La derrota mexicana, y mundial, de los asalariados
2. diciembre, 2012
Marcos Chávez *
El cambio en las leyes laborales no es más que otro capítulo de
la permanente lucha de clases entre los asalariados y los capitalistas.
Entre los trabajadores que, al carecer de los recursos necesarios para
asegurar su existencia y la de su familia, se ven obligados a vender su
fuerza de trabajo. Ésta es comprada por los dueños de los medios de
producción (antaño conocida como la burguesía), como una mercancía más. A
cambio del pago de un salario tiene el derecho de que laboren para él
durante un periodo determinado.
Ese
acuerdo contractual es conocido como la relación de explotación del
trabajo asalariado por el capital, la base esencial del funcionamiento
del capitalismo desde que éste se convirtió en la formación
económico-social dominante a escala nacional y mundial. Mientras
permanece vigente ese acuerdo, los asalariados, con su trabajo, crean un
valor económico, el cual será propiedad de los empresarios que
invierten su dinero (su capital) en la producción, aun cuando no
participen directamente en su generación. Dicho valor incluye la
recuperación del importe de los insumos empleados, el desgaste de los
equipos (amortización) y los salarios pagados, entre otros costos, así
como otra parte no pagada a los trabajadores, llamada plusvalor o
ganancia del capital, tal y como lo explicó Carlos Marx. La realización
de la producción se alcanzará en el mercado con la venta de las
mercancías, que permitirá la recuperación del capital inicial invertido,
el cual será reinvertido para mantener el proceso productivo. Ello se
denomina como acumulación del capital.
Una inversión mayor al ciclo anterior, que implica más insumos,
maquinaria y trabajadores, se conoce como la reproducción ampliada del
capital. Con el tiempo, ese proceso llevará a la formación de los
monopolios u oligopolios (ya sea por las innovaciones tecnológicas y
mejoras en el proceso de trabajo y de los productos creados que
reducirán los costos comparados a otros capitalistas, compras de otras
empresas, o prácticas fraudulentas y delincuenciales), que le permitirán
controlar las materias primas, la producción y la distribución, y
sustentar su poder político y su relación con las elites
gubernamentales.
La disputa entre los trabajadores y los burgueses se da en el
momento que cada uno defiende sus intereses de clase. Aquéllos por
obtener un mayor salario por su fuerza de trabajo que le permita
adquirir los bienes necesarios para vivir y reproducirse y elevar su
bienestar (alimentos, vestuario, vivienda, educación, salud), reducir la
jornada laboral, mejorar las condiciones del trabajo, eliminar la
explotación infantil; los otros por elevar la tasa de explotación (baja
del gasto en salarios, prestaciones y protección laboral, ampliación o
modificación de la jornada según las necesidades de la producción). Ese
antagonismo creó la necesidad de la organización de los trabajadores:
los sindicatos, los partidos obreros y otras formas de organización.
La fuerza y la negociación colectiva en lugar de la individual, la
presión, el paro, la huelga (incluyendo las “salvajes”), el sabotaje,
las revueltas, las revoluciones son algunas de las formas de lucha
empleadas por los trabajadores para enfrentar al capital y alcanzar sus
fines. Éstos no fueron obtenidos por la generosidad de los empresarios o
del Estado, se los arrancaron por la fuerza. A costa de
violentas represiones, persecución, cárcel e incontables muertos,
lograron contener la salvaje explotación capitalista y sus pésimas
condiciones de vida. Esa lucha se inicia en los orígenes de la
Revolución Industrial en el Reino Unido, a finales del siglo XVIII, y en
México, en el último tercio del siglo XIX, durante el porfiriato. Al
cabo, sus organizaciones, el derecho a la huelga y sus conquistas fueron
legalizados y garantizados, pasaron a formar parte del llamado Estado
de bienestar. Incluso, dentro del sistema de partidos, los trabajadores
pudieron defender sus intereses desde el parlamento o dirigir gobiernos,
como es el caso de Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil).
Por esas y otras razones, a los empresarios les molesta la
solidaridad y su conciencia de explotadores (conciencia en sí, según
Lenin) surgidas de las luchas obreras, y les aterra que ella se
convierta en conciencia para sí (Lenin), que les permitiría entender que
las luchas sindicales sólo mejoran su condición socioeconómica bajo el
capitalismo, pero mantiene la fábrica de su infelicidad: la
relación trabajo-asalariado-capital, que concentra la riqueza en una
minoría y genera miseria, desocupación y trabajos mal pagados y
agotadores a las mayorías. Lo que se trata, por tanto, es acabar con el
capitalismo.
El límite de esa lucha económica está dado por el nivel donde los
empresarios están dispuestos a compartir el plusvalor y el riesgo de la
viabilidad de las empresas. Esto es enfrentado con la huelga de
inversiones, la violencia o el despido (en 1777, dice el historiador
Robert Darnton, un empresario francés aconseja “despedir a la mayoría
durante la escases de trabajo para inundar el mercado laboral y lograr
más poder sobre una raza indisciplinada y disoluta, que no podemos
controlar’”). Pero sobre todo, con los cambios en el proceso productivo,
las nuevas tecnologías y la automatización.
La maquinaria, decía Marx, se ha convertido en el arma más poderosa
contra los trabajadores: reducir su necesidad y la creación de
empleos. Arroja a la calle a los ocupados que se suman a los que no
encuentran una plaza. Ése es el desempleo temporal y estructural y el
ejército industrial de reserva, que debilita a los sindicatos y su
capacidad negociadora, y los obliga a atenuar sus demandas salariales y
los ajustes en las condiciones laborales (despidos, horarios, etcétera).
Mientras crece la economía mundial con baja inflación (4.9 y 3.5
por ciento entre 1953 y 1970), y se mantiene el Estado de bienestar y
las políticas de pleno empleo hasta finales de la década de 1970, el
desempleo medio es bajo (3.7 por ciento; en la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico pasa de 4.4 millones a 6.5
millones) y mejoran los salarios reales, las prestaciones y el
bienestar. Pero con la crisis recesiva e inflacionaria y la sustitución
del keynesianismo por las políticas fondomonetaristas, que privilegian
el control de los precios sobre el crecimiento y el empleo, en dicha
década, las subsecuentes contrarreformas neoliberales (retiro del
Estado, desregulación interna y externa, e integración mundial) y el
colapso sistémico de ese estilo de desarrollo, el escenario cambia
radicalmente para los trabajadores. El crecimiento entre 1971 y 2011 cae
a 3 por ciento, la inflación media se dispara a 12 por ciento y los
salarios reales y nominales decrecen. El desempleo de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico sube a 6.1 por ciento,
hasta 47 millones. Entre 2000 y 2011, el desempleo medio mundial es de 6
por ciento. Pero en números absolutos aumenta de 176 millones a 200
millones de desempleados.
La mundialización capitalista neoliberal se convirtió en una fábrica
de pobres y miserables, que trabaja a su máxima capacidad: genera
grandes cantidades de trabajadores cuyo presente y futuro ha sido
cercenado, también de “flexibles” e intermitentes.
La crisis de los años arrasa con las relaciones laborales conocidas
con el nombre de fordismo: la producción en serie impulsada por Henry
Ford en la industria automotriz estadunidense –por 1908– la cual
organizaba la producción y el trabajo con la mecanización, la
especialización y la seguridad laboral, altos salarios (la divisa de
Ford era pagar mejor para que pudieran comprarle sus productos) y otras
prestaciones sociales, que le permitieron reducir sus precios finales y
mejorar su competitividad. Esa forma de producción es sustituida por el
toyotismo (por la empresa Toyota), surgido en la industria japonesa y
coreana, basada en la “flexibilidad” laboral. Combina el fordismo con el
método de organización “justo a tiempo” (just in time), es
decir, “producir sólo lo que se necesita, en las cantidades y el momento
requerido”, lo que reduce las necesidades de la sobreproducción, el
almacenamiento y los costos, la menor contratación de trabajadores
permanentes y el aumento de los temporales y menos calificados, los
contratos a “prueba” que afectan la permanencia, las prestaciones
sociales y las posibilidades de las jubilaciones, la baja de los
salarios nominales, la remuneración basada en el rendimiento, la
subcontratación (el outsourcing), el ajuste de las jornadas y los
tiempos de trabajo según los requerimientos de las empresas, el fomento
de la competencia entre los trabajadores (que afecta la solidaridad
sindical y el número de sus miembros), las tareas múltiples, el
intercambio de los puestos y mayores responsabilidades de los
asalariados en la producción sin compensaciones adicionales. Todo en
nombre de la productividad, la competitividad y la tasa de ganancia. A
costa de la precariedad y la calidad de vida de las mayorías asalariadas
que tienen un empleo, ya sea estable o “flexible”.
Ese “modelo” de racionalidad laboral, o “flexibilidad” del mundo
del trabajo, es el que impone a escala global el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y otros organismos multilaterales, así
como los gobiernos locales, sobre todo los subdesarrollados, como
México, deseosos de disputar, en calidad de opulentos mendigos, las
sobras del banquete de las naciones metropolitanas. Su participación
neocolonial en la internacional neoliberal, con la desregulación y
apertura de sus economías y la atracción de la inversión extranjera
directa, descansa en el desmantelamiento de la infraestructura social y
su privatización, así como de las reglas laborales, los bajos salarios,
el control de los sindicatos y la embestida en contra de los combativos.
La brutal competencia en los mercados nacionales e internacionales
exige la reducción de costos y, por tanto, el sacrificio de los
trabajadores. Se les han cercenado sus pensiones, su permanencia en el
trabajo, la seguridad laboral, los servicios de salud, los salarios.
Se ha vuelto normal la amenaza constante a los trabajadores:
llevarse las empresas a otras regiones dentro de un mismo país o a otro,
y que ellos mismos sean subastados en las peores condiciones. China es
el “taller del mundo” con asalariados comparados a los esclavos, pese a
que han mejorado sus beneficios. Esa política es común en las empresas
maquiladoras ubicadas en México, tolerada por los gobiernos priístas y
panistas. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte aceleró la
“flexibilidad” y la obligada “adaptabilidad” de los asalariados en
Canadá, Estados Unidos y México.
Hasta hace poco esas contrarreformas neoliberales eran salvajemente
impuestas a los países subdesarrollados. Con el colapso sistémico en
2008, ahora se aplican con la misma bestialidad en los desarrollados: el
Reino Unido, Francia, España, Grecia, Portugal, Italia.
Los principales beneficiaros de la “flexibilidad” laboral son las
grandes empresas, y desde luego las ganancias de sus principales
accionistas, sobre todo las multinacionales, que producen y compiten
simultáneamente en la economía mundial, controlan y manipulan mercados.
Los principales damnificados son los trabajadores asalariados de
cualquier edad, lo que incluye niños y género. Sus organizaciones han
sido devastadas y se encuentran imposibilitadas para defender sus
intereses de clase.
A raíz del genocida bombardeo israelí en la Franja de Gaza, el
ministro del interior, Eli Yishai, alumno aventajado de Hitler, junto
con Benjamin Netanyahu y la ultraderecha de ese país, dijo al diario Haaretz que el objetivo de la operación era “devolver a Gaza a la Edad Media. Sólo entonces Israel estará en calma durante 40 años”.
En la guerra de clases, en México y a escala mundial, salvo algunos palos
y uno que otro asesinado, los burgueses no han requerido del genocidio
militar para derrotar a sus enemigos a muerte, los asalariados. Les ha
bastado con su poder económico y su avasallamiento de las elites
políticas para imponer su genocidio social. Para provocar el retroceso,
en las condiciones laborales y la “democracia liberal” formal, a la
época de piedra del capitalismo, a los albores de la industrialización. A
condiciones peores que la de los esclavos, porque éstos, aún en esa
situación envilecida, eran mantenidos por los esclavizadores mientras
fueran útiles. Los asalariados del capitalismo ni siquiera cuentan con
esa opción. Son abandonados completamente a su suerte.
En condiciones desventajosas, a los asalariados no les queda más
que recuperar su memoria histórica y emular y mejorar los métodos de
lucha empleados por sus antepasados, con el objeto de enfrentar la
guerra declarada por los capitalistas y tratar de restaurar sus
beneficios sociales mutilados bárbaramente, que le harán menos penosa su
existencia dentro del sistema.
También debe quedarles claro que la eventual recuperación del
terreno perdido es susceptible de ser recurrentemente perdido. Más de
200 años de historia lo testifican.
Ante un sistema que ya no ofrece nada, ¿no es mejor organizarse y
luchar por acabar con esa forma de explotación y construir un sistema
más humano?
*Economista
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