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sábado, 15 de noviembre de 2014
El desamparo de Ayotzinapa
El desamparo de Ayotzinapa
2014-11-14
Jorge Volpi
Según la reconstrucción de los hechos realizada por la Procuraduría General de la República, el 26 de septiembre pasado María de los Ángeles Pineda, esposa del entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, se disponía a presentar su informe de trabajo como presidenta de la vertiente local de la organización denominada Desarrollo Integral de la Familia (el área de Gobierno responsable de los programas sociales) en un mitin que previsiblemente sería aprovechado para acentuar las posibilidades de suceder a su marido en las elecciones de 2015 como candidata del Partido de la Revolución Democrática (PRD), del cual hacía unos meses se había convertido en consejera.
Ese mismo día, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa —una de las instituciones creadas por Lázaro Cárdenas en los años treinta para formar profesores rurales, caracterizadas desde entonces por su vena rebelde— había viajado hasta Iguala, la tercera ciudad más importante de Guerrero, a fin de cumplir con un ritual más o menos tolerado por las autoridades: el secuestro de taxis y autobuses para recorrer la zona en busca de “donativos”, acaso para financiar su viaje a la ciudad de México, donde —siniestra paradoja— habrían de sumarse al contingente que el 2 de octubre recordaría a los estudiantes asesinados por el Gobierno en 1968 en la plaza de las Tres Culturas.
La ley de la impenetrabilidad de la materia —la idea de que dos sólidos no pueden ocupar simultáneamente el mismo espacio— devino entonces en una de las mayores tragedias mexicanas de los últimos, de por sí trágicos, tiempos. Ofuscado porque la presencia de los jóvenes podría opacar la entronización de su esposa, el alcalde Abarca dio la instrucción a su jefe de seguridad pública de impedir a toda costa que se manifestaran en Iguala. El resultado: al cabo de un brutal enfrentamiento, tres normalistas fueron asesinados —a uno de ellos lo desollaron y a otro le arrancaron los ojos de las órbitas—, otros tres infortunados paseantes también murieron, entre ellos un futbolista del equipo de tercera división de Chilpancingo, y 43 jóvenes desaparecieron sin que hasta el momento se haya confirmado el hallazgo de sus cuerpos.
El acontecimiento resulta tan obsceno, tan gratuito, que a más de un mes de distancia aún suena irracional. Imposible. Siempre según la reconstrucción oficial de los hechos, la Policía Municipal de Iguala habría sido la responsable de esas primeras muertes, así como de detener a los otros 43 normalistas, a quienes habrían cargado en un camión de redilas y conducido hasta la vecina Cocula, a pocos kilómetros de distancia. Una vez en su poder, los policías de este municipio habrían acatado la orden de entregar a los muchachos a un grupo de narcotraficantes conocido como Guerreros Unidos, los cuales a su vez los habrían llevado por sinuosos senderos hasta lo alto de la sierra. Según el testimonio de tres de ellos, a continuación los jóvenes, hacinados y heridos, habrían sido quemados vivos en una pira que ardió a lo largo de 15 horas.
El alcalde de Guerrero y su esposa empezaron en un cartel y luego pasaron a la política
¿Por qué alguien, incluso un narcotraficante o un político corrupto, querría asesinar así, sin el menor resabio de humanidad, a 43 estudiantes de Magisterio? Esta pregunta, tan ardua y dolorosa, mantiene a México en vilo desde hace semanas. Ahora sabemos que, además de un rico empresario en el negocio de joyas, el alcalde, José Luis Abarca, era un destacado miembro de Guerreros Unidos y tal vez su “jefe de plaza”. Que su mujer, María de los Ángeles Pineda, era la responsable económica del cártel. Que dos hermanos de ella, antiguos lugartenientes del cártel de los Beltrán Leyva, fueron asesinados por su jefe acusados de traición. Que, tras ser elegido candidato del PRD a la alcaldía —por intervención del exalcalde Lázaro Mazón y con la anuencia de todos los sectores de la izquierda mexicana—, Abarca asesinó a sangre fría a uno de sus enemigos políticos.
Tras permanecer escondidos durante semanas, Abarca y Pineda —escabrosa versión mexicana de Lady Macbeth— han sido capturados, lo mismo que Ángel Casarrubias, alias El Machomo, el líder de Guerreros Unidos. La pregunta, sin embargo, se mantiene en el aire como un ominoso resumen de la catástrofe que aqueja al país desde que, hace ocho años, el presidente Felipe Calderón declarase intempestivamente la llamada guerra contra el narco. ¿Por qué alguien querría asesinar a estos 43 jóvenes? Aunque las declaraciones de los tres sicarios detenidos apuntan a que fueron salvajemente ejecutados, sus padres insisten en que no se darán por vencidos hasta que se identifiquen los cuerpos con absoluta certeza. Más que eso: el lema “vivos se los llevaron, vivos los queremos” se ha convertido en el símbolo del movimiento nacional que reclama conocer la verdad y en el mantra que resume la impotencia y la rabia frente a miles de casos semejantes.
Si el caso de los normalistas de Ayotzinapa ha despertado tanta indignación se debe a que, en medio del sinfín de muertes horrendas que hemos presenciado en estos años de pólvora, encarna la suma de todos nuestros temores. Mientras que dolorosamente los 72 migrantes hallados en Tamaulipas no dejaban de ser extranjeros o los narcotraficantes ejecutados en Tlatlaya no dejaban de ser narcos, aquí nos encontramos frente a 43 estudiantes. 43 jóvenes de familias sumidas en una pobreza ancestral. 43 jóvenes que, más allá de su ideología radical, representan a todos esos mexicanos que sólo aspiran a una vida mejor. Y porque Abarca y Pineda no eran simples políticos corrompidos por el narco, como los que abundan a lo largo y ancho del territorio nacional, sino narcotraficantes convertidos en políticos. Criminales ungidos y tolerados por el conjunto de nuestra clase política.
Ayotzinapa es, por desgracia, la conclusión última del desastre nacional generado por la guerra contra el narco. Nadie duda que antes de 2007 había tráfico de drogas o rachas de inocultable violencia, pero la abrupta intervención estatal en un sistema caótico destruyó por completo los delicadísimos equilibrios que mantenían a México en paz. La fragmentación constante de los cárteles y su imbricación cada vez más profunda en distintos sectores de la población auspició el surgimiento de una sociedad criminal en la cual las autoridades y los criminales empezaron a no diferenciarse. La degradación social dio lugar a una ríspida degradación moral y la vida dejó de tener valor frente a la menor ganancia inmediata.
Así, mientras los políticos de las distintas fuerzas no han hecho otra cosa más que tratar de exculparse o de exhibir la complicidad con los delincuentes de sus rivales, el resto del país se halla sumido en el más acerbo desamparo. Dado que todos los partidos, desde Acción Nacional, que inició la guerra contra el narco, hasta Morena, que continúa solapando a Lázaro Mazón, el protector de Abarca, y desde el Gobierno del Partido Revolucionario Institucional, que tanto ha tardado en reaccionar para resolver el caso, hasta el PRD, que postuló al alcalde y al exgobernador Rubén Aguirre, tienen responsabilidad en lo ocurrido, los ciudadanos de pronto no tienen a quién recurrir, en quién confiar. La ineficiencia de nuestro sistema de justicia —donde el 90% de los delitos se mantienen impunes— hace que la llaga se revele supurante.
Si de por sí en lugares como México las autoridades resultan tan poco confiables, Ayotzinapa deja la sensación de que ninguna será ya capaz de protegernos. Nada resulta tan peligroso para un país como el descrédito absoluto de su clase política. Y más si ese país, con sus innegables avances en áreas específicas, continúa arrastrando enormes problemas de desigualdad o mantiene gravísimos déficits en su Estado de derecho. Ayotzinapa, y la tristeza, la vergüenza y la cólera que ha generado por doquier, es el angustioso llamado de auxilio de una población harta de convivir a diario con la corrupción y con la muerte.
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