indirecta, en favor de aquellos hechos que parecen contradecir nuestro sentido común.
Hume señala como generalmente los hombres tienden a guiarse por aquellas explicaciones más inverosímiles, especialmente cuando estas tienen connotaciones de corte pseudo religioso. También hace notar que la elocuencia y la apelación a la emocionalidad del oyente, muchas veces resulta más convincente que las más elaborados y razonados discursos. Tampoco la reiterada falsación por la prueba de la experiencia lleva a los hombres a ser más cautos en lo concerniente a los testimonios que reciben sobre hechos que son cuando menos cuestionables.
Hume elaboró su célebre argumento contra los milagros hace más de dos cientos años y sin embargo el género humano sigue otorgando una confianza epistémica a todas luces exagerada a ciertos testimonios cuya sensatez y rigor dejan mucho que desear. Cierto es que el empirismo de Hume ha sido ampliamente superado, que todos aceptamos que nuestro conocimiento en buena medida se basa en un sistema de confianza recíproca (pues de muy pocas cosas tenemos un conocimiento directo) y que las leyes científicas no se ajustan al fenomenismo al que se refiere Hume, sino que no dejan de ser meras generalizaciones de tipo probabilístico. Sin embargo, hay algo manifiestamente cierto en las reflexiones de Hume: seguimos otorgando demasiada justificación epistémica a discursos disparatados, a argumentaciones falaces y preferimos que se apele a nuestra emocionalidad antes que a nuestra racionalidad.
La aparición del fenómeno mediático Greta Thunberg nos ha vuelto a demostrar que Hume no andaba tan desencaminado en su denuncia epistemológica. Greta, esa especie de Juana de Arco del eco-catastrofismo, no dista demasiado de esos embaucadores que denunciara Hume, siempre dispuestos a sembrar la superstición y el miedo entre la humanidad. Con el fenómeno Greta no se trata tanto de determinar si el denominado cambio climático es o no cierto o si existe el suficiente consenso entre la comunidad científica como para que se presenten como concluyentes lo que no dejan de ser más que ciertas hipótesis no suficientemente contrastadas todavía.
Con Greta de lo que se trata es de que el género humano haga dejación de su racionalidad en aras de la pura emocionalidad. Que el Homo sapiens-demens, en la feliz descripción de Edgar Morin, se trasmute en puro Homo demens. Que la pataleta sustituya al argumento, que la amenaza sustituya a la convicción. Greta es la marioneta de una sociedad posmoderna para la que la razón es un obstáculo, quizás insalvable, para imponer una agenda global.
David Trueba, nada sospechoso de connivencia con ideas “fachas”, hace una perfecta descripción de lo que es el sentimentalismo: una forma de nacionalismo del yo. Una forma de victimización que persigue que el otro se ponga a mi servicio. Es en definitiva una absoluta falta de empatía hacia el otro, al que se toma por estúpido, puro instrumento a mi servicio. Resulta paradójico que los eco-catastrofistas de turno apelen a nuestra empatía con las generaciones venideras, en el sentido del imperativo ecológico de Hans Jonas, mientras muestran ninguna empatía con el ser humano como especie racional, al tener que recurrir a la más burda manipulación emocional para imponer aquello de lo que no deben estar tan seguros.
Creer o no creer en el calentamiento global puede o no estar justificado, según respaldemos nuestra creencia en razones y argumentos. Hay argumentaciones, algunas más sólidas que otras, en ambos sentidos. Lo que es absolutamente ridículo y supone hacer dejación de la propia racionalidad es justificar dicha creencia en los desvaríos emocionales de una adolescente. Justificar el supuesto cambio climático de origen humano sobre la base de este testimonio equivaldría, utilizando la célebre fórmula de Hume, a “considerar más milagroso la falsedad del mismo que el milagro que supuestamente se quiere probar”.
Foto: Anders Hellberg
El filósofo nacido en Edimburgo, maravillado por el enorme prestigio alcanzado por la física newtoniana, se decidió a aplicar el exitoso método de las ciencias naturales, de corte experimental, para desentrañar los vericuetos de la naturaleza humana, hasta entonces objeto de la especulación metafísica. Hume llevó su empirismo radical hasta las últimas consecuencias, cuestionando con ello algunas de las creencias más arraigadas en su tiempo.
Hume recogió lo más granado de su pensamiento en una célebre obra, Tratado sobre la naturaleza humana, la cual no consiguió el éxito que su autor tenía planeado. Por ello, Hume se decidió a tratar por separado todos y cada uno de los temas que había abordado de forma conjunta en su obra magna. Uno de los asuntos que más sorprendía a Hume era la pervivencia de creencias erróneas y escasamente justificadas sobre hechos asombrosos (milagros) y toda clase de supersticiones, respecto de las cuales la naturaleza humana no lograba desprenderse.
Con Greta de lo que se trata es de que el género humano haga dejación de su racionalidad en aras de la pura emocionalidad. Que el Homo sapiens-demens, en la feliz descripción de Edgar Morin, se trasmute en puro Homo demensEn una posterior obra Investigación sobre el entendimiento humano, Hume aborda, en el capítulo X, la espinosa cuestión de la creencia en hechos milagrosos y en toda clase de supersticiones. Hume pretendía alcanzar un criterio general que permitiese al ser humano, en cuanto criatura racional, descartar de plano cualquier pretensión de creer en realidades contrarias a nuestra experiencia y al sentido común del hombre medio. Para Hume respecto de las cuestiones fácticas no cabe un conocimiento apodíctico y necesario, sólo cabe una creencia más o menos justificada según las evidencias empíricas que respalden nuestros juicios acerca de lo que ocurre en el mundo de la experiencia.
Hume pone como ejemplo el hecho de que cada mañana vemos salir el sol. Nuestra creencia en que el sol saldrá mañana, no se deriva, según su empirismo radical, en ninguna conexión necesaria entre los fenómenos que observamos, sino sólo de la experiencia uniforme que nos muestra que desde el comienzo de los tiempos siempre ha sucedido así. Esto nos lleva a inferir, según Hume, que las cosas serán así en el futuro. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito de las matemáticas, donde del propio análisis de los conceptos matemáticos se siguen relaciones necesarias entre ellos, en el ámbito de los hechos nos movemos en el terreno de lo probable, con diversos grados de certidumbre sobre las relaciones entre los mismos. Asi nuestra certeza en que los muertos no resucitan es muchísima mayor que la de que las tormentas son más frecuentes en verano que en invierno.
Para Hume los milagros y las supersticiones se basan en último término en la violación de leyes naturales que, si bien no son necesarias, según su epistemología empirista radical, son muy ciertas, como lo demuestra la uniformidad de nuestra experiencia sobre ellas. De ahí que las personas crédulas en relación con estos asuntos, que generalmente nunca han presenciado ellas mismas, suelen confiar en el testimonio ajeno para formarse una opinión favorable a estas ocurrencias imposibles y absolutamente inverosímiles. De ahí que Hume dediqué buena parte de su crítica a la creencia en los milagros a analizar la falibilidad del testimonio humano como prueba, aunque sea indirecta, en favor de aquellos hechos que parecen contradecir nuestro sentido común.
Hume señala como generalmente los hombres tienden a guiarse por aquellas explicaciones más inverosímiles, especialmente cuando estas tienen connotaciones de corte pseudo religioso. También hace notar que la elocuencia y la apelación a la emocionalidad del oyente, muchas veces resulta más convincente que las más elaborados y razonados discursos. Tampoco la reiterada falsación por la prueba de la experiencia lleva a los hombres a ser más cautos en lo concerniente a los testimonios que reciben sobre hechos que son cuando menos cuestionables.
Hume elaboró su célebre argumento contra los milagros hace más de dos cientos años y sin embargo el género humano sigue otorgando una confianza epistémica a todas luces exagerada a ciertos testimonios cuya sensatez y rigor dejan mucho que desear. Cierto es que el empirismo de Hume ha sido ampliamente superado, que todos aceptamos que nuestro conocimiento en buena medida se basa en un sistema de confianza recíproca (pues de muy pocas cosas tenemos un conocimiento directo) y que las leyes científicas no se ajustan al fenomenismo al que se refiere Hume, sino que no dejan de ser meras generalizaciones de tipo probabilístico. Sin embargo, hay algo manifiestamente cierto en las reflexiones de Hume: seguimos otorgando demasiada justificación epistémica a discursos disparatados, a argumentaciones falaces y preferimos que se apele a nuestra emocionalidad antes que a nuestra racionalidad.
La aparición del fenómeno mediático Greta Thunberg nos ha vuelto a demostrar que Hume no andaba tan desencaminado en su denuncia epistemológica. Greta, esa especie de Juana de Arco del eco-catastrofismo, no dista demasiado de esos embaucadores que denunciara Hume, siempre dispuestos a sembrar la superstición y el miedo entre la humanidad. Con el fenómeno Greta no se trata tanto de determinar si el denominado cambio climático es o no cierto o si existe el suficiente consenso entre la comunidad científica como para que se presenten como concluyentes lo que no dejan de ser más que ciertas hipótesis no suficientemente contrastadas todavía.
Con Greta de lo que se trata es de que el género humano haga dejación de su racionalidad en aras de la pura emocionalidad. Que el Homo sapiens-demens, en la feliz descripción de Edgar Morin, se trasmute en puro Homo demens. Que la pataleta sustituya al argumento, que la amenaza sustituya a la convicción. Greta es la marioneta de una sociedad posmoderna para la que la razón es un obstáculo, quizás insalvable, para imponer una agenda global.
David Trueba, nada sospechoso de connivencia con ideas “fachas”, hace una perfecta descripción de lo que es el sentimentalismo: una forma de nacionalismo del yo. Una forma de victimización que persigue que el otro se ponga a mi servicio. Es en definitiva una absoluta falta de empatía hacia el otro, al que se toma por estúpido, puro instrumento a mi servicio. Resulta paradójico que los eco-catastrofistas de turno apelen a nuestra empatía con las generaciones venideras, en el sentido del imperativo ecológico de Hans Jonas, mientras muestran ninguna empatía con el ser humano como especie racional, al tener que recurrir a la más burda manipulación emocional para imponer aquello de lo que no deben estar tan seguros.
Creer o no creer en el calentamiento global puede o no estar justificado, según respaldemos nuestra creencia en razones y argumentos. Hay argumentaciones, algunas más sólidas que otras, en ambos sentidos. Lo que es absolutamente ridículo y supone hacer dejación de la propia racionalidad es justificar dicha creencia en los desvaríos emocionales de una adolescente. Justificar el supuesto cambio climático de origen humano sobre la base de este testimonio equivaldría, utilizando la célebre fórmula de Hume, a “considerar más milagroso la falsedad del mismo que el milagro que supuestamente se quiere probar”.
Foto: Anders Hellberg
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