De las muchas cosas buenas que se podrían decir de la ley, tal vez la más importante sea la idea que se remonta a Aristóteles, que es mejor ser gobernado por reglas que por la voluntad de nadie, por sabio que éste pueda ser, es decir, que lo que llamamos soberanía ha de descansar en la ley.
Esta idea no es incompatible, más bien al contrario, con lo que se da por sentado en las democracias, que es el pueblo quien, ejerciendo su poder y velando por su conveniencia establece el orden y la legalidad vigente. Se trata de ideas que casi nadie contradice en la teoría, pero que en ocasiones se pretenden esconder y tergiversar en vista de algún bien que se considera superior. Sin embargo, la mayoría de las veces, ese supuesto bien que requeriría doblarle el espinazo al orden legal es una mera disculpa de quienes querrían disponer de un poder sin límites, para imponer su voluntad a todas horas.
El significado mismo de la palabra “rebelión” remite, precisamente a esa verdad esencial: quien incurre en rebelión es el que declara que no obedecerá las leyes contrarias a su designio, que se levanta contra ellas porque solo vale el imperio de su voluntad volviendo así a una violencia primitiva (lo que en latín se llama bellum, guerra) al saltarse alegremente las convenciones esenciales que permiten la convivencia, la paz, cosa que se hace, aunque no haya inicialmente ningún derramamiento de sangre, al declarar que ninguna Constitución les afecta porque su decisión está por encima de ella.
Esta disposición a vulnerar sistemáticamente las leyes y a desconsiderar absolutamente lo que establece la Constitución es la raíz misma de la guerra. La guerra no debiera confundirse con los estragos que provoca, es algo previo, aquello que, por ejemplo, incita a los cobardes a la rendición.
En el caso español, los secesionistas pretenden hacer precisamente un tipo de guerra que, al menos inicialmente, no requiera violencia excesiva, un conjunto de desplantes que busquen la rendición del contrario, que la Nación española acepte las amputaciones que los infatuados y supremacistas rebeldes tengan a bien imponerle. Lo paradójico es que cuando se les acuse de rebelión traten de excusarse con argucias extraídas del orden constitucional que pretenden destruir, pero lo que raya en el delirio es que obtengan el amparo de quienes juraron defender la Constitución y la ley y evitar por todos los medios a su alcance que los enemigos de la libertad y de la ley obtengan cualquier clase de ventaja con sus acciones.
¿Cómo vamos a dejar sin castigo a quien ha querido derribar la Constitución y se ha ciscado en centenares de leyes, y lo ha hecho, además, tras recibir múltiples avisos de que lo que estaba intentando era ilegal y no podría llegar de ninguna manera a buen fin? Cualquiera que usase de esa especie cobarde de supuesto apaciguamiento estaría incitando a repetir el delito cometido, sería como si mostrásemos al delincuente la manera de evitar eficazmente el castigo para que a la siguiente oportunidad tuviese mejores opciones de llevar a cabo su propósito criminal.
La única manera de evitar que en el futuro se puedan cometer, con mejor o peor fortuna, intentonas similares a las que hemos padecido, es aplicar la ley con frialdad y rigor, y hacerlo con los medios que las sociedades civilizadas han establecido al respecto, leyes claras, jueces imparciales y procesos con garantías.
Las condenas serán las que fueren y se podrán recurrir mediante las diversas instancias que ha previsto el ordenamiento legal español y por las cortes supranacionales que pudieren resultar competentes, en su caso. Lo que no cabe hacer es chapucear con lo esencial, con las condiciones mismas de la convivencia pacífica que se expresan en la separación y limitación de los poderes y en el respeto absoluto a lo que, en tiempo de paz, dicten los tribunales de Justicia, porque, en efecto, negar ese acatamiento es lo esencial en una declaración de guerra, ya que guerra es oponer la fuerza a las razones de la ley.
Y el argumento no se invalida por mucha que sea la fuerza ni porque pretenda disfrazarse de pacífica manifestación de una voluntad que no puede considerarse popular porque es, descaradamente, un intento de imposición de una parte contra el sistema en el que se enmarca pacíficamente el conjunto de la sociedad española, la única Nación que el mundo entero reconoce, como se acaba de mostrar sobradamente, y que es la realidad histórica y moral que ha adoptado y establecido la Constitución a la que todos hemos de someternos.
Se trata de un caso espectacular de disonancia cognitiva, de defender una cosa en la teoría y preconizar la contraria en la práctica, aunque esta interpretación podría ser excesivamente benevolente, al menos en algunos casos. No hay que olvidar que muchos de los que defienden pasar página y mirar para otro lado están comprometidos con una posibilidad nada remota, con la esperanza, que hay que esforzarse en que resulte vana, de derribar todo el régimen constitucional para que del caos subsiguiente pueda derivarse su poder omnímodo, el privilegio infinito de los vencedores, el poder absoluto para los liquidadores del orden constitucional.
Ese es el objetivo común de los supremacistas catalanes y de quienes les bailan el agua. Y su éxito pasa necesariamente por abolir el imperio de la Ley y la Justicia y la independencia de los jueces. Luego vendría el derrocamiento del Rey y, seguramente, las milicias populares, los escuadrones del nuevo orden. No soy pesimista, no creo que lo vayan a conseguir, pero es preocupante que ahora mismo tengamos un Gobierno que parece creer esa monserga de que la política puede librarnos de aplicar la ley cuando convenga.
Esta idea no es incompatible, más bien al contrario, con lo que se da por sentado en las democracias, que es el pueblo quien, ejerciendo su poder y velando por su conveniencia establece el orden y la legalidad vigente. Se trata de ideas que casi nadie contradice en la teoría, pero que en ocasiones se pretenden esconder y tergiversar en vista de algún bien que se considera superior. Sin embargo, la mayoría de las veces, ese supuesto bien que requeriría doblarle el espinazo al orden legal es una mera disculpa de quienes querrían disponer de un poder sin límites, para imponer su voluntad a todas horas.
Las leyes sólo pueden modificarse mediante reglas bien conocidas, que anidan en un ámbito al que se suele llamar ConstituciónEse es el razonamiento, absolutamente falaz, que está por debajo de quienes defienden que los conflictos políticos están por encima de la ley, que pueden y deben resolverse sin el recurso a ellas. Es verdad que la política existe, entre otras cosas, para cambiar civilizadamente de leyes y que las leyes no pueden considerarse eternas e inalterables, pero esa evidencia no puede emplearse contra lo fundamental, que las leyes sólo pueden modificarse mediante reglas bien conocidas, que anidan en un ámbito al que se suele llamar Constitución, a las que se debe un respeto absoluto, procedimental y moral.
El significado mismo de la palabra “rebelión” remite, precisamente a esa verdad esencial: quien incurre en rebelión es el que declara que no obedecerá las leyes contrarias a su designio, que se levanta contra ellas porque solo vale el imperio de su voluntad volviendo así a una violencia primitiva (lo que en latín se llama bellum, guerra) al saltarse alegremente las convenciones esenciales que permiten la convivencia, la paz, cosa que se hace, aunque no haya inicialmente ningún derramamiento de sangre, al declarar que ninguna Constitución les afecta porque su decisión está por encima de ella.
Esta disposición a vulnerar sistemáticamente las leyes y a desconsiderar absolutamente lo que establece la Constitución es la raíz misma de la guerra. La guerra no debiera confundirse con los estragos que provoca, es algo previo, aquello que, por ejemplo, incita a los cobardes a la rendición.
En el caso español, los secesionistas pretenden hacer precisamente un tipo de guerra que, al menos inicialmente, no requiera violencia excesiva, un conjunto de desplantes que busquen la rendición del contrario, que la Nación española acepte las amputaciones que los infatuados y supremacistas rebeldes tengan a bien imponerle. Lo paradójico es que cuando se les acuse de rebelión traten de excusarse con argucias extraídas del orden constitucional que pretenden destruir, pero lo que raya en el delirio es que obtengan el amparo de quienes juraron defender la Constitución y la ley y evitar por todos los medios a su alcance que los enemigos de la libertad y de la ley obtengan cualquier clase de ventaja con sus acciones.
¿Cómo vamos a dejar sin castigo a quien ha querido derribar la Constitución y se ha ciscado en centenares de leyes?La diferencia entre la guerra y la paz consiste, precisamente, en que los conflictos y los delitos no se resuelven con bombas y crímenes, sino que quedan en manos de jueces imparciales que deciden las penas que correspondan a quienes han burlado las leyes comunes o se han rebelado contra el orden constitucional. Es mucho mejor resolver así las cosas, cuando se puede, que mediante la destrucción violenta del que ha desafiado a la ley. Pero de ninguna manera se puede dar un premio de supuesta misericordia a quien haya intentado imponerse por las bravas, incluso cuando su cobardía y debilidad no haya logrado la parte esencial de lo que pretendía, cuando su rebelión no ha sido coronada por el éxito.
¿Cómo vamos a dejar sin castigo a quien ha querido derribar la Constitución y se ha ciscado en centenares de leyes, y lo ha hecho, además, tras recibir múltiples avisos de que lo que estaba intentando era ilegal y no podría llegar de ninguna manera a buen fin? Cualquiera que usase de esa especie cobarde de supuesto apaciguamiento estaría incitando a repetir el delito cometido, sería como si mostrásemos al delincuente la manera de evitar eficazmente el castigo para que a la siguiente oportunidad tuviese mejores opciones de llevar a cabo su propósito criminal.
La única manera de evitar que en el futuro se puedan cometer, con mejor o peor fortuna, intentonas similares a las que hemos padecido, es aplicar la ley con frialdad y rigor, y hacerlo con los medios que las sociedades civilizadas han establecido al respecto, leyes claras, jueces imparciales y procesos con garantías.
Las condenas serán las que fueren y se podrán recurrir mediante las diversas instancias que ha previsto el ordenamiento legal español y por las cortes supranacionales que pudieren resultar competentes, en su caso. Lo que no cabe hacer es chapucear con lo esencial, con las condiciones mismas de la convivencia pacífica que se expresan en la separación y limitación de los poderes y en el respeto absoluto a lo que, en tiempo de paz, dicten los tribunales de Justicia, porque, en efecto, negar ese acatamiento es lo esencial en una declaración de guerra, ya que guerra es oponer la fuerza a las razones de la ley.
Y el argumento no se invalida por mucha que sea la fuerza ni porque pretenda disfrazarse de pacífica manifestación de una voluntad que no puede considerarse popular porque es, descaradamente, un intento de imposición de una parte contra el sistema en el que se enmarca pacíficamente el conjunto de la sociedad española, la única Nación que el mundo entero reconoce, como se acaba de mostrar sobradamente, y que es la realidad histórica y moral que ha adoptado y establecido la Constitución a la que todos hemos de someternos.
Muchos de los que defienden pasar página y mirar para otro lado están comprometidos con una posibilidad nada remota de derribar todo el régimen constitucional para que del caos subsiguiente pueda derivarse su poder omnímodoApenas puede haber alguna duda de que si se preguntase a los españoles, en especial a los de izquierdas, si son partidarios de alguna clase de privilegios, contestarán con una rotunda negativa, y es incluso probable que se sintiesen agredidos por la mera pregunta. Y, sin embargo, algunos de los que dicen oponerse a cualquier privilegio, pretenden ahora que se haga una excepción con los cabecillas de una rebelión que podría acabar costándonos insoportablemente cara, tanto a ellos como a nosotros, a todos.
Se trata de un caso espectacular de disonancia cognitiva, de defender una cosa en la teoría y preconizar la contraria en la práctica, aunque esta interpretación podría ser excesivamente benevolente, al menos en algunos casos. No hay que olvidar que muchos de los que defienden pasar página y mirar para otro lado están comprometidos con una posibilidad nada remota, con la esperanza, que hay que esforzarse en que resulte vana, de derribar todo el régimen constitucional para que del caos subsiguiente pueda derivarse su poder omnímodo, el privilegio infinito de los vencedores, el poder absoluto para los liquidadores del orden constitucional.
Ese es el objetivo común de los supremacistas catalanes y de quienes les bailan el agua. Y su éxito pasa necesariamente por abolir el imperio de la Ley y la Justicia y la independencia de los jueces. Luego vendría el derrocamiento del Rey y, seguramente, las milicias populares, los escuadrones del nuevo orden. No soy pesimista, no creo que lo vayan a conseguir, pero es preocupante que ahora mismo tengamos un Gobierno que parece creer esa monserga de que la política puede librarnos de aplicar la ley cuando convenga.
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