SANJUANA MARTÍNEZ, CULIACÁN, SINALOA | CTXT | 16 mayo 2017
El
Chino lleva la Santa Muerte tatuada en sus pantorrillas, también en el
pecho y en la espalda, incluso más abajo y por todas partes, lo muestra
con orgullo. Dice que todo su cuerpo es una ofrenda a la Santa Patrona
del crimen organizado.
Estamos sentados en el Bar
Papion’s, en la capital del clandestinaje sinaloense. Esta es la tierra
del Chapo Guzmán y del Mayo Zambada, amos y señores, venerados y odiados
en Culiacán. También es la tierra de mi colega Javier Valdez, guerrero
de la pluma, combatiente del periodismo libre, compañero de batallas.
Nos acompaña Manuel Ortiz, fotógrafo aguerrido y comprometido
antropólogo.
Nos reímos con el Chino. El bato dice
que quiere una cerveza para soltar la “sopa”. Javier le explica que soy
periodista. Al Chino se le hace raro que una morra ande a las tres de la
mañana en estos barrios sórdidos y pintorescos donde se contrata a
sicarios a sueldo. Es la una de la mañana y al ritmo de banda en la
improvisada pista bailan prostitutas, narcos de poca monta y travestis.
El ambiente ciertamente es sórdido, el olor también. El tufo a orines se
mezcla con los tequilas. Los sanitarios son inexistentes. En una
esquina hay una pared falsa que esconde los meaderos como en los
establos. En la barra están apoyadas varias mujeres ofreciendo
sexoservicio. Llevan minifaldas y ropa muy ajustada que deja ver sus
extensos michelines. Hay entre diez o doce mesas pegadas a las paredes.
En el centro un hombre gordo y sudoroso con sombrero ranchero y cinto
piteado, muy macho aprieta las nalgas de su acompañante —un travesti
exuberante— mientras bailan fajando.
Este lugar es
el centro de reunión de sicarios. Javier se conoce cada rincón
clandestino de Culiacán. Y el Chino sabe que hasta aquí viene gente y lo
contrata. Se sienta a la mesa con la mirada retadora. Le jode que una
periodista pretenda preguntarle cosas de su trabajo, de su chamba, de su
profesión como él le dice.
— Es un trabajo, jefa. Entiéndalo, alguien tiene que hacerlo.
— Sí, sí, claro, me apresuro a comentar para intentar un ambiente relajado.
— ¡Cálmate, bato!, le dice Javier.
Pero
al Chino le vale. Sigue en su pose de perdonavidas. Además, él se sabe
guapo. Anda en los 30 años. Tiene los ojos rasgados, tirando a
orientales; tal vez por eso le dicen el Chino. Su piel morena brilla con
las luces neón del lugar. Es muy delgado y de repente su mirada
extraviada por la cocina se posa en la realidad del lugar al que ha
llegado:
“Pinches travestis, no valen verga”, espeta sin contemplaciones.
Adopta
pose de mamón, está recién bañado y lleva el cabello largo peinado
hacia atrás con algo de brillantina. Cruza la pierna y finalmente me
mira. Coquetea.
Silencio.
Le
invito una cheve, la bebe a gran velocidad y al terminar acaricia la
figura en plata de la Santa Muerte que trae colgada al cuello. “¿Qué
quiere saber?”, me suelta de repente mirándome a los ojos de forma
retadora. “Pa qué chingaos quiere que le cuente?”. Le explico que
también soy periodista como Javier y me dedico a escribir, y que además
me interesa desde el punto de vista humano conocer detalles de su
profesión.
— Yo estoy especializado, dice interrumpiéndome.
— ¿Entiende lo que quiere decir especializado, jefa?… Especializado, es-pe-cia-li-za-do.
— No entiendo. Explíqueme, por favor.
En
ese momento se saca una especie de funda dorada que llevaba en alguna
parte del cuerpo. De la funda extrae lentamente una daga grande cuyo
filo resplandece. Se ríe al ver mi expresión y suelta:
— Corto cabezas.
— Ok
— Soy un profesional. ¡Yo no ando con mamadas!
— ¿Cómo?
— Mis cortes son quirúrgicos. De un tajo.
— ¿Así nomás?
— Nomás. A mí no me gusta la tortura. Mi trabajo es limpio.
— ¿Y se droga para hacer su trabajo?, le pregunto.
Ríe, sin contestarme.
Hablamos
durante 40 o 50 minutos. Se va relajando. Pide más cervezas. Le
pregunto su cuota, el precio de sus “trabajitos”. Y suelta.
— Usted me cae bien, a usted se lo dejo barato. Nomás deme 3 mil pesos (150 euros)… Yo le quito al gallo de encima.
— ¿Qué gallo?
— ¿A poco no tiene enemigos?
— Le agradezco, pero ahorita no me interesa.
El Guayabo
Javier
Valdez suelta la carcajada, mientras caminamos por las calles de
Culiacán y recuadramos al Chino. Recorremos una casa abandonada,
recientemente balaceada con más de 500 proyectiles. En Culiacán se libra
una batalla por el control de la venta y distribución de droga. Y el
periódico Riodoce, fundado por Javier y su compañero Ismael
Bojórquez, es el único medio de comunicación que ha sido capaz de
resistir los granadazos y las amenazas del narco. Con un firme
compromiso social por la libertad de expresión y el ejercicio
periodístico, este periódico es un ejemplo de heroicidad en tiempos del
narco.
La cultura del narco en Sinaloa y el tejido social van unidos. Y Javier me lleva de la mano a un narcotour
para visitar los últimos lugares de la tragedia cotidiana. Cuenta que
la descomposición social es producto no solo del crimen organizado, sino
en buena medida de la narcopolítica.
— Seríamos
muy pendejos si pelearamos con los narcos, si sabemos que los narcos
tienen pactos con el gobierno o que el gobierno está protegiendo a los
narcos, me dice Ismael Bojórquez, sentado en la redacción de Riodoce y añade:
—
Cada vez que detienen a un capo grande, nos enteramos que lo protegía
el ejército, la marina, los Pinos. Nosotros valoramos una y otra vez las
notas que publicamos. Esto es muy malo para el periodismo, porque
finalmente estás reconociendo que la guerra la estamos perdiendo. En las
redacciones se ha perdido la guerra. El narco nos ha ganado la guerra.
EN LAS REDACCIONES SE HA PERDIDO LA GUERRA. EL NARCO NOS HA GANADO LA GUERRA.
Javier coincide con su compañero. Y
volvemos a patear las calles de Culiacán, ciudad donde vive el MZ, mejor
conocido como el Mayo Zambada, actual líder del poderoso Cártel de
Sinaloa, también identificado como “El Padrino”, por su supuesta
“generosidad” y “filantropía” con sus paisanos. Estamos en la tierra del
enigmático Mayo. Si la sierra de Sinaloa donde confluyen Chihuahua y
Durango en el llamado Triangulo Dorado fue el fuero del Chapo Guzmán,
actualmente en una cárcel de máxima seguridad en Nueva York, Culiacán se
ha convertido en el Imperio del Mayo Zambada, el hombre que controla la
ciudad gracias al apoyo de las fuerzas policíacas y militares que
presuntamente le brindan protección.
Su casa, como
la de los grandes capos sinaloenses, está ubicada en la lujosa colonia
Colinas de San Miguel. Se trata de bunkers vigilados por decenas de
hombres armados, sofisticados sistemas de videograbadoras e improvisados
retenes de guardias vestidos de civil que se apropian de las calles
para impedir el paso a punta de pistola o metralleta, al igual que en la
colonia Las Quintas. Hasta los taxistas saben a quién pertenecen las
ostentosas mansiones, como la del Mayo Zambada que cuando tiene un
evento social en Culiacán, la ciudad es sitiada como si se tratara del
Estado Mayor presidencial resguardando al presidente de la República.
El
poderoso Mayo Zambada, por quien Estados Unidos ofrece 5 millones de
dólares, es un personaje enigmático e intocable que durante las últimas
tres décadas ha sabido permanecer y crecer junto a grandes capos como
Miguel Ángel Félix Gallardo y Amado Carrillo.
Hace
40 años, los narcos sinaloenses, llamados gomeros –por la extracción de
la goma de la amapola–, se concentraban en la colonia Tierra Blanca y su
estilo era menos ostentoso. Se regían por un aparente código ético de
delincuentes que incluía no matar mujeres y niños. Pero eso se acabó. En
Culiacán la guerra que se ha cobrado miles de muertos inició el 21 de
enero de 2008 en la colonia Burócratas. Ese día, detuvieron a Alfredo
Beltrán Leyva, El Mochomo, gracias a la delación de los suyos. Allí
empezó la escisión del cártel de Sinaloa y los Beltrán Leyva no tardaron
en urdir su venganza: el asesinato del Chapito Guzman, Edgar Guzmán de
22 años, ejecutado el 8 de mayo de 2008. Su altar en el centro comercial
de la Avenida universitarios se mantiene con flores frescas cada día.
Desde entonces, la guerra en las calles de Culiacán se ha cobrado cientos de vidas. Y Javier cubre esta barbarie.
—
Hay una mayor incidencia delictiva calificada: ejecuciones, levantones,
decapitados, mutilaciones, narcomantas, operativos especiales, todo lo
que esto ha implicado de números y de impacto y la violencia.
Javier
Valdez es experto en narcotráfico. Ha publicado una docena de libros
que desvelan zonas hasta ahora ocultas. Se ha atrevido a revelar el
ritmo de vida de los capos. Ha descrito con detalle la vida de las
buchonas, las mujeres del narco, y también a los narcojúniors. Se metió
de lleno a investigar a los huérfanos del narco e incluso exhibió a la
narcoprensa.
Javier Valdez sabe que ha tocado temas prohibidos, pero se ha negado al silencio.
NO QUIERO SER UN PERIODISTA DEL SILENCIO. EL NARCO NOS ENCERRÓ EN NUESTRAS CASAS, NOS CASTRÓ LA VIDA PÚBLICA. PERO NOSOTROS SEGUIMOS ADELANTE
— El narco dejó de ser un problema
policiaco. El narco es una forma de vida. Y tenemos que contarlo. No
quiero ser un periodista del silencio. El narco nos encerró en nuestras
casas, nos castró la vida pública. Pero nosotros seguimos adelante. Yo
me niego a estar encerrado o asustado o las dos cosas.
Para
finalizar el narcotour, Javier me lleva a la cantina “El Guayabo”, uno
de los lugares más visitados por periodistas. Aquí lo conocen, los
meseros lo saludan, lo abrazan. A veces desde aquí toma notas, ordena
las ideas y piensa.
— A mí me gusta pensar la forma de escribir la intimidad del dolor, me dice invitándome a brindar con cerveza lager Dos Equis y un buen tequila.
Y
hablamos de nosotros, de la vida, del amor, de los hijos, de esta
profesión nuestra tan lastimada: 125 compañeros han sido asesinados, 25
permanecen desaparecidos. Cada 26 horas se agrede a un periodista. ¡Y en
este país no pasa nada, chingao!
— Nos están
matando, me dice, nos están desapareciendo. Yo siento la mira del arma
apuntándome en la cabeza, morra. La muerte nos persigue, se ríe de
nosotros. Cohabitamos con la muerte. Tú lo sabes. La muerte esta aquí a
nuestro lado, morra.
NOS ESTÁN MATANDO, ME DICE, NOS ESTÁN DESAPARECIENDO. YO SIENTO LA MIRA DEL ARMA APUNTÁNDOME EN LA CABEZA, MORRA. LA MUERTE NOS PERSIGUE, SE RÍE DE NOSOTROS
Reímos, nos abrazamos, brindamos toda la
noche. Celebramos la vida. Cada instante, porque no sabemos hasta
cuándo. Nos despedimos. Ambos cubrimos este inmenso camino de barbarie,
este reguero de sangre que nos ha dejado una estela de dolor y
sufrimiento.
Javier me escribe luego:
—
Te abrazo fuerte, con mi voz, estos sonidos eléctricos, la mirada de tu
menuda silueta por las acercas de la ciudad y nuestros cafés que luego
fueron tequilas. Sale pues, cuídate y que haya suerte. Besos también,
acomódatelos en casos de urgencia. Tuyo.
Tu sombrero
Veo tu sombrero tirado en medio de la calle. Y me pregunto: ¿qué hace tu sombrero allí? ¿Por qué esta manchado de sangre?
— Asesinaron a Javier, me dice un colega por el teléfono.
— ¿Está confirmado?, alcanzo a decir, antes de soltar un grito agudo y desgarrado de dolor.
— ¡No puede ser!
La
imagen está en todas partes. Vuelvo a ver tu sombrero. Pero no veo tu
cuerpo. ¿Dónde estás, bato? Me niego a verte tirado en medio de la
calle. Me aferro a tu sombrero, a tu risa, a tus abrazos, a tu voz…
Y te escucho decirme: “La muerte anda con nosotros, la traemos al lado, morra”.
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Sanjuana Martínez es una de las periodistas más
prestigiosas de México. Referencia en la investigación de las
violencias, cuenta con varios premios de periodismo y ha publicado una
decena de libros sobre el ejercicio de la profesión.
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