sábado, 22 de abril de 2017

Sugargate: La conspiración del azúcar


revistaañocero.com

Sugargate: La conspiración del azúcar

 

 

 


Se acumulan las evidencias científicas que demuestran lo perjudicial que resulta el azúcar para nuestra salud.
Comencemos siendo claros para que nadie se lleve a engaño: el azúcar refinado y sus variantes es señalado como la causa subyacente de trastornos y patologías que se han convertido en verdaderas pandemias a escala global, así como el centro de una poderosa y ramificada industria que se enriquece con su consumo masivo, sin reparar, como tantos negocios que piratean nuestra salud, en los hipotéticos daños que ocasiona. Daños conocidos y silenciados que se ceban de manera alarmante en la vulnerable población infantil, y que en conjunto provocan un creciente sobrecoste económico para los sistemas sanitarios públicos, no sólo por el tratamiento de los enfermos que genera, sino por los que evita mantener sanos al frenar campañas más directas y explícitas de prevención.
La industria del azúcar sabe que es corresponsable de patologías crónicas tan graves como la diabetes B; sabe que el consumo de su producto está detrás de la obesidad y de todas sus lacerantes complicaciones; sabe que su ingesta está íntimamente ligada a las afecciones cardio y cerebro vasculares; sabe que se acumulan evidencias sobre su relación con ciertos tipos de cáncer e incluso alzheimer; y sabe, entre otras muchas cosas más, que su materia prima es altamente adictiva al actuar directamente sobre los centros de recompensa-placer de nuestro cerebro. Lo sabe y en la defensa de sus intereses no ha dudado en poner en práctica estrategias éticamente repudiables y al filo de la legalidad.
PRÁCTICAS CORRUPTAS
Quien piense que estamos tiñendo de amarillismo éstas páginas debería echar un vistazo a los llamados «Papeles de Adams». Los 391 documentos que desde 2015 vienen ruborizaron a las instituciones estadounidenses al poner al descubierto las estrategias de la industria azucarera, fueron bautizados así en honor de Roger Adams, un reputado profesor y experto en química orgánica que durante décadas estuvo en nómina de la Sugar Reserach Foundation, además de como asesor en la International Sugar Research Foundation, organizaciones del lobby azucarero. El hecho de que Adams fuese además presidente de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia permite entrever el alcance de la amarga trama de la que fue cómplice. Al fallecer, su archivo pasó a la Universidad de Illinois, y fue allí donde husmearon los investigadores de la Universidad de California, Stanton Glantz, Cristin Kearns y Laura Schmidt, divulgando en diferentes publicaciones científicas las reveladoras conclusiones devenidas del análisis de dicho material. La más reciente, la publicada en septiembre pasado en la revista de la Asociación Americana de Medicina, en un artículo en el que denuncian que las empresas azucareras habían pagado a científicos de la Universidad de Harvard para que cargaran la responsabilidad de las afecciones cardiacas en el colesterol y en las grasas saturadas, dejando fuera de toda sospecha al azúcar. Marcos Hegsted y Fredrick Stare, profesor y jefe respectivamente del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de la citada universidad, fueron contratados como asesores del comité científico de la Sugar Research Foundation para efectuar una revisión de todos los estudios relevantes realizados hasta entonces sobre las posibles causas de las afecciones cardiacas.
Como punto de partida, tal y como ahora se denuncia, el informe debía indultar a toda costa a los azúcares, algo que parecían tener meridianamente claro ambos científicos a tenor de lo manifestado por el propio Hegsted en su correspondencia con el órgano presidido por Adams. «Somos conscientes de su interés particular en los hidratos de carbono y abordaremos el asunto tan bien como podamos», escribiría el experto, un comentario que asombra de manera aún más contundente cuando se comprueba que Hegsted había sido precisamente el autor de varios estudios que relacionaban directamente el consumo de azúcar y las enfermedades cardiacas. No es, ni de lejos, el único caso. El mismo equipo de investigadores ya denunció en 2015 a través de lPLOS Medicine, que la misma estrategia torticera había sido utilizada por las azucareras en el territorio de la salud dental, articulando desde mediados del siglo pasado un plan destinado a ocultar las evidencias científicas que vinculaban el consumo de azúcar y las caries. El objetivo consensuado por una treintena de empresas era claro: evitar a toda costa que los programas de salud pública auspiciados por el gobierno promovieran en EE UU campañas de información y reeducación alimenticia que aconsejaran reducir el consumo de azúcar.
Para proteger sus intereses, la industria destinó fondos a través de la Sugar Research Foundation para favorecer un abordaje tangencial del problema, vertebrando un plan de despiste que financió hasta 270 proyectos de investigación centrados en elaborar una vacuna contra la caries o bien identificar enzimas que rompieran la placa dental, proyectos que también estaban siendo financiados abiertamente por las propias empresas. Pero, oh sorpresa, ni uno sólo de dichos estudios se centró en estudiar el efecto del azúcar en los dientes, algo más que sospechoso siendo precisamente ese su negocio. Sin embargo, el despropósito e inmunidad con el que las azucareras timoneaban esos planes de salud debía esperar a 1971 para alcanzar los niveles más ruborizantes.
CAMPAÑAS DE MAQUILLAJE
Ese año, el Programa Nacional de Caries Dental, promovido por el Gobierno a expensas de su Instituto Nacional para la Investigación Dental (NIDR), presentó una estrategia que se basaba en un 78% en las recomendaciones aportadas en 1969 por la Sugar Research Foundation, llegando a estimarse como poco práctico para la salud pública el recomendar la disminución en el consumo de azúcar. Casi tan descarado como que el director del NIDR, Philip Ross, se convirtiera, en 1969, en presidente de la International Sugar Research Foundation.
Tanto para el equipo formado por Glantz, Keams y Schmidt, como para la práctica totalidad de la comunidad médica de EE UU, esta manipulación que recuerda mucho a la desarrollada por la industria tabaquera y también a la que hoy nos indigna en el ámbito de la banca, las agencias de calificación y los organismos públicos, supuso retrasar más de 30 años la puesta en marcha de medidas correctoras eficaces para atajar el problema de la salud dental. ¿Sorprendente? Sin duda, pero el lector no alertado palidecería sí se le ocurre visitar en este mismo instante la web de la Sugar Research Foundation y cliquear en la pestaña dedicada al azúcar y las caries. Entre otros reveladores comentarios podemos leer lo siguiente: «La relación entre la cantidad de azúcar que se consume y los niveles de caries en las personas es en realidad muy débil. La frecuencia con la que se consume es una mejor, y aun así pobre, forma de predicción. Los métodos dietéticos como formas de prevenir la caries no han demostrado tener eficacia. Los medios más eficaces para prevenir la caries son el uso habitual de pastas dentales con fluoruro acompañado de prácticas adecuadas de higiene oral».
Antes de volver con más hilarantes ejemplos de la fragante ambigüedad, el imaginativo rigor y los burdos intentos de persuasión barnizados de solidaridad que rezuman los textos del portal de este organismo, pongamos un ejemplo adicional de manipulación a favor del negocio del azúcar. La revista Plos Medicine publicaba en diciembre de 2013 un estudio encabezado por Maira Bes Rastrollo, doctora en Farmacia y profesora del Departamento de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Navarra. Junto a su equipo evaluó 17 estudios científicos que indagaban en la relación entre el consumo de bebidas azucaradas y la obesidad en adultos, adolescentes y niños, pero centrándose en examinar la conexión entre el tipo de resultado obtenido –influencia o no influencia entre azúcar y obesidad– y la existencia o no de patrocinio por parte de empresas del sector. «El principal hallazgo de nuestra evaluación –describe el artículo– fue que los investigadores con patrocinio, o que había declarado conflictos de intereses con las compañías de alimentos o bebidas, tenían cinco veces más probabilidades de presentar una conclusión de no asociación positiva entre el consumo de bebidas azucaradas y el aumento de peso o la obesidad que aquellos informes que no tienen patrocinio de la industria o conflictos de interés». Es decir, que existía una tendencia a exonerar a las bebidas azucaradas de su responsabilidad en el aumento de peso y el desarrollo de la obesidad si quien realizaba el estudio estaba patrocinado por la industria alimentaria.
AZÚCAR, PRODUCCIÓN E INDUSTRIA
De los 169 millones de toneladas de azúcar que se producirán en el mundo en la campaña 2016-2017, alrededor del 80% procederá de la caña de azúcar cultivada en países tropicales, mientras que el 20% restante se procesará a partir de la remolacha azucarera cultivada en zonas templadas. Brasil, India, la Unión Europea y Tailandia copan más del 50% de dicha producción, seguidos por China, EE UU, México, Pakistan, Rusia y Australia. En cuanto al consumo humano, se estima en unos 173,6 millones de toneladas, con India, la Unión Europea, China, EE UU y Brasil encabezando el ranking Según las últimas estimaciones y a modo orientativo, la media anual de consumo en el mundo sería de 23 kg por persona, 32 kg en EE UU, 37,1 kg en la Unión Europea y 25,5 kg en España. Químicamente no hay diferencia entre azúcar de caña y azúcar de remolacha, y aunque la inmensa mayoría de la producción va destinada a alimentación, una parte también acaba en la alimentación animal, la industria farmacéutica e incluso en productos como venenos o abonos.
Lo que llamamos habitualmente azúcar o azúcar común es en realidad sacarosa, un disacárido formado por una molécula de glucosa y otra de fructosa. Hablamos de un hidrato de carbono presente de forma natural en muchos alimentos de primera generación que consumimos, es decir, que forma parte de su composición natural. En la caña y en la remolacha abundan, de ahí que sea la principal fuente de abastecimiento de la industria. Para obtener el azúcar, la materia prima debe ser procesada mediante un complejo proceso que incluye la utilización de sustancias potencialmente peligrosas, como hidróxido de calcio, hidróxido de sodio y dióxido de azufre, este último un gas tóxico e irritante que entre otras cosas provoca la conocida lluvia ácida. La cantidad y forma de uso de tales sustancias es segura, según la propia industria y los organismos de supervisión gubernamentales, quedando apenas residuos de los mismos en el producto final. En contra de lo que el lobby azucarero defiende, difícilmente el azúcar puede ser considerado un alimento, pues es una sustancia químicamente pura, que aporta lo que en nutrición se conoce como «calorías vacías», es decir, sin ningún otro nutriente, sólo sus 4 calorías por gramo. La gran conspiración del azúcar trata principalmente del azúcar blanco refinado y de las cerca de 60 sustancias que, sin llamarse «azúcar», son azucares añadidos usados habitualmente por la industria alimentaria, conocidos como «azúcares ocultos». La moderación en su consumo es la irrenunciable condición si decidimos mantenerlos en nuestra dieta habitual, pero esa decisión sólo la podemos tomar con criterio desde la libertad que nos garantiza el acceso a una información veraz no sólo sobre sus efectos, sino sobre su presencia en lo que comemos. Y es ahí donde los azúcares ocultos representan una verdadera amenaza. El lector se preguntará los motivos por los que existe tanto azúcar añadido y oculto en los alimentos. Las razones son diversas y la mayoría bastante obvias.
·         La principal es porque mejora con su dulzor el sabor de los alimentos elaborados, corrigiendo acidez, amargor o bien ocultando cosas peores.
•       En segundo lugar, por su efecto inhibidor sobre el agua que contienen o se añaden a los alimentos. Es un buen conservante.
•       Una tercera razón es que interviene en procesos de fermentación y en reacciones químicas que generan sabores y olores que hacen más sabrosos y atractivos a los productos.
•       Y una cuarta tiene que ver con que su presencia en los alimentos aumenta la temperatura de ebullición y reduce la de congelación, lo que amplía sustancialmente el margen de procesado del producto.
A éstas razones habría que añadir al menos una más, quizá la principal para el sector y la que no se menciona: es un producto muy barato compatible con casi todo y que aumenta el peso final del producto.
PRIORIZANDO LA SALUD
A pesar de lo indicado, como es fácil comprobar, la inmensa mayoría de las iniciativas que pretenden regular y frenar el consumo de azúcar se justifican desde la necesidad de atajar y revertir esencialmente el problema del sobrepeso y la obesidad, propiciando así de manera implícita un efecto dominó de mayor alcance.
Según datos del Imperial College de Londres publicados en The Lancet en abril de 2016, por primera vez existen en el planeta más personas con sobrepeso que con un peso normal o inferior al determinado por nuestro índice de masa corporal. Entre 1975 y 2014 se triplicó en los hombres y se duplicó entre las mujeres el número de obesos, calculándose que existen más de 1.900 millones de personas mayores de 18 años en esta situación. Según las OMS, 41 millones de niños con menos de 5 años tenían sobrepeso o eran obesos en 2014. Algunos indicadores cifran en 2,8 millones el número de muertes anuales por esta causa, calculándose el impacto en la economía mundial en 2 billones de dólares según reveló en 2014 la consultora McKinsey & Co. Pensar en el sobrepeso y la obesidad como un factor exclusivamente estético es un grave error. La OMS vincula oficialmente dicha situación con un mayor riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, diabetes, trastornos del aparato locomotor y diversos tipos de cáncer. A todas éstas, ¿qué dice el Imperio del Azúcar? Para saberlo, basta volver al informe de la International Sugar Research Foundation. Allí admiten a regañadientes el vínculo entre caries y consumo de azúcar, insinuando, eso sí, la endeblez de las evidencias. Y de ahí no pasan. De acuerdo con la información que proporciona, la obesidad es culpa del sedentarismo y de dietas con mucha grasa; la diabetes 2 de la obesidad, y ésta, ya hemos visto, es culpa de las grasas y la poca actividad; finalmente las enfermedades cardiovasculares se previenen con dietas variadas, pobres en grasas y ejercicio, siendo el azúcar un coadyuvante que en ausencia de grasa hará la dieta «agradable al paladar». ¿Le parece al lector una tomadura de pelo? No es nada comparado con otros argumentos, como el hecho de apelar a que la producción de azúcar es una importante fuente de ingresos para muchos países en desarrollo –un breve chequeo nos pondrá en situación de la explotación laboral que sufren–, una fuente de energía barata para países pobres con malnutrición, un ingrediente de soluciones de rehidratación oral para prevenir la deshidratación infantil en países pobres, y un producto idóneo para ser enriquecido con vitaminas y minerales. Conclusión: ¡el azúcar ayuda a construir un mundo mejor!

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