El poder de los Rothschild
Una exposición nos hace viajar hacia esos tiempos para sentir el escalofrío del poder omnímodo del dinero.
Eduardo García Aguilar
En una antigua sala de la sede
histórica de la Biblioteca Nacional de Francia (BNF), y mientras se
realizan enormes trabajos de restauración, se acaba de inaugurar la
exposición Los Rothschild en Francia en el siglo XIX,
una inmersión en el poder económico, social y político de esta familia
de banqueros judíos provientes de Frankfurt, que tuvo a sus pies a toda
Europa y se convirtió en verdadera dinastía todavía reinante.
El muy inteligente James de Rothschild llegó muy joven a Francia en 1812, en la parte final del imperio de Napoleón, para desempeñarse como Cónsul de Austria y con rapidez tejió una red de relaciones con las que fraguó una fortuna colosal entre las múltiples guerras y vicisitudes políticas provocadas por restauraciones monárquicas y revoluciones, quiebras, asonadas y guerras sin fin que contribuyeron a inflar día a día su fortuna.
A lo largo de más de medio siglo James de Rothschild tuvo a sus pies al declinante Napoleón Bonaparte, a los frágiles monarcas de la Restauración y al Emperador Luis Napoleón Bonaparte III, bajo cuyo régimen se dio un auge industrial, colonial, cultural y urbanístico sin precedentes.
Como un rey Midas, James financió las obras monumentales de Haussman, que transformaron a París; la construcción de los ferrocarriles y múltiples operaciones financieras mundiales para construir canales, puertos, puentes, industrias y minas. Comerció a nivel mundial con madera, tabaco de Cuba, algodón, oro, bronce, mercurio. Y fue así el triunfador y el sobreviviente de los banqueros, pues otros poderosos como Camondo y Pereire, también instalados en París, cayeron como pobres leones derrotados.
En su mansión de la calle Laffitte, en su castillo de La Ferrière o en su balneario de Arcachon, él y su esposa Betty realizaban fastuosas fiestas a las que acudían los grandes de su tiempo, amenizadas por Berlioz o Chopin y donde se cruzaban reyes, reinas, príncipes, diplomáticos, industriales, militares, diputados, senadores, artistas, cortesanas y arribistas de todo pelambre, bien descritos en las obras de Stendhal, Balzac, Maupassant, Dumas y Zola, entre otros.
James de Rothschild trabajaba en relación con sus poderosos hermanos, instalados cada uno estratégicamente en las grandes plazas de Londres, Frankfurt, Viena y Nápoles, por lo que casi todo el dinero de nobleza, industria, agro, gobiernos, políticos y sociedad en general era administrado por él en esas oficinas que eran como el corazón palpitante del que pendía la vida de todos. Hipotecas, ruinas, herencias, obligaciones, empréstitos, inversiones, préstamos, confiscaciones, quiebras, eran palabras que sonaban de manera cotidiana en esas oficinas famosas rodeadas de notarios, abogadillos y funcionarios de pompas fúnebres.
La exposición nos hace viajar hacia esos tiempos para sentir el escalofrío del poder omnímodo del dinero. El enorme y magnífico retrato de James en 1864, pintado por Flandrin, nos comunica esa seguridad devastadora también descrita por Balzac en su famoso personaje del barón Nucingen. El rico James, que derrotó a sus rivales Pereire y Camondo y que recibía besamanos de emperadores y reinas, nos mira a los ojos y sentimos a la vez fascinación y miedo.
La exposición de la BNF no lo dice, por supuesto, por qué la familia ha sido y es todavía una de sus más grandes mecenas desde el siglo XIX, pero detrás de tal esplendor y riqueza y tanta magnificencia, lujo, arte, música, exquisitez, refinamiento, uno atisba cuánto habrá sido el dolor de los arruinados, los despojados, el sudor de los obreros en las factorías metalúrgicas y los campesinos en las plantaciones, la enfermedad, el hambre y la muerte en los cultivos coloniales de ultramar o la sangre derramada en las guerras financiadas con su dinero. Tanta fortuna reposa sobre la ruina de millones y tal vez de ahí surge la necesidad del mecenazgo artístico y la caridad a través de fundaciones.
La vieja sede de la BNF se encuentra en el corazón del barrio financiero, político y periodístico que dominó Francia desde el siglo XIX. Situada hacia el norte del Louvre y la Plaza Real, la Biblioteca ocupa una cuadra entre las calles Richelieu y Viviene, a unos pasos del edificio neoclásico de la Bolsa, alrededor del cual giró la historia del siglo burgués por excelencia, marcado por la impronta del capital y las transacciones finacieras que sustentaron el auge económico del imperio colonial.
Al frente de la BNF vivió Bolívar en 1804 y 1806 y cada una de las calles de la zona está llena de placas que nos muestran que al lado de la Biblioteca y la Bolsa vivieron el viajero Bouganville, el novelista Stendhal, el cocinero Brillat-Savarin, y centenares de figuras de la farándula, la política, las letras y el dinero. Émile Zola, publicó su famoso Yo acuso en el diario La Aurora, no lejos de aquí, y el socialista Jaurès, fue asesinado en un café cercano mientras sus émulos luchaban ilusamente contra el omnímodo poder financiero.
En la muy bien curada exposición hemos palpado documentos claves de grandes negocios, cuadros, fotografías color sepia, testamentos y actas de bodas, libros antiguos y objetos diversos que adornaban los salones del rico y sus herederos.
Vimos a la familia en pleno de paseo y de fiesta, a la reina Victoria y al Emperador Luis Napoleón inclinados ante el magnate. Sonaba la música de Chopin y de Berlioz. Y al salir en la tarde invernal y brumosa, inmerso del todo en aquel mundo ido, uno cree cruzarse de repente con el fantasma de James de Rothschild, que acaba de subir enguantado y ensombrerado a la carroza y cuya mirada nos persigue como la de un Big brother mientras se dirige raudo al edificio de la Bolsa.
2012-12-02 00:00:00
El muy inteligente James de Rothschild llegó muy joven a Francia en 1812, en la parte final del imperio de Napoleón, para desempeñarse como Cónsul de Austria y con rapidez tejió una red de relaciones con las que fraguó una fortuna colosal entre las múltiples guerras y vicisitudes políticas provocadas por restauraciones monárquicas y revoluciones, quiebras, asonadas y guerras sin fin que contribuyeron a inflar día a día su fortuna.
A lo largo de más de medio siglo James de Rothschild tuvo a sus pies al declinante Napoleón Bonaparte, a los frágiles monarcas de la Restauración y al Emperador Luis Napoleón Bonaparte III, bajo cuyo régimen se dio un auge industrial, colonial, cultural y urbanístico sin precedentes.
Como un rey Midas, James financió las obras monumentales de Haussman, que transformaron a París; la construcción de los ferrocarriles y múltiples operaciones financieras mundiales para construir canales, puertos, puentes, industrias y minas. Comerció a nivel mundial con madera, tabaco de Cuba, algodón, oro, bronce, mercurio. Y fue así el triunfador y el sobreviviente de los banqueros, pues otros poderosos como Camondo y Pereire, también instalados en París, cayeron como pobres leones derrotados.
En su mansión de la calle Laffitte, en su castillo de La Ferrière o en su balneario de Arcachon, él y su esposa Betty realizaban fastuosas fiestas a las que acudían los grandes de su tiempo, amenizadas por Berlioz o Chopin y donde se cruzaban reyes, reinas, príncipes, diplomáticos, industriales, militares, diputados, senadores, artistas, cortesanas y arribistas de todo pelambre, bien descritos en las obras de Stendhal, Balzac, Maupassant, Dumas y Zola, entre otros.
James de Rothschild trabajaba en relación con sus poderosos hermanos, instalados cada uno estratégicamente en las grandes plazas de Londres, Frankfurt, Viena y Nápoles, por lo que casi todo el dinero de nobleza, industria, agro, gobiernos, políticos y sociedad en general era administrado por él en esas oficinas que eran como el corazón palpitante del que pendía la vida de todos. Hipotecas, ruinas, herencias, obligaciones, empréstitos, inversiones, préstamos, confiscaciones, quiebras, eran palabras que sonaban de manera cotidiana en esas oficinas famosas rodeadas de notarios, abogadillos y funcionarios de pompas fúnebres.
La exposición nos hace viajar hacia esos tiempos para sentir el escalofrío del poder omnímodo del dinero. El enorme y magnífico retrato de James en 1864, pintado por Flandrin, nos comunica esa seguridad devastadora también descrita por Balzac en su famoso personaje del barón Nucingen. El rico James, que derrotó a sus rivales Pereire y Camondo y que recibía besamanos de emperadores y reinas, nos mira a los ojos y sentimos a la vez fascinación y miedo.
La exposición de la BNF no lo dice, por supuesto, por qué la familia ha sido y es todavía una de sus más grandes mecenas desde el siglo XIX, pero detrás de tal esplendor y riqueza y tanta magnificencia, lujo, arte, música, exquisitez, refinamiento, uno atisba cuánto habrá sido el dolor de los arruinados, los despojados, el sudor de los obreros en las factorías metalúrgicas y los campesinos en las plantaciones, la enfermedad, el hambre y la muerte en los cultivos coloniales de ultramar o la sangre derramada en las guerras financiadas con su dinero. Tanta fortuna reposa sobre la ruina de millones y tal vez de ahí surge la necesidad del mecenazgo artístico y la caridad a través de fundaciones.
La vieja sede de la BNF se encuentra en el corazón del barrio financiero, político y periodístico que dominó Francia desde el siglo XIX. Situada hacia el norte del Louvre y la Plaza Real, la Biblioteca ocupa una cuadra entre las calles Richelieu y Viviene, a unos pasos del edificio neoclásico de la Bolsa, alrededor del cual giró la historia del siglo burgués por excelencia, marcado por la impronta del capital y las transacciones finacieras que sustentaron el auge económico del imperio colonial.
Al frente de la BNF vivió Bolívar en 1804 y 1806 y cada una de las calles de la zona está llena de placas que nos muestran que al lado de la Biblioteca y la Bolsa vivieron el viajero Bouganville, el novelista Stendhal, el cocinero Brillat-Savarin, y centenares de figuras de la farándula, la política, las letras y el dinero. Émile Zola, publicó su famoso Yo acuso en el diario La Aurora, no lejos de aquí, y el socialista Jaurès, fue asesinado en un café cercano mientras sus émulos luchaban ilusamente contra el omnímodo poder financiero.
En la muy bien curada exposición hemos palpado documentos claves de grandes negocios, cuadros, fotografías color sepia, testamentos y actas de bodas, libros antiguos y objetos diversos que adornaban los salones del rico y sus herederos.
Vimos a la familia en pleno de paseo y de fiesta, a la reina Victoria y al Emperador Luis Napoleón inclinados ante el magnate. Sonaba la música de Chopin y de Berlioz. Y al salir en la tarde invernal y brumosa, inmerso del todo en aquel mundo ido, uno cree cruzarse de repente con el fantasma de James de Rothschild, que acaba de subir enguantado y ensombrerado a la carroza y cuya mirada nos persigue como la de un Big brother mientras se dirige raudo al edificio de la Bolsa.
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