Meses atrás, y aliviado por el triunfo en las urnas de Donald Trump, el rey Salman de Arabia Saudí movió raudo sus fichas para acercarse a un hombre más afín, al que conocía bien, y maniobrar para enterrar el legado de su predecesor, Barack Obama, con el que la autocracia wahabí nunca llegó a simpatizar. En abril, nombró embajador en Washington al príncipe Jaled Bin Salman, uno de sus hijos pequeños, piloto de combate con experiencia en los bombardeos sobre Yemen
y en misiones conjuntas contra el Estado Islámico en Siria e Irak,
formado en el centro de adiestramiento del Ejército norteamericano en
Misisipi. Y un mes antes envió a la Casa Blanca a su otro hijo, Mohamed Bin Salman, ministro de Defensa y segundo en la línea de sucesión,
entre otros cargos. Sobre la mesa, tres asuntos que dilucidar antes de
la esperada visita del controvertido multimillonario al reino, que debía
ser un lujoso paseo militar del denominado “líder del mundo libre” por
los dominios de una de los regímenes que con más contumacia viola desde
hace décadas la Carta de los Derechos Humanos.
El primero se antojaba, a priori, el más sencillo. Esfumada la dependencia norteamericana del crudo saudí — el petróleo de esquisto ha convertido a Estados Unidos en país autosuficiente—, la plutocracia árabe había hallado en el comercio de armas el sustituto adecuado
para el tributario vínculo económico que entrevera a ambos Estados
desde la firma en 1945 de un pacto estratégico de amistad y protección
que han respetado escrupulosamente todos los inquilinos del Despacho
Oval, incluido “el díscolo” Obama. Con apenas 28 millones de habitantes,
Arabia Saudí es en la actualidad el segundo importador de armamento del mundo,
solo superado por India y por delante de China y de su aliado Emiratos
Árabes Unidos. Según un artículo publicado en febrero pasado por
Business Insider, el reino wahabí es el responsable del 7% de todas las
importaciones mundiales de armamento, un arsenal compuesto por aviones
de combate, buques, blindados y munición comprados a naciones
occidentales —España entre ellas— que ni siquiera le sirve para ganar guerras, como demuestra la cruel ofensiva en Yemen,
uno de los países más pobres del mundo. Informes de Inteligencia
apuntan a que una gran parte de esas armas acaban en terceros países
—algunas en conflictos como Siria o Libia— o en el mercado negro, del
que se nutren grupos terroristas como Ahrar as Shams, vinculado con la
red yihadista internacional Al Qaeda en Siria, que comparten lazos y su
misma interpretación herética del islam. Nada más pisar la alfombra roja
extendida a sus pies en Riad, Trump y el rey Salman anunciaron la firma de un nuevo contrato de compraventa de armas por valor de 100.000 millones de dólares.
Las segunda y tercera cuestiones aludían al mazazo político interno y externo que supuso para la casa de Saud el estallido de las ahora fracasadas primaveras árabes, que alentó la Administración de Obama. Avanzada la primera década de este siglo, Qatar era conocido por dos razones: la televisión por satélite Al Jazeera, que cambió los patrones de prensa árabe y encumbró a Osama Bin Laden, y su polémica concesión del Mundial de fútbol de 2022, uno de los mayores eventos planetarios. Meses después, el estallido en Túnez de la llamada “revolución del jazmín” —que derrumbó la dictadura de Ben Ali— y su contagio a países como Yemen, Egipto o Siria concedió al entonces emir catarí, jeque Hamad Bin Jalifa al Thani, la oportunidad soñada de progresar en un plan más ambicioso que, sostenido en el poder económico que le concede poseer las mayores reservas de gas del mundo —compartidas con Irán—, buscaba desprenderse de la tutela saudí y construir un espacio propio de influencia regional. Tanto en Egipto y Siria como en Túnez, apoyando a los Hermanos Musulmanes y grupos afines al llamado islam político. Y en Libia contribuyendo a los bombardeos de la OTAN y a la construcción del frente árabe de solidaridad con los rebeldes. Una política que despertó la ira de Arabia Saudí, que en apenas unos meses sintió como el pequeño emirato contestaba su arrogado y pretendido dominio del universo suní. Y lo hacía, además, promocionando a un enemigo que considera sistémico desde la pasada década de los setenta: los Hermanos Musulmanes, que como el wahabismo proponen un sistema de gobierno cimentado en la ley islámica, pero al margen de “monarquías y líderes corruptos”.
Como bien señala la intelectual saudí Madawi al Rasheed, profesora visitante de la London School of Economics and Political Sciencies, en respuesta Riad emprendió, entonces, una ofensiva contrarrevolucionaria que en los últimos años le ha reportado éxitos cuestionables. Primero, en su propio país, donde marchitó la “primavera” con una combinación de represión brutal y petrodólares. Y después en Siria —donde contribuyó a la caída del primer Gobierno opositor en el exilio, controlado por la rama local de la cofradía musulmana egipcia—, Yemen y Egipto, donde respaldó económica y militarmente el golpe de Estado de Abdel Fatah al Sisi. En marzo de 2014, Arabia Saudí y sus socios, Baréin y Emiratos Árabes Unidos, lanzaron el primer aviso a Qatar con la retirada de sus embajadores en Doha.
La ruptura definitiva de relaciones con el pequeño emirato
supone, en este contexto, el penúltimo episodio de este enconado pulso
por el poder y la influencia regional. Además de un intento desesperado
de la casa de Saud por recuperar, con la connivencia de los
neoconservadores y los lobbistas del Pentágono y la industria militar
que rodean a Trump, la quimera del viejo orden dibujado por la
Administración de Reagan en el estertor de la Guerra Fría. Un Oriente
Próximo polarizado, con dos ejes enfrentados, uno liderado por Arabia
Saudí y otro bajo el patronazgo de Irán y su socio sirio, que ahora ha
desaparecido. Si una herencia han dejado las malogradas primaveras
árabes es la floración de un tercer cigüeñal, sostenido por Turquía y
Qatar, que fluctúa interesadamente entre los pernos tradicionales y que
parece diseñado para permanecer, como refleja la coyuntura en el norte
de África. Ni Marruecos, ni Argelia, ni Túnez, ni una parte de la
dividida Libia se han sumado a la campaña diplomática saudí. Todos ellos
por diferentes razones. Marruecos, situado entre la espada de las
millonarias inversiones cataríes en el reino y la pared de las vetustas
relaciones entre sus reyes. Libia, rehén de la lucha que mantienen los
grupos islamistas financiados desde Qatar y las tropas del mariscal
Jalifa Hafter, antiguo líder de la oposición a Muamar el Gadafi en el
exilio y exponente del nuevo cesarismo que Riad promueve frente al
inicial y ahora desplomado auge de la ensoñación democracia en el mundo
árabe. Y Túnez, única transición política que ha sobrevivido, territorio
del partido islamista Ennahda, conectado a Doha, y único bastión de un
islam político al que el wahabismo saudí —numen del yihadismo que aterra
a Europa y a las sociedades musulmanas— ha declarado la guerra.
Las segunda y tercera cuestiones aludían al mazazo político interno y externo que supuso para la casa de Saud el estallido de las ahora fracasadas primaveras árabes, que alentó la Administración de Obama. Avanzada la primera década de este siglo, Qatar era conocido por dos razones: la televisión por satélite Al Jazeera, que cambió los patrones de prensa árabe y encumbró a Osama Bin Laden, y su polémica concesión del Mundial de fútbol de 2022, uno de los mayores eventos planetarios. Meses después, el estallido en Túnez de la llamada “revolución del jazmín” —que derrumbó la dictadura de Ben Ali— y su contagio a países como Yemen, Egipto o Siria concedió al entonces emir catarí, jeque Hamad Bin Jalifa al Thani, la oportunidad soñada de progresar en un plan más ambicioso que, sostenido en el poder económico que le concede poseer las mayores reservas de gas del mundo —compartidas con Irán—, buscaba desprenderse de la tutela saudí y construir un espacio propio de influencia regional. Tanto en Egipto y Siria como en Túnez, apoyando a los Hermanos Musulmanes y grupos afines al llamado islam político. Y en Libia contribuyendo a los bombardeos de la OTAN y a la construcción del frente árabe de solidaridad con los rebeldes. Una política que despertó la ira de Arabia Saudí, que en apenas unos meses sintió como el pequeño emirato contestaba su arrogado y pretendido dominio del universo suní. Y lo hacía, además, promocionando a un enemigo que considera sistémico desde la pasada década de los setenta: los Hermanos Musulmanes, que como el wahabismo proponen un sistema de gobierno cimentado en la ley islámica, pero al margen de “monarquías y líderes corruptos”.
Como bien señala la intelectual saudí Madawi al Rasheed, profesora visitante de la London School of Economics and Political Sciencies, en respuesta Riad emprendió, entonces, una ofensiva contrarrevolucionaria que en los últimos años le ha reportado éxitos cuestionables. Primero, en su propio país, donde marchitó la “primavera” con una combinación de represión brutal y petrodólares. Y después en Siria —donde contribuyó a la caída del primer Gobierno opositor en el exilio, controlado por la rama local de la cofradía musulmana egipcia—, Yemen y Egipto, donde respaldó económica y militarmente el golpe de Estado de Abdel Fatah al Sisi. En marzo de 2014, Arabia Saudí y sus socios, Baréin y Emiratos Árabes Unidos, lanzaron el primer aviso a Qatar con la retirada de sus embajadores en Doha.
Las malogradas ‘primaveras árabes’ han dejado un nuevo poder en el complejo tablero de Oriente Próximo, el eje Turquía
y Qatar
y Qatar
Javier Martín es delegado de la agencia Efe en Túnez y autor de libros como ‘La Casa de Saud’ y ‘Estado Islámico, geopolítica del caos’.
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